«Los discípulos de Emaús» - Mons. Fulton J. Sheen (1895-1979)
«Lo
que en la conversación con los dos discípulos se hizo resaltar no fueron las
enseñanzas dadas por Jesús, sino que se insistió en sus sufrimientos y en el
modo como éstos eran convenientes para su glorificación». Mediante la presente
publicación, «Decíamos Ayer...» desea a todos sus lectores amigos unas felices
y santas Pascuas de Resurrección.
¿Qué palabras son estas que
os decís el uno al otro, mientras camináis? Lc 24,17
Ellos se detuvieron
entristecidos. Era evidente que la causa de su tristeza era verse privados del
Maestro. Habían estado con Jesús, habían visto cómo le prendían, le insultaban,
le crucificaban, le daban muerte y le sepultaban. El corazón de una mujer se
siente dolorosamente afligido por la pérdida del hombre amado; pero los hombres
sienten generalmente turbada la mente más que el corazón en casos semejantes;
el dolor que ellos sentían era el de una carrera que había sido truncada.
El Salvador, con su infinita
sabiduría, no empezó diciendo: «Ya sé por qué estáis tristes». Su táctica era
más bien la de lograr que se desahogaran; un corazón dolorido se siente
consolado cuando es aliviado el peso que le oprime. Si el corazón de ellos
estaba dispuesto a hablar, Él estaba dispuesto a escucharlo. Si le mostraban
sus llagas, Él sabría cómo curarlas.
Uno de los dos discípulos,
llamado Cleofás, fue el primero en hablar. Expresó su extrañeza ante la
ignorancia del forastero, que al parecer no sabía lo ocurrido los últimos días.
¿Eres tú solamente un recién
llegado a Jerusalén, que no sabes las cosas ocurridas en ella en estos días?
Lc 24, 18
El Señor resucitado le preguntó:
¿Qué cosas? Lc 24, 19
Les llamaba la atención hacia los
hechos. Evidentemente, ellos no habían profundizado bastante en los hechos
y no podían sacar las conclusiones adecuadas. Para curarlos de su tristeza era
preciso que meditaran mejor en las cosas que les preocupaban, que las
reflexionaran en todos sus aspectos. De la misma manera que en el caso de la
mujer junto al pozo, Jesús no preguntaba con el deseo de recibir información,
sino de que se profundizara en el conocimiento de Él mismo. Entonces no sólo Cleofás,
sino también su compañero, le refirieron lo que había sucedido. Respondieron:
Las cosas con respecto a
Jesús el nazareno, que fue profeta, poderoso en obra y palabra, delante de Dios
y de todo el pueblo; y cómo los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes
le entregaron, para que fuese condenado a muerte, y le crucificaron. Mas nosotros
esperábamos que fuera aquel que había de redimir a Israel. Empero, y además de
todo esto, éste es el tercer día desde que acontecieron estas cosas. Y también
ciertas mujeres de los nuestros nos han dejado asombrados, las cuales al
amanecer estaban junto al sepulcro; y no hallando su cuerpo se volvieron,
diciendo que habían visto una visión de ángeles, los cuales han dicho que Él
vive. Y algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron que era cierto
como las mujeres habían dicho: mas a Él no le vieron. Lc 24, 19-24
Estos hombres habían esperado
grandes cosas, pero Dios, decían ellos, les había contrariado. El hombre se
siente contrariado muchas veces debido a que sus esperanzas son fútiles e
inconsistentes. Las esperanzas de los hombres tuvieron que ser frustradas por
Dios no porque fueran demasiado grandes, sino porque eran poca cosa. La mano
que rompía la copa de sus deseos mezquinos les ofrecía un cáliz precioso.
Pensaban que habían encontrado al Redentor antes de que fuera crucificado, pero
en realidad habían descubierto un Redentor crucificado. Habían esperado
un Salvador de Israel, pero no esperaban al mismo tiempo un Salvador de los
gentiles. En muchas ocasiones debieron de oírle hablar de que sería crucificado
y resucitaría luego, pero la derrota era incompatible con la idea que ellos tenían
del Maestro. Podían creer en Él como Maestro, como un Mesías político, como un
reformador ético, como un salvador de la patria, uno que los libertara de los
romanos, pero no podían creer en la locura de la cruz; tampoco tenían la fe del
ladrón crucificado. De ahí que se negaran a considerar la evidencia de lo que
les habían contado las mujeres. Ni tan sólo estaban seguros de que las mujeres
hubieran visto a un ángel. Probablemente, sólo se había tratado de una
aparición. Además, era ya el tercer día y no se le había visto. Y, sin embargo,
estaban caminando y conversando con Él.
Parecía haber un doble propósito
en la forma de presentarse el Señor después de su resurrección; uno era el de
mostrar que el que había muerto había resucitado, y otro era el que, aunque
tenía el mismo cuerpo, éste estaba ahora glorificado y no se hallaba sujeto a
restricciones de orden físico. Más adelante comería con los discípulos para
demostrar lo primero; ahora, de la misma manera que a Magdalena le había
prohibido que tocara su cuerpo, hacía resaltar su condición de resucitado.
Ni estos discípulos ni los
apóstoles estaban predispuestos a aceptar la resurrección. La evidencia de ella
había de abrirse camino por entre las dudas y la resistencia más obstinada de
la naturaleza humana. Eran de las personas que más se resistían a dar crédito a
tales consejos. Se diría que habían resuelto seguir siendo desgraciados,
rehusando investigar la posibilidad de verdad que hubiera en aquel asunto.
Negándose a aceptar la evidencia de aquellas mujeres y la confirmación de los
que habían ido a comprobar si ellas habían dicho verdad, estos discípulos
terminaron por alegar que ellos no habían visto al Señor resucitado.
Entonces el Salvador les dijo:
¡Hombres sin inteligencia, y
tardos de corazón para creer todo cuanto han anunciado los profetas! ¿Acaso no
era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrase en su gloria? Lc
24, 5 s
Se les reprochaba su necedad y
obstinación porque, si hubieran examinado lo que los profetas habían dicho
acerca del Mesías –de que sería conducido como cordero al sacrificio–, habrían
visto confirmada su fe. Credulidad hacia los hombres e incredulidad hacia Dios
es la marca de los corazones obstinados; prontitud para creer de un modo
especulativo y lentitud para creer de un modo práctico es el distintivo de los
corazones indolentes. Entonces vinieron las palabras clave. Nuestro Señor les
había dicho anteriormente que Él era el Buen Pastor, que había venido a dar la vida
por la redención de muchos; ahora, en su gloria, proclamaba una ley moral según
la cual, como consecuencia de los sufrimientos de Jesús, los hombres serían
levantados del pecado a la amistad con Dios.
La cruz era la condición de la
gloria. El Salvador resucitado habló de una necesidad moral basada en la verdad
de que todo cuanto le había sucedido a Él había sido profetizado. Lo que a
ellos se les antojaba una ofensa, un escándalo, una derrota, un sucumbir a lo
que parecía inevitable, era en realidad un momento de tinieblas que había sido
previsto, planeado y profetizado. Aunque a los discípulos les parecía la cruz
incompatible con la gloria, para Jesús era la cruz el sendero que conducía
precisamente a la gloria. Y si ellos hubieran sabido lo que las Escrituras
habían dicho acerca del Mesías, a buen seguro habrían creído en la cruz.
Y comenzando desde Moisés y
todos los profetas les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas
referentes a Él mismo. Lc 24, 27
Les fue mostrando todos los
tipos y rituales y todos los ceremoniales que se habían cumplido en Él. Citando
a Isaías, les mostró el modo cómo había muerto y cómo había sido crucificado,
así como las palabras que había proferido desde la cruz; citando a Daniel, cómo
había de ser la montaña que llenaría la tierra; citando el Génesis, cómo la
simiente de una mujer aplastaría la serpiente del mal en los corazones humanos;
citando a Moisés, cómo Él sería la serpiente de bronce que sería levantada en
alto para curar del pecado a los hombres, y cómo su costado sería traspasado y llegaría
a ser la roca de la que brotaran las aguas de la regeneración; citando a
Isaías, cómo Él mismo sería Emmanuel, o «Dios con nosotros»; citando a Miqueas,
cómo había de nacer en Belén; y citando igualmente muchas otras escrituras les
fue dando la clave del misterio de la vida de Dios entre los hombres y del
propósito de su venida a este mundo.
Por fin llegaron a Emaús. Jesús
hizo como si tuviera intención de proseguir su viaje, pero los dos discípulos
le rogaron que se quedara con ellos. Los que durante el día tienen buenos
pensamientos acerca de Dios no los abandonan tan fácilmente al caer la noche.
Habían aprendido mucho, pero reconocían que no lo habían aprendido todo.
Todavía no habían reconocido en aquel hombre al Maestro, pero parecía irradiar
tal claridad, que prometía guiarlos hacia una revelación más completa y disipar
las tinieblas de sus mentes. Aceptó la invitación que ellos le hacían de que se
quedase como huésped en su casa, pero al punto obró como si Él fuera el dueño:
Aconteció que, estando
sentado a comer con ellos, tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, se lo dio.
Con esto fueron abiertos los ojos de ellos, y le conocieron; y Él se hizo
invisible a ellos. Lc 24, 30 s
Volviéndose a mirarse uno a
otro, reflexionaron:
¿No ardía nuestro corazón
dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino, y nos abría las
Escrituras? Lc 24, 32
La influencia que ejercía en
ellos era a la vez afectiva e intelectual: afectiva en el sentido de que hacía
arder sus corazones con las llamas del amor; intelectual en cuanto les daba una
comprensión de los centenares de pasajes bíblicos en que se predecía su venida.
La humanidad tiende en general a creer que todo lo religioso ha de ser algo lo
suficientemente sorprendente y poderoso para desbordar la más viva fantasía.
Sin embargo, este incidente del camino de Emaús nos revela que las verdades más
poderosas del mundo aparecen en incidentes comunes y triviales de la vida,
tales como el de encontrar a un compañero por el camino. Cristo veló su
presencia en el camino más corriente de la vida. Ellos tuvieron conocimiento de
Él a medida que caminaban a su lado; y su conocimiento fue el de la gloria que
se alcanza por medio de la derrota. En la vida glorificada de Jesús, lo mismo
que en su vida pública, la cruz y la gloria iban siempre juntas. Lo que en la conversación con los dos discípulos se hizo
resaltar no fueron las enseñanzas dadas por Jesús, sino que se insistió en sus
sufrimientos y en el modo como éstos eran convenientes para su glorificación.
Los discípulos salieron
inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la
mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de
emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos
se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la
Ciudad Santa. Allí encontraron reunidos a los once apóstoles y, con ellos, a
otros seguidores y discípulos. Les refirieron todo cuanto les había ocurrido
por el camino y el modo cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
* En «Vida de Cristo». Editorial Herder
– Barcelona, España – 1959, pp.552-558.
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