«Iglesia temporal e Iglesia eterna» - Fray Domingo Renaudière de Paulis O. P. (1924-2004)

Vaya este excelente y actualísimo texto como ofrenda a todos aquellos que han luchado, y aun luchan, por la instauración temporal del Reinado de Cristo y de su Iglesia en la Tierra. Y sirva de estímulo para que no cesen en tan gran empeño. 

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La Iglesia tiene también una realidad terrestre; y esta vida visible, este tiempo de su peregrinaje cuenta tanto como el misterio de la humanidad de Cristo y de su temporalidad para la redención y la gloria. Y tal como se ha dado un puro asceticismo que olvidó la humanidad de Cristo para unirse más a la pureza de su divinidad, así existe el olvido y la desconsideración de la temporalidad de la Iglesia para pensar y vivir más hondamente la pura Iglesia eterna. Un igual error en ambos olvidos; una misma falta de perfecta caridad en las dos falsedades. Y hoy pareciera como que nos hubiésemos acostumbrado los católicos a sentirnos simplemente en medio de una Iglesia cuya fuerza temporal no tendría sentido ni eficacia: la presencia de una real Cristiandad es casi ajena al sentimiento con el cual debemos vivir el misterio de la Iglesia de Cristo. Un falso desasimiento, un extraño despojamiento de lo terrestre nos ha hecho perder ese sentir la exigencia de la visibilidad de la Iglesia. Y en esto no ha influido poco la vida medrosa de los propios católicos, medrosa de una caridad que se sentía fuertemente alentada por una falsa interpretación de una división de derechos: «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César».

El Evangelio, en cambio, nos entrega un cristianismo único y múltiple en sus formas de bien y de sabiduría que nace unido a la historia política de Israel que es igualmente su historia mesiánica y la ventura y riesgo temporales de su mesianidad; y la Iglesia está hecha de ese poder mesiánico de Cristo, la realeza, el sacerdocio y la profecía de la Iglesia son realidades mesiánicas que recibe del poder capital de Cristo para ser ejercidas y para crear la Cristiandad en los pueblos. No solamente tenemos con respecto a Israel una inserción teológica en razón de una vinculación en una misma fe mesiánica, sino también una inserción histórica en razón de una vinculación temporal con la teocracia del pueblo de Dios.

Vivimos como si no contase nuestro origen, como si la promesa de Abraham no nos perteneciese en su historicidad, como si el pueblo judío no fuese el tronco histórico de nuestra temporalidad de Iglesia; hemos pensado demasiado en la apostasía, en la diáspora judías y nos hemos olvidado que de Israel es la adopción, y la gloria y el testamento y las promesas (Ad Rom., 9, 4). Y este desprendernos del tronco paterno, este vivir sin conciencia de nuestra historicidad en el pueblo judío nos ha hecho perder nuestra realidad temporal verdadera y el profundo sentido teológico que el catolicismo tiene de lo político, porque solamente nuestra inserción, nuestro real injerto en la sangre davídica de Israel por Cristo puede darnos la plenitud de ser y reconocernos un pueblo, una comunidad cuyo peregrinaje es precisamente su política de Cristiandad en cuanto al dominio de lo terrestre es totalmente mesiánico y en cuanto toda verdadera acción política deriva del poder y de la realeza de la Iglesia que continúa el poder y la realeza davídicas del pueblo de Israel[1].

Nosotros somos el acebucho, el olivo silvestre que ha sido injertado en el tronco real, en la cepa de Israel, y en este injerto en el pueblo israelítico está nuestra temporalidad señalada y medida. La Cristiandad hoy herida como Cristiandad debe recobrarse en razón de su reinserción no simplemente teológico-religiosa en Israel sino también histórica, institucional en el tronco del pueblo judío; y la espera de la reintegración del resto del pueblo elegido al mesianismo cumplido de Cristo debe ser la conciencia de la más urgente conquista espiritual del catolicismo: la conversión del pueblo judío no es simplemente un misterio de evangelización ni de apostolado, es el misterio que estructura a la Cristiandad, que le da su sentido de pueblo de Dios. Por ello, la comunidad que es la Iglesia tiende a la reintegración con el pueblo de Israel, a su unión viviente en Cristo para que el reino davídico de estirpe judía dé sostén profundo a la vida temporal de la Iglesia. Las ramas naturales del olivo –conforme a la imagen paulina– han sido desgajadas para dar inserción al olivo silvestre; pero este desgajamiento, esta violencia, este quebrar la fuerza de las ramas naturales nos ha dado a nosotros la fuente de las aguas de Dios. Y la Cristiandad debe sentir la herida de ese desgajamiento, ese dolor de parturienta que ve morir el hijo entrañado para adoptarnos a nosotros a la promesa que a Israel le pertenece en justicia y a nosotros en misericordia. El poder temporal de la Iglesia es ese reino davídico que busca reincorporar al pueblo israelítico; el ritmo temporal de la Cristiandad está levantado sobre ese reencuentro con el pueblo elegido en la fe y en la historia.

La pérdida de ese sentido histórico de la vida de la Iglesia de Cristo ha hecho perder igualmente el sentir esa exigencia de visibilidad, de realidad dichosamente tangible que es la Iglesia; en cambio, ha traído como consecuencia una visión del tiempo desposeída de la vena divina de una temporalidad que le pertenece por institución a la Cristiandad. Una Iglesia casi atemporal, ahistórica, levantada en su puro espiritualismo no es un concepto católico: el catolicismo sabe que él mismo existe «en la plenitud de los tiempos», que su existir temporal tiende a una plenitud histórica; de este modo, la eternidad tiene en la vida temporal ese perfecto sentido de la consumación de todo tiempo en la presencia e indivisa posesión de la vida divina.

Por eso también el sacerdocio católico ha perdido su honda existencia de institución social. Es un sacerdocio de tal modo empobrecido por el olvido de una cristiandad verdadera que su inserción en la sociedad es extraña, como adventicia y furtiva; habiéndonos despojado de un tiempo en el cual se cumple el paso de nuestro peregrinar terrestre se nos ha desposeído de un sacerdocio de realeza mesiánica que es perfección y consumación de la sociedad de los hombres. Comprendemos ahora la angustia de «actualizarnos», de ser «de nuestro tiempo»; pero la conciencia de nuestra necesidad de actualizarnos nos es puramente conciencia de haber vivido a espaldas de «nuestro tiempo», no es peso de antimodernos que nos agobiaría; sino la lucidez consciente de que nuestro tiempo se nos ha escapado porque no hemos vivido el tiempo, la temporalidad pura de la Iglesia de Dios; no es la conciencia del tiempo del mundo lo que debe preocuparnos en demasía sino la conciencia y lucidez del tiempo de la Iglesia: el Cuerpo de Cristo no mendiga su tiempo del mundo sino que da su temporalidad a las cosas terrestres, ésta es la donación que la Cristiandad hace al mundo como parte de su misión y su sacramentalismo. 

* En «Revista Diálogo», Año 1, n°2, verano 1954, pp. 5-9.


[1] El poder de la Iglesia es uno, pero con unidad de todo potestativo; es decir, espiritual y temporal; pero ambos son mesiánicos en su esencia, aunque difieran en su alcance o virtualidad de poderes. Sin embargo, si bien son virtualmente diversos, esta diversidad no se extiende de tal modo que haga del poder temporal un poder indirecto de la Iglesia, como quieren tantos teólogos que se separan de la concepción agustiniano-tomista del poder político-mesiánico: lo temporal cae formal y directamente bajo el dominio de la Iglesia tal como le pertenece a la realeza de Cristo, y análogamente a la realeza de María, un dominio directo sobre las cosas temporales; de lo contrario, habría que afirmar que el poder mesiánico de Cristo sobre las cosas temporales es igualmente indirecto ya que la Iglesia lo tiene por participación formal y física de ese poder capital. Han sido, por tanto, también tales teólogos los que han ocultado el verdadero sentido de la temporalidad de la Iglesia, error que, substancialmente no es sino el desconocimiento de su estructura mesiánica. Por otra parte, además de la razón mesiánica del poder de la Iglesia, existe la razón de la reintegración del poder original que el primer hombre tuviera sobre lo temporal; es decir, el poder de Cristo en cuanto antitipo adámico retoma el dominio directo terrenal y este mismo poder es trasvasado a su Iglesia como un condominio que el Esposo entrega a su Esposa para el cumplimiento y la perfección de la vida nupcial del pueblo de Dios.

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