«El arte de envejecer» - Gustave Thibon (1903-2001)
«...Al cerrarse el porvenir se abre la eternidad; la rueda de los días, al
mismo tiempo que desgasta el cuerpo, debe agudizar el alma...»
También yo tuve ganas de llorar,
pues esta escena me hizo apreciar a lo vivo toda la miseria del hombre que no
ha sabido envejecer. Y pensé en las amargas palabras de Sainte-Beuve: «No se
madura; se endurece uno en ciertos lugares, se pudre en otros». De hecho, estos
dos fenómenos están tan unidos que de ciertos viejos se dice indistintamente
que están «endurecidos» o «reblandecidos».
Endurecidos en el sentido de que
se han hecho indiferentes a su entorno, a la humanidad, a los grandes problemas
de la existencia, y reblandecidos en el sentido de que son ridículamente
sensibles a los menores incidentes que afectan sus costumbres, sus manías y sus
caprichos. El viejo que lloraba por la falta de un buñuelo de crema no pensaba
en los sufrimientos de los soldados y de los prisioneros, en los niños que
morían de hambre y en todos los horrores de la catástrofe que trastornaba el
universo.
Este caso límite presenta a
cualquier hombre entrado en años un admirable ejemplo negativo, la imagen de lo
que debe evitar, quiero decir.
El arte de saber envejecer se
resume en una palabra: desprendimiento. Cuanto más viejo se es, menos derecho
se tiene a ser egoísta. Pues el egoísmo de los jóvenes está siempre más o menos
compensado por la generosidad y la inocencia del impulso vital, mientras que el
egoísmo del viejo no es más que un resto inerte y estéril depositado por el
reflujo. Balzac habla en alguna parte de esos viejos rostros en los que, de las
antiguas pasiones, no subsisten más que «sus cuerdas y sus mecanismos». El
desgaste sin la transparencia, el agotamiento sin la serenidad.
Se ha escrito que todos los dones
de Dios son exigencias. La vejez no escapa a esta ley: es una gracia a la que
hay que corresponder. Cuanto más largo es el camino de nuestra existencia, más
debe alejarnos de nosotros mismos. Al cerrarse el
porvenir se abre la eternidad; la rueda de los días, al mismo tiempo que
desgasta el cuerpo, debe agudizar el alma.
Sólo así el viejo puede superar
la gran tentación de su edad: arañar las cenizas de un fuego apagado, rumiar
sin cesar el pasado, como los jóvenes se anticipan al porvenir. «Quisiera tener
cinco años más, estar casada, tener hijos», me decía ayer una joven llena de
vida y de impaciencia. Una hora más tarde me encontré con un viejo que
suspiraba: «¡Ay!, ¡si tuviera veinte años menos!"
Se nos está machacando sin cesar
que hay que «ser de su tiempo». Para un anciano, ser de su tiempo es vivir ya
más allá del tiempo: es desprenderse de todo lo que muere para abrirse a la luz
y al amor que no mueren. De esa manera, cualesquiera que sean las pruebas de la
vejez, el hombre de edad sigue estando presente y acogiendo a todos los seres y
a todas las edades, y cuando llega su última hora, muere vivo.
* En «El equilibrio y la armonía», Ediciones Rialp, Madrid, 1981, pp. 236-238.
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