«El Imperio no soñado» (fragmento) - Felipe Ximénez de Sandoval (1903-1978)
En el «Día de la Hispanidad», vaya esta publicación como homenaje y gratitud a España, nuestra madre patria y, en ella, a todos los conquistadores y
misioneros que nos han legado nuestro idioma castellano y la gracia de nuestra
santa religión.
[...]
Cristóbal el marino va y viene
con su niño de la mano desde la Rábida a Santa Fe de Granada. La urgencia de la
guerra con los moros aplaza un día y otro la decisión en el asunto. El genovés
maldice interiormente de tanto moro y tanto cristiano que retrasan por su
guerrita intrascendente el acontecimiento más grande de la época. ¿Qué importa
que Granada caiga o no caiga? ¿Puede tener más importancia una ciudad –aunque tenga dentro una Alhambra y cien mezquitas– que el camino que él está seguro de
hallar para Eldorados inmensos e incógnitos? La guerra de moros ha producido ya
los romances del Cid y los fronterizos. Las letras españolas necesitan nuevos
temas. La Historia está cansada de monótonas guerras y pasos honrosos. Hay que
darle argumentos inéditos y emocionantes para las Crónicas. España ha vivido ya
muchas Ilíadas y tiene cien héroes de tierra, tan ilustres como los capitanes
de Menelao de Esparta. En cambio, le falta un astuto Odiseo, dominador de
vientos y tempestades y que incorpore el Mar a su gloria. España padece sed de
Mar y hambre de Islas y él, Cristóbal Colón, sabe que puede ganárselas. Isabel
y Fernando tienen la mirada puesta en Granada –que ya ven desde la Sierra
Nevada– y en las costas de África, que también se perfilan allá lejos en los
días más claros. Sí; dominar las dos columnas de Hércules es un trabajo de
semidioses. Pero, ¿no se aventuraron también los semidioses por los mares
procelosos en busca de dudosas Atlántidas? ¿No vaticinaron esas tierras los
viejos poetas que la piel de toro alumbró para Roma? África no es importante
porque está cercana y no tiene misterio. África son alcázares y fuentes,
arrayanes y chumberas, minaretes y giraldas. Las Indias –seductora palabra con
miel de promesa y arrope de sorpresa– ¿qué serán? ¿Qué templos, qué pájaros,
qué frutas de sabor inédito, qué color y qué música?... Las Indias... Las
Indias... Las Indias... La intuición se hace sueño en los ojos del genovés, que
se cierran cada noche acunados por ese ritmo: ¡Las Indias, las Indias, las
Indias!...
Y de pronto, un desgarrón en el
sueño. ¿Y si no hay tales Indias?... Si no hay tales Indias, ¿qué habrá al
final del Mar?... Pero ¿el Mar tendrá final?... ¿Qué será esa línea confusa del
horizonte, donde los azules del cielo y del agua se funden en carmines y
morados?... ¿Cómo será ese lecho en que el Sol se sumerge cada noche?... Nadie
lo sabe. Nadie lo ha visto.
¡Ah, tus ojos tiernos, grumete
de la nave capitana, que han de ver por vez primera la luz que nadie ha visto!
Millones de seres murieron sin gozarla y tú la vas a ver antes de cumplir los
quince años. Y tendrás mucha vida para contársela a los hijos y a los nietos.
Cristóbal es ya viejo –más que de años, de desengaños– y no se lo podrá contar.
Pero lo escribirá. Y en su Diario de Navegación lo dirá con una sencillez
encantadora para los nietos de todos los hombres, que oirán embobados el cuento
de magia. Era noche de luna débil –el jueves 11 de octubre de 1492– cuando el Almirante
Cristóbal Colón vio lumbre «como una candelilla de cera que se alzaba y
levantaba, lo cual a pocos pareciera ser indicio de tierra». Los niños abren
más los ojos. «Para el Almirante, aquella candelilla eran las Indias. Las
Indias encontradas. Pero no eran las Indias».
–¿No eran las Indias, padre?...
Pues ¿qué era la candelilla?
–La candelilla era... ¡América!
–¿Y qué era América, padre?
–América era... una España mucho
más grande y mucho más bella, que escondida detrás del mar esperaba hacía
muchos siglos a los españoles. Era una España inmensa, de inmenso corazón, que
aún no sabía rezar ni cantar ni amar en castellano. Pero que tenía encendida su
candelilla para que los españoles que venían a enseñarle todo eso –y mil
millones de cosas más, aprendidas a costa de mucho dolor sobre su vieja piel de
toro– no extraviaran el camino.
–¿Y qué hizo el Almirante,
padre?
–El Almirante bendijo a Dios y a
España y al Mundo Nuevo y lloró.
–¿Es que los hombres lloran,
padre?
–Los verdaderos hombres, que se
muerden los puños cuando el dolor les rompe el alma, lloran de alegría cuando
Dios es bueno con ellos.
¡Ah, sí, tenían razón Fray Juan
Pérez, Prior del Convento de la Rábida, y Fray Antonio de Marchena, antiguo
confesor de la Reina, y el escribano Luis de Santángel, y el contador Alonso de
Quintanilla, y el camarero Juan Cabrero, y los pilotos Ferrer de Blanes y
Alonso Pinzón, y Fray Diego de Deza, y el Duque de Medinaceli, y la Reina y el
Rey, que le creyeron y le dieron tres carabelas y el Almirantazgo!... Tenían
razón los intuitivos frente a los fríos y a los cautos, que por nada bello ni
maravilloso se apasionan. Tenían razón los frailucos con fe y los marinos con
alma marinera e intrépida, frente a los sabios cosmógrafos anclados de la
Escuela de Náutica de Sagres o en la Universidad de Salamanca. Tenían razón los
audaces frente a los timoratos, los valientes frente a los expertos, los
jóvenes frente a los viejos. Con rumbo a Occidente se podía llegar a Oriente.
La tierra era redonda como una perla. Las Indias no eran las Indias de las
Especias ni el Cipango de las Pagodas ni el Catay de los mandarines. Las Indias
no eran las tierras de los hombrecitos de marfil y los ojos oblicuos. Pero eran
las Indias españolas. Las Indias que tendrían unas leyes cristianas redactadas
en un idioma que aprendería a pronunciar el Emperador de Europa para hablar con
Dios. Las Indias de los Buenos Aires y de las costas y los puertos ricos. Las
Indias donde un Perú valdría más que un Eldorado, donde habría un mar dulce con
amazonas y territorios colorados y
montañas nevadas y sonoras. Las indias que necesitaba España descubrir para
Dios, porque Dios la había elegido como madre de veinte naciones cristianas que
amarán la justicia y la poesía, la libertad y la gloria. Tenía razón Colón
contra el mundo, aun cuando, en lugar de la pimienta y el clavo, la canela y el
benjuí, al aloe y la nuez moscada que apetecía Europa, se trajese de sus viajes
en las carabelas para España un Imperio que España no había soñado.
✠✠✠ ✠
Luego, ya fueron otros...
No es
despectivo, no. Los otros se llamaban Cortés, Pizarro, Balboa, Orellana, Ojeda,
Juan de la Cosa, Magallanes, Ercilla. Las Casas, Montesinos, Sandoval,
Albornoz, Bernal Díaz, Alvarado, Valdivia, Almagro, Coronado, Elcano, Legazpi y
mil nombres más de Castilla, Extremadura, Andalucía, Vasconia, Galicia y
Cataluña. Navegaron, lucharon, vencieron, legislaron, descubrieron, cantaron,
civilizaron. Sus espadas y sus proas dieron a España el Imperio azteca de
México y el incaico del Perú. Domaron al fiero Arauco, se asomaron al Pacífico,
se adentraron corrientes arriba por los ríos de la Plata, Marañón, Colorado y
Misisipi. Atravesaron los Andes y hallaron la Tierra del Fuego, y el Cabo de
Hornos y el Estrecho dificilísimo que enlazaba los dos Océanos. Revolvieron y
escudriñaron tierras y mares, montes y valles, dándoles nombre, Dios y Rey a
todos. Se casaron allí y engendraron hijos. Cultivaron los campos y alzaron monumentos
grandiosos donde el barroco español –como el idioma y los cánticos de España–
adquiriría en la piedra un peculiar acento –más que estilo– colonial.
Pero ya eran otros hombres y
otras ideas. Sabían adónde y a qué iban. Ambicionaban una gloria inmensa, pero
concreta. Ya iban por, no iban a. Cada uno salía de España con un sueño
de realidad, no con una intuición. Luego, el ambiente y la exaltación de aquel
mundo virgen les realizaba sueños distintos a los que les dieran el impulso
viajero. A unos América les dio la noche triste, a otros las Santas Rosas de
Lima y a otros la inspiración de sus heroicas octavas reales. A muchos, dulces
indias para el amor y a otros encrucijadas con flechas para la muerte. A todos
gloria e inmortalidad, fama y estatuas, oro y dolor, crónica y cantar de gesta.
Pero sólo al Almirante, América
le dio la bienvenida con aquella «candelilla como de cera» –un gusanillo de
luz, un cucuyo, en Dios sabe qué montaña– que él nos cuenta a los nietos de
todos los hombres en la página más sencillamente emocionante de la Historia de
la Humanidad.
* En «La Piel de Toro – breve
historia de España», Ediciones Nueva Hispanidad – Buenos Aires, Argentina –
2000; con prólogo de Blas Piñar.
blogdeciamosayer@gmail.com
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