«Adviento – Solemnidad de la juventud» – P.Johannes Pinsk (1891–1957)

Cuando hablamos de Adviento como solemnidad de la juventud, esto debe ser entendido así: la actitud juvenil –el ser joven con sus exigencias esenciales– es la que recibe de la Iglesia una expresión solemne y una forma radiante el Adviento. Ser joven es, en su esencia, ser dirigido hacia el futuro. La suma de los años de vida no diferencia, decisivamente la juventud y la ancianidad. Se es joven en la medida en que la espera del futuro es el poder definitivo y moldeador de la vida, en tanto que es viejo aquel que sólo vive considerando el pasado en los recuerdos.

El Adviento de la Iglesia es la gran espera del gran futuro; gira en torno a la venida del Señor. Pero misal y breviario de la Iglesia Romana hacen distinguir claramente que no se evoca mucho Su venida a Belén. El nacimiento del Señor es, como acontecimiento histórico, el fundamento de la completa obra redentora de Cristo. Aun cuando no sea, en modo alguno, un suceso insignificante y accesorio, no es, sin embargo, nada más que el principio de la obra. Y nosotros, que estamos llamados a la obra de Cristo, no somos llamados a dicho principio. Éste queda, de una vez para siempre, detrás de nosotros. No obstante, estamos colocados en el camino que conduce a la perfección. Esta perfección consiste en la manifestación de la fuerza soberana de Cristo y en la admisión de la humanidad y del mundo en Su señorío. De esto hablan los textos litúrgicos de Adviento. El espacio, aquí, es demasiado limitado para que pudieran ser citado todos ellos. Por esto, sólo pido que los jóvenes católicos se dediquen con minuciosidad a estos textos del misal y breviario, los conozcan, y aprendan a pensar y discutir según su espíritu. Entonces comprenderán cuán grandiosa es una juventud para la que se abre tal futuro con la palabra de Cristo y en Su gracia.

El esplendor del Señor, que ha de venir, acrecienta el anhelo, y podría decirse que hace crecer la esperanza cada vez más semana tras semana. La apasionada exigencia que fluye en estos textos, pertenece también a la fiesta de la juventud. Justamente, en la vehemencia de la espera del hombre joven se hace vigilante y poderoso al dar de lado aquello que obstaculiza el camino para alcanzar lo anhelado. Ninguna época del año litúrgico está tan llena de expectativa y de esperanza como la del Adviento, y, por ello, ninguna época de la juventud lo está de tan justa forma como ésta.

Todos sabemos hasta qué punto puede tener la siguiente pregunta un efecto paralizante y deprimente: «¿Qué sucederá, qué vendrá?» Cuando esta pregunta no se contesta, el hombre se hace viejo, porque se remonta al pasado. Cuando esta pregunta es contestada, más o menos justamente, sobre pronósticos y experiencias que adquieren los hombres, queda en pie la inseguridad, igualmente un factor paralizante. Pero nosotros, como juventud cristiana, conocemos lo que ha de venir: «El Señor vendrá y con Él todos Sus santos y en aquel día será una clara luz». «El Señor vendrá, descendiendo en el esplendor y Su poder con Él, para visitar a Su pueblo en paz, y para crear vida eterna». «Ved, vendrá el Señor, nuestro protector, el Santo de Israel, la Corona del Reino sobre Su cabeza, y dominará, de mar a mar, desde los torrentes hasta los límites del orbe».

Estas promesas son fuente de consuelo y de alegría. Por esto, el tiempo de Adviento, a pesar del morado color litúrgico, es un tiempo de alegría profunda y reconcentrada, que se manifiesta no sólo en el Gaudete del Introito del tercer domingo de Adviento, sino que siempre impregna la plegaria de la Iglesia. Y se nos ha dado esta alegría a los que caminamos hacia el Señor que ha de venir, porque nuestro camino de encuentro es, al mismo tiempo, una correalización de Su venida. La Iglesia, que formamos nosotros, empuja al mundo, si es que puede decirse así, en su plegaria, en su ofertorio y en su función sacramental hacia el esplendor del Cristo que ha de venir. Es el órgano de Dios a través del cual es conducido el mundo a la luz del reino de Dios. Esto se hace evidente en la liturgia del Adviento en aquellos numerosos textos en los que son apostrofados Israel, Sión y Jerusalén. Lo que allí se dice al pueblo de Dios del Antiguo Testamento, que esperaba en su desarrollo histórico el tiempo mesiánico y su abundancia, vale tanto más para el pueblo de Dios del Nuevo Testamento, que prepara el definitivo señorío del reino de Dios: «Sobre ti, Jerusalén, irá el Señor y Su señorío se manifestará en ti». «De Sión viene el esplendor de Su señorío. Dios vendrá a la vista de todos».

A la luz de estos textos, la vinculación a la Iglesia da al verdadero hombre creyente una seguridad y una fuerza expansiva como no se encuentran en otra parte. ¿Dónde hay una espera cuyo principio sea tan seguro como la de la venida de Cristo? ¿Dónde hay una espera que encierre en sí tal abundancia de poder y esplendor, de riqueza y bienaventuranza, como la del reino de Dios? ¿Dónde hay una espera que ponga y eleve de tal manera las fuerzas y posibles acciones del hombre sobre todo lo humano, como la espera del nuevo cielo y de la nueva tierra, en la que todo lo creado y hecho históricamente experimente una consumación, de cuya extensión sólo podemos tener idea en la humilde fe?: «En aquel día gotearán dulzura las montañas y los cielos fluirán leche y miel». «Las montañas se abrirán a un bello júbilo y las colinas a la justicia; porque la luz del mundo, el Señor, viene con su poder». «Montañas y colinas alabarán a Dios, y todos los árboles del bosque palmotearán, porque vendrá el Gran Soberano, el Señor, al reinado eterno».

¿No viene a ser todo esto, configurado en las bellas formas de la liturgia de Adviento, una solemnidad maravillosa de la juventud, una espera y ambición juvenil de gloria? Todo lo que está viviente en el corazón del hombre joven es captado aquí, y llevado a una amplitud que significa, en verdad, juventud eterna. ¡Si nuestra juventud se abriera al espíritu de esta solemnidad de Adviento! ¡Si en presencia de esta última perfección que ella consigue, junto con la oración y vida creyente, viera lo trivial de todo lo que se le ofrece en provisionales y deficientes esperas y objetivos! Esto no quiere decir que nosotros, en el cumplimiento cristiano del Adviento, no tengamos ningún interés más en el mundo. ¡Todo lo contrario! Nuestro interés en el mundo es elevado, porque es nuestro mundo, que se perfecciona en el señorío de Cristo. Así, toda creación cobra en el mundo un ansia hacia la última perfección en Cristo, y únicamente ésta da a cada obra humana su grandeza, independiente de que el inmediato objeto de nuestra obra sea importante o insignificante en sentido terreno.

Quien en las semanas antes de Navidad crece así dentro del cumplimiento del Adviento de la Iglesia orante, verá y celebrará en otra luz, completamente distinta, Navidad, y lo que es más, Epifanía. Notará cómo los textos navideños de la liturgia, que serán sacados otra vez del misal y el breviario, ofrecen la respuesta al anhelo del Adviento. Muy especialmente es aplicable esto a la fiesta de Epifanía, en cuyo Introito y Epístola se presenta la coronación de todas las lecturas de Adviento y sus plegarias, y en relación con lo cual deben ser explicadas. Ambas fiestas, entonces, no son celebradas ya considerando sólo el pasado: principalmente la Navidad no será rebajada de una manera sentimental como fiesta de los niños. El histórico nacimiento del Señor en Belén se convierte, más bien, en garantía para la realización de aquello que la liturgia de Adviento había prometido, y ambas fiestas –Navidad y Epifanía– nos dan la fianza sacramental para la verdadera actualidad, aunque todavía escondida, de aquello que nos espera oculto al final de los tiempos.

Así, la celebración del Adventus Domini nos llena con la triunfante fuerza del Soberano sobre los reyes de la tierra, y nos hace tomar parte en la dichosa bienaventuranza de Aquél, que viene hacia aquí, en busca de la Iglesia como Su Esposa, para las bodas de la Vida Eterna.

* En «Hacia el centro», Patmos Libros de Espiritualidad 15, Ediciones Rialp S.A., Madrid – 1952, págs. 107-114.

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