«Falsas alternativas» - Dietrich von Hildebrand (1889-1997)
He aquí un texto que, escrito en 1969, resulta un claro adelanto de lo que mucho tiempo después, S.S. Benedicto XVI va a denominar la «hermenéutica de la continuidad».
La deformación de la auténtica
naturaleza del Concilio, producida por esta epidemia de aficionados a la
teología, se expresa principalmente en las falsas alternativas, que tratan de
ponernos a todos ante una disyuntiva: o se acepta la secularización del Cristianismo,
o bien se niega la autoridad del Concilio.
Estas drásticas alternativas son
etiquetadas frecuentemente con el nombre de «respuesta progresista» y «respuesta
conservadora». Estos conceptos, que se aplican fácilmente a muchos ámbitos
naturales, pueden inducir a notabilísimo error cuando se aplican a la Iglesia.
Pertenece a la naturaleza misma de la fe cristiana católica el adherirse a una
revelación divina que no cambia, el reconocer que hay algo en la Iglesia que
está por encima de los vaivenes de las culturas y del ritmo de la historia. La
revelación divina y el Cuerpo Místico de Cristo se diferencian por completo de
todas las entidades naturales. El ser conservador, el ser tradicionalista, es –en
este caso– un elemento esencial de la respuesta que debe darse al fenómeno
único de la Iglesia. Incluso una persona que no sea, ni mucho menos,
conservadora por temperamento y que sea «progresista» en muchos otros aspectos,
ha de ser conservadora en sus relaciones con el magisterio infalible de la
Iglesia, si ha de seguir siendo católico ortodoxo. El hombre puede ser progresista y, al mismo tiempo, católico. Pero no se puede ser progresista en
cuanto a la fe católica. La idea de «católico progresista» es «en este sentido»
una contradicción in adiecto. Desgraciadamente, hay muchas personas hoy
día que no entienden ya esta contradicción, y que andan alardeando de ser «católicos
progresistas».
Y con las etiquetas de «conservador»
y «progresista», están poniendo realmente al creyente en situación de escoger
entre la oposición a toda renovación, la oposición incluso a la eliminación de
ciertas cosas que se han introducido subrepticiamente en la Iglesia por la
fragilidad humana (como el legalismo, el abstraccionismo, la presión externa en
cuestiones de conciencia, graves abusos de autoridad en las órdenes y
congregaciones religiosas) y un cambio, un «progreso» en la fe católica, que
sólo pueden significar el abandono de la fe cristiana.
Pero estas alternativas son
falsas. Porque hay una tercera opción, que acepta de buena gana las decisiones
oficiales del Concilio Vaticano II, pero que –al mismo tiempo– rechaza
enérgicamente las interpretaciones secularistas que les dan muchos de los
llamados teólogos y laicos progresistas.
Ésta tercera opción se basa en
la inquebrantable fe en Cristo y en el infalible magisterio de su Santa
Iglesia. Supone como cosa sabida que no puede haber lugar a cambio en la
doctrina de la Iglesia, revelada divinamente. No admite posibilidad alguna de cambio,
exceptuando aquel «desarrollo» (development) del que nos habla el
Cardenal Newman, y que se efectúa en la formulación explícita de lo que se
encontraba ya presente en la fe de los Apóstoles, o que se sigue necesariamente
de esa fe. Esta actitud sostiene que la moralidad cristiana de la santidad, la
moralidad revelada en la Sagrada Humanidad de Cristo y en sus mandamientos, y
cuyo ejemplo hallamos en todos los santos, sigue siendo la misma. Y para
siempre. Sostiene que el ser transformados en Cristo, el convertirnos –en Él– en
nueva criatura, es la meta de nuestra existencia. Para decirlo con las palabras
de San Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (I
Tesalonicenses 4, 3). Esta posición afirma la diferencia radical que existe
entre el reino de Cristo y el saeculum. Toma en serio la lucha que hay
entre el espíritu de Cristo y el espíritu de Satanás: durante todos los siglos
pasados y futuros, hasta que llegue el fin del mundo. Cree que las palabras de
Cristo –«Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del
mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo»
(Juan 15, 19)– tienen tanta validez hoy día como en cualquier época anterior.
Tal es, sencillamente, la
posición católica, sin más calificación. Esta posición se regocija de toda
renovación que amplíe lo de «instaurare omnia in Christo», y lleve la
luz de Cristo a las nuevas esferas de la vida. Es, en realidad, un aliento
específico a los católicos para que se enfrenten a todas las cosas con el
Espíritu y la Verdad de Cristo –a tiempo y a destiempo–, sin tener en cuenta el
espíritu de la época actual o de cualquier época pasada. Tal renovación tiene
muy en cuenta aquella advertencia de San Pablo: «Examinadlo todo y quedaos con
lo bueno» (I Tesalonicenses 5, 21). Aprecia y venera con gran respeto los
grandes dones que nos han legado los siglos cristianos anteriores, y que
reflejan la atmósfera sagrada de la Iglesia –por ejemplo, el canto gregoriano y
los admirables himnos de la liturgia latina.
Sostiene que esos elementos no
deberían cesar jamás de desempeñar un gran papel en nuestra liturgia, y que
siguen teniendo hoy día –como la tuvieron en el pasado– una gran misión
apostólica. Cree que las Confesiones de San Agustín, los escritos de San
Francisco de Asís y las obras místicas de Santa Teresa de Jesús contienen un
mensaje vital para todos los períodos de la historia. Representa una actitud de
profunda devoción filial al Padre Santo, y un amor respetuoso hacia la Iglesia
en todos sus aspectos: el verdadero «sentire cum ecclesia».
Quede bien claro que esta tercer
respuesta a la crisis actual de la Iglesia no es una tímida componenda, sino
una respuesta consecuente y franca. No es retrospectiva, ni anticipa un simple
futuro terrenal, sino que está centrada en la eternidad. De este modo, es una
respuesta capaz de vivir plenamente en el presente, ya que la presencia real se
experimenta tan sólo plenamente cuando logramos liberarnos a nosotros mismos de
la tensión del pasado y del futuro, cuando ya no estamos aprisionados por un
frenético impulso hacia el momento siguiente. A la luz de la eternidad, todo
momento de la vida –ya sea de la vida de un individuo o bien de una comunidad– recibe
su plena significación. Por eso, únicamente haremos justicia a la época
presente, cuando la consideremos a la luz del destino eterno del hombre: a la
luz de Cristo.
La respuesta que hemos descrito
lleva consigo grave interés y preocupación por la actual invasión que el
secularismo está haciendo en la vida de la Iglesia. Considera la actual crisis
como la más seria que ha habido en toda la historia de la Iglesia. Sin embargo,
tiene plena esperanza de que la Iglesia ha de triunfar, porque el Señor mismo
dijo: «Y las puertas del Averno no prevalecerán contra ella».