«La causa del mal» - Eugenio Vegas Latapié (1907-1985)
Una exacta y magistral síntesis de la
historia de España de los últimos siglos. Con una aguda intuición de los efectos que luego traerían las causas allí señaladas; y de una asombrosa actualidad.
En su número 85, ACCIÓN
ESPAÑOLA del 1 de marzo de 1936, publicaba el último de sus editoriales:
LA CAUSA DEL MAL, debida a la pluma de nuestro amigo Eugenio Vegas Latapié, académico
numerario de la Real de Ciencias Morales y Secretario del Consejo de Estado.
Este editorial le valió ser galardonado con el premio «Luca de Tena 1936», y
fue reproducido en la ANTOLOGÍA de ACCIÓN ESPAÑOLA, publicada en Burgos, un año después. Su contenido, que era entonces de
gran actualidad, sigue siéndolo hoy en idéntico si no mayor grado. Por eso, creemos
oportuno reproducirlo aquí en VERBO seguros de que para nuestros lectores les
será motivo de seria reflexión y enseñanza.
España
agoniza de ignorancia desde que olvidó los verdaderos principios religiosos,
sociales y políticos. Hace dos siglos que sus clases directoras, las que en toda
sociedad digna de tal nombre hacen el oficio de cabeza, han venido abdicando
lentamente sus funciones, con lo que dejaron a la multitud, sin pastores ni
maestros, en el mayor abandono y la más tremenda confusión.
El mal de
España no es otro que la carencia de minorías directoras dignas de tal nombre.
Una minoría de conquistadores en el siglo XVI civilizó y evangelizó todo el
mundo. Pero aquellos esforzados varones llevaban en una mano la Cruz y
esgrimían con la otra la espada. La fuerza abría camino a los misioneros y
amparaba sus vidas; con ellos llegaba la verdad.
En el siglo
XVIII, unas clases directoras, infeccionadas del escepticismo filosófico
francés, dejaron de creer en ella; y haciendo caso omiso de sus fueros y
derechos, se dedicaron a sembrar los principios revolucionarios. En estos
principios, triunfantes en Francia en 1789, se encuentra en germen, como muy
acertadamente observa Spengler, el anarquismo y bolchevismo que hoy nos
amenaza. Durante siglo y medio, casi ininterrumpidamente y sin excepción, las
clases directoras de España se dedicaron a descatolizar y desespiritualizar a nuestro
pueblo. Dos veces la Revolución venció en guerra a los defensores de la
Religión y de la Patria que se acogieron a la bandera de los pretendientes de
la dinastía carlista. En sus filas había pocos pensadores y pocos aristócratas;
las nutrían, en cambio, copiosamente el clero y el pueblo. No sólo Cataluña y
Navarra y Valencia y las Vascongadas se destacaron en éstas que Menéndez y
Pelayo calificó muy acertadamente de guerras de religión; también registra la
historia hechos gloriosos de los tercios y batallones castellanos, andaluces y
gallegos. Pero ni el esfuerzo heroico ni la sangre de los mártires pudieron
impedir el triunfo de la Revolución. Los carlistas, tantas veces vencedores en
el campo de batalla, no lograron salir triunfantes de ningún combate en el
campo del pensamiento, que es donde definitivamente se liquidan las grandes
querellas. La causa de la Religión y de España, cuya defensa asumieron los
príncipes carlistas, fue pródiga en héroes, pero careció de pensadores y de
estudiosos, que, en los años de paz, conservaran y acrecentaran las energías de
la España católica, reafirmándola en la verdad de su Santa Causa a la luz de
los desastres que sus triunfantes rivales, los secuaces del liberalismo,
coleccionaban apresuradamente.
Hasta el
último cuarto del siglo XIX tuvo, sin embargo, la causa de la verdad, ya que no
una pléyade de maestros, un crecido número de sacerdotes y prelados que, a
riesgo de rigores, repetía sin descanso las condenaciones que, reiteradamente,
había lanzado Roma contra los principios fundamentales del entonces llamado
Estado nuevo. Mientras no faltaron quienes predicaran contra el liberalismo, la
separación de la Iglesia y del Estado, el matrimonio civi1, el divorcio, la
escuela sin Dios, hubo luchadores que salieron al campo a defender a precio de
su vida las bases de la civilización cristiana.
Pero llegó un
tiempo en que se pretendió conciliar los principios de la Revolución con el
interés egoísta de los católicos. Tras D. Alejandro Pidal, fueron muchos los
prelados, los religiosos y los seglares que quisieron convivir con la
Revolución disimulada y sorda que, para desgracia de España, inoculó Cánovas en
las instituciones de la Monarquía restaurada. Fueron registrándose bajas entre
los defensores de la verdad íntegra, con lo que se dilataba el campo de los
satisfechos con las exterioridades de una Monarquía católica; y así
transcurrían aquellos días de España, aparentemente apacibles, entre los que es
preciso contar como especialmente lamentable aquel del año 1906, en que, no
obstante haber sido vencida en reñida contienda la llamada teoría del «mal
menor», la parte más importante del catolicismo español se decidió a ingresar alegremente
en el anatematizado Estado liberal que de un modo fatal, por razón de su misma
esencia, había necesariamente de arrastramos a la situación presente.
No faltó
entonces quien propagara, con reiteración, máximas tan falsas como la de que el
derecho público no es católico ni protestante; ni quien sostuviera la torpe
afirmación de que el día en que los anarquistas conquistaran la cumbre de la
legitimidad por medio del sufragio, había que acatar al anarquismo. Los
maestros del catolicismo español prefirieron, tras largas décadas de lucha,
reconciliarse con el Poder público para vivir tranquilamente durante algún tiempo,
mientras daban al olvido el deber elemental de advertir a los demás del peligro
que se les venía encima, y ungían, poco menos que como a caudillo del
catolicismo español, al mismo hombre que sustentaba con tan buena voluntad como
grave error las dañosas doctrinas.
En aquel
medio de paz aparente y progreso material, de euforia y optimismo de todas
nuestras clases directoras, políticas, eclesiásticas, militares e intelectuales,
eran voces que clamaban en el desierto los que –fundadas en la verdad y en la historia–
se hacían oír de vez en vez; en 1910, por ejemplo, era Menéndez y Pelayo quien,
con ocasión del centenario de Balmes, pronunciaba aquellas palabras tantas
veces reproducidas en nuestras columnas: «Hoy
presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por
gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las
pocas fuerzas que le restan, y, corriendo tras vanos trampantojos de una falsa
y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es el único que
redime y ennoblece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su
pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo
contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la historia los hizo grandes,
arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos
la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyo
recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía». En 1913 era
Vázquez Mella quien, ante el nuevo ataque que los ministros de la sedicente
Monarquía Católica dirigieran contra la Iglesia, exclamaba: «¿Volverá el silencio a extender sus negras
alas sobre nosotros y a recogerlas sólo algún tiempo para que se oiga y se
perciba mejor el crujido del templo que se desmorona, de la lámpara del
santuario que cae, de las disputas de los fieles entre sí, y hasta el sollozo
de los cruzados que dejan en el suelo las espadas para llevarse a los ojos los
pañuelos?». Y más adelante añadía: «Cuando
no se puede gobernar desde el Estado con el deber, se gobierna desde fuera,
desde la sociedad, con el derecho. ¿Y cuando no se puede gobernar con el
derecho solo, porque el Poder no lo reconoce? Se apela a la fuerza para
mantener el derecho y para imponerle. ¿Y cuando no existe la fuerza? Nunca
falta en las naciones que no han abandonado totalmente a Cristo, y menos en
España; pero si llegara a faltar por la desorganización, ¿qué se hace?, ¿transigir
y ceder?; no. Entonces se va a recibirla a las catacumbas y al circo, pero no
se cae de rodillas porque estén los ídolos en el Capitolio».
Nuestras
clases directoras, sordas a los repetidos avisos de los pocos hombres
clarividentes que había en España, cerrados los ojos a todo estudio profundo de
las realidades nacionales, arrumbados los libros de historia y de derecho
público cristianos, creyeron, en su ceguera, que España era un edén, un
verdadero anticipo de la gloria, y por los días de la consagración oficial de
la nación al Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles, muchos religiosos y
elevadas dignidades eclesiásticas estimaron que había llegado el momento de
sustituir en aquella promesa que anuncia que el Corazón de Jesús reinará sobre
España el futuro por el presente. La ceguera unánime de esas clases directoras
no podía ser más absoluta. A fuerza de no querer enterarse, como era su
obligación, de las verdaderas doctrinas que deben regir la vida de los Estados,
creían vivir en el mejor de los mundos. Las insistentes y reiteradas enseñanzas
de los Pontífices, principalmente de Pío IX, León XIII y Pío X; los terribles
vaticinios de Donoso Cortés, Balmes, Aparisi, Menéndez y Pelayo, Nocedal y
Mella, por no citar más que autores nacionales; las sombrías perspectivas que
se presentaban a la vista de cuantos dirigían su mirada sobre la realidad de la
vida española, todo esto permanecía olvidado y desconocido para todos los
elementos directores de nuestra vida pública. Convivían gustosos con el
sufragio universal, que, según Cánovas profetizó, habrá de llevarnos al
comunismo, sin recordar que la Verdad y la Razón son independientes en
absoluto, y las más de las veces, contrarias de la voluntad de la multitud;
respetaban, sin combatirlas, todas las libertades que antaño nuestros obispos y
nuestras abuelos atacaron sañudamente titulándolas «libertades de perdición»;
nadie protestaba contra a deformación de las inteligencias, producida, so capa
de enseñanzas modernas, desde las cátedras universitarias; nadie articulaba
tampoco un sistema verdadero de doctrinas, ni recordaba nadie la obligación que
se tiene de luchar y morir por ellas.
Los más de
los componentes de nuestras clases directoras eran, en su vida privada, hombres
bondadosos, bienintencionados y cumplidores de sus deberes religiosos. Pero
como se habían dado al olvido las enseñanzas de la Iglesia en orden a la
actuación en la vida pública, y como nadie jerárquicamente autorizado se
preocupaba de recordarlas, venía a comprobarse una vez más, a nuestra costa, la
verdad de aquellas palabras de Le Play: «Los
errores, más que los vicios, son los que corrompen a los pueblos».
En tal estado
de olvido, o, por mejor decir, de ignorancia de las verdaderas doctrinas
sociales y políticas, llegó el año 1923, y con él el advenimiento de la
Dictadura. El general Primo de Rivera, cristiano, patriota y esforzado, fue
durante algunos años dueño de los destinos de España. Pero por nuestra mala
fortuna fue un dictador sin doctrina; la ausencia de ese contenido doctrinal
que nadie solvente y autorizado –Iglesia, agrupación cultural o partido
político– supo ofrecerle, impidió que llegara a construir nada estable. Y, en
1930, caída la Dictadura, nuestras clases directoras, unánimemente ciegas por
su falta de información doctrinal, estimaron llegado el momento de volver al
estado de paulatina descomposición desterrado temporalmente en 1923; lamentable
operación a la que solía aludirse con una designación que hoy nos parece
sangrienta: «la vuelta a la normalidad». Y la vuelta a la normalidad no fue
realmente más que el desencadenamiento de una furibunda y calumniosa campaña de
prensa y de tribuna, y la reiteración por todos del viejo y manido dislate de
que la multitud, por vía del sufragio, era dueña y señora de los destinos de
España. Las clases directoras, por culpable ignorancia, había traspasado a las
masas el ejercicio de la soberanía, y éstas, en lógico ejercicio de esta soberanía,
expulsaron de los puestos directores a los que las habían favorecido. El 14 de
abril no fue sino la consecuencia lógica de los principios doctrinales en que
se basó la Restauración canovista; y los incendios del 11 de mayo, como las
tiránicas y persecutorias leyes posteriores, no eran más que la consecuencia
inevitable de las propagandas que durante largos años gozaron del
consentimiento y aun de la protección de los ministros de la Monarquía liberal.
Si en 1923 o
en 1931 hubiese existido, como en 1870, un partido tradicionalista fuerte en
que poder agruparse las masas católicas, muy distintos y más risueños hubieran
sido los derroteros de la política española. Pero faltaba ese fuerte partido
netamente católico; los jerarcas de la Iglesia española y, siguiendo sus pasos,
los más de los religiosos y de los fieles, habían pactado de hecho con los
falsos principios de la Revolución a cambio de una precaria tranquilidad;
faltaba una escuela seria y fecunda que enseñase y defendiese los dogmas
fundamentales de la verdad política y los postulados del derecho público
cristiano, fuera de los cuales es imposible hallar la salud e inútil
perseguirla.
Para llenar
ese vacío nació ACCIÓN ESPAÑOLA, en la que se agruparon
inicialmente unas cuantas inteligencias que, individualmente, habían resistido
a tanta desastrosa concesión, sin renegar de las verdaderas doctrinas, y venían
de los partidos tradicionalistas, del campo católico sin filiación política, o
aun de vuelta de algunos de los partidos fieles a la dinastía que acababa de
caer. ACCIÓN ESPAÑOLA no intentó monopolizar
ninguna doctrina, ni mucho menos pretendió atribuirse la paternidad de la que
defiende. Su propósito es más modesto y, a la vez, más generoso. Ha pretendido
llenar el vacío que la falta de visión política que aún sigue siendo
característica de todos los directores de los grupos que se dicen
contrarrevolucionarios, dejaba abandonado para que acaso volviera a colmarlo el
error. Por desgracia, la incultura política subsiste, e incluso es fomentada; y
así vemos, a beneficio de expedientes de momento, cómo se postergan los
problemas doctrinales y la creación de un ambiente saludable. Los partidos
contrarrevolucionarios, lejos de dedicarse principalmente a propagar y difundir
el ideario que debieran defender, se olvidan de la suprema verdad política de
que las ideas gobiernan a los pueblos, y dedican todos sus esfuerzos y energías
a servirse de las instituciones revolucionarias, a la vez que familiarizan con
ellas a sus afiliados, a las que van tomando apego, con lo que, perdidos de
vista los fines perseguidos, se truecan de hecho, a su pesar, en agentes y
auxiliares de la Revolución.
El carácter
predominantemente electoral de los partidos políticos que se dicen
contrarrevolucionarios les ha hecho olvidar, en la preparación de las
elecciones y en la lucha por las actas, su verdadera misión de destruir, por
todos los medios lícitos, las instituciones revolucionarias y, entre ellas, las
falsas libertades y el sufragio universal.
El
desconocimiento de las verdades políticas y sociales por parte de las clases
directoras durante cerca de dos siglos ha sido la causa de que el mal
introducido por los ministros de Carlos III creciese y se propagase, haciendo
estériles todos los esfuerzos en contrario, hasta traernos a la angustiosa
situación en que nos encontramos. Mientras perdure la incultura política, que
hoy continúa reinando, será inútil cuanto se haga para sacarnos del caos
actual.
Sólo en el camino del saber encontrará luz la fe patriótica y política, y así solamente los sacrificios y la sangre que habrán de exigirse darán el fruto saludable que no consiguieron obtener los generosos esfuerzos prodigados en el curso del pasado siglo.
* En «Revista Verbo – Speiro», Madrid
– España; N° 145-146, 1976.
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