«Carta a Charles Maurras» - Ernesto Psichari (1883-1914)
Agosto de 1913
Estimado señor:
Me excuso por agradecerle tan
tarde el envío, halagüeño con exceso, que ha tenido a bien hacerme de su libro.
Doblemente crucificado a un sable de oficial y a una pluma de escritor, llevo
una vida sin respiro, en la que a menudo me veo forzado a descuidar así mismo
mis deberes más caros y más urgentes. Y además, ¿se lo he de confesar?, la
lectura de La «Action Francaise» y la
religión católica ha despertado en mí sentimientos tan complejos y a la vez
tan intensos que temía, al tomar la pluma, debilitar su expresión.
No mida, pues, por el tiempo
transcurrido desde su generoso pensamiento, la magnitud de mi reconocimiento y
la amplitud de mi admiración. Y en cuanto a mi admiración, estoy contento de
que me haya dado ocasión de expresarle un sentimiento tan antiguo, tan
constante, tan ligado a mí mismo como ése. Es Ud. el único hombre de nuestros días
–y hay que remontar mucho en el pasado para encontrar un pensador que se le
compare–, el único que haya construido una doctrina política realmente
coherente, realmente grande; el único que haya aprendido la política, no en
cotorreos y asambleas, sino en Aristóteles y Santo Tomás; el único, en fin, que
haya aportado a esas delicadas cuestiones la inteligencia que da una vasta
cultura cuando se la ha adquirido en la soledad y la meditación.
He ahí lo que me ha seducido
desde hace mucho en su talento, no menos que la hermosa rectitud francesa de su
estilo y la elevación universalmente venerada de su carácter.
Pero en su último libro, en la
lectura de ciertas páginas –como las de su notable capítulo El incrédulo y el beneficio del catolicismo[1]–,
he sentido algo más que respeto por su sinceridad y algo más que admiración por
sus profundos análisis, un verdadero afecto que radica, creo, en la misma
fuerza de mis creencias católicas. Si entiendo bien, sus enemigos le reprochan
no tener la fe. ¿Hay reproche más absurdo, aun desde el punto de vista
teológico? Sólo son condenables los que rehúsan la gracia que se les ofrece y
que, enceguecidos por la luz, persisten en quedarse en la sombra. Esos cometen
el pecado contra el Espíritu Santo, el único, dice Nuestro Señor, que no tiene
remisión. Pero ante su evidente buena voluntad, ante la indiscutible buena fe
de su busca, ¿qué nos queda por hacer a nosotros, cristianos, sino rogar muy humildemente
por Ud., sin creernos mejores que Ud, y sin prevalernos de gracias
deslumbrantes que Dios se ha dignado acordarnos de manera absolutamente
gratuita y sin ningún mérito de nuestra parte?
En cuanto a mí, he visto en su
libro muchas cosas que no están escritas en él. He creído leer entre líneas lo
que un legítimo orgullo le vedaba decir. Pero pese a la claridad que da la
simpatía y sus explicaciones muy precisas, ignoro la calidad, la naturaleza
íntima, la realidad viviente y profunda de esas andanzas. Nada me parece, pues,
más horrible que rozar esas intimidades sin esa compasiva solicitud que falta
enojosamente a sus enemigos. ¿A qué delicadas regiones del alma descendemos
aquí? Me hallaba últimamente en París, donde, naturalmente, no oía hablar de
otra cosa que de su libro. Uno de mis amigos, católico y por lo demás,
simpatizante con sus ideas, se extrañaba de que Ud. haya, al final de su carta
al Santo Padre, solicitado la bendición apostólica. ¡Qué natural me parece a
mí! En 1911, no teniendo aun la fe que únicamente dan los sacramentos, escribía
yo a monseñor Jalabert, obispo de Senegambia, como un verdadero hijo de la
Iglesia. ¿Fingimiento, artificio, hipocresía? Ninguno de los que han amado a la
Iglesia antes de creer en ella lo dirá. Y Ud. no sólo la ha amado, sino que ha combatido
por ella, la ha amado con el sudor de su frente; es Ud. en verdad su hijo
escondido.
Lo que no impide que lo proclamen
su enemigo. ¿Pero fuera de sus colaboraciones precisas a la acción católica, el
ejemplo de un hombre incrédulo que reconoce él mismo la excelencia de la
Iglesia, no es en cierto modo una prueba en favor de esta Iglesia y el homenaje
más magnífico que se le pueda tributar? ¿Sus argumentos no adquieren, acaso,
por el hecho mismo de su incredulidad, un poder mayor y una fuerza de
convicción más operante? Por lo demás, si sus contradictores no lo han visto,
tanto mejor para nosotros, porque al responderles ha lanzado Ud. nuevamente a
la circulación útiles y profundas ideas.
Ciertamente, pedimos a Dios con
todo el corazón que le dé la plena luz de la fe, en primer lugar porque Ud.
merece más que ninguno esa paz dichosa que sólo ella puede dar, y después
porque Ud. sería seguramente un incomparable defensor de esa fe. Pero decimos
también que la Iglesia no puede sino aprovechar la gran corriente de ideas
sanas y robustas cuya fuente es la Action
Francaise. Y me parece que esa sanidad, ese equilibrio superior han de
aparecer a todos, hasta a los que, como yo, reconocen la solidez filosófica de
sus doctrinas y la justicia de sus miras históricas, pero que, por una
indiferencia quizá culpable en materia política, nunca han reflexionado
seriamente en las posibilidades prácticas de sus conclusiones y no han tenido
el tiempo de tomar partido…
Excúseme, estimado señor, toda esta
charla. Retenga tan sólo de ella, se lo pido, la expresión de la ardiente
simpatía que me inspira su persona y su obra, para lo cual no encuentro
expresión justa, en la prisa que me corre. Tenga también la seguridad de mi
gratitud por la dedicatoria amable que tanto encarece su libro para mí, y por
la nota demasiado indulgente de la página 199[2].
Mi pobre libro, cuyas deficiencias de fondo y de forma percibo cruelmente, no
merecía, se lo digo sin falsa modestia, ese exceso de honor. Reciba al menos el
homenaje de mi respetuosa adhesión.
Ernesto Psichari
* En «Cartas del Centurión», Editorial Sapientia – Buenos Aires 1946.