«La Batalla de Lepanto» (fragmento) - William Thomas Walsh (1891-1949)
«Aquí
venceremos o moriremos», gritó Don Juan, exultante; y ordenó que se desplegara
la bandera verde, que era la señal convenida para que todos se pusieran en
orden de batalla. Las múltiples filas de remos de las seis galeazas venecianas
se hundieron en el mar, impulsando a las pesadas embarcaciones a las posiciones
designadas: dos delante de cada cuerpo de naves, a una milla de distancia.
El veneciano
Barbarigo, con sesenta y cuatro galeras, se extendió, tan cerradamente como
pudo, hacia la costa de Aetolia, para evitar un movimiento envolvente del
enemigo por el Norte. Don Juan mandaba el centro, formado por sesenta y tres
galeras, con Colonna y Veniero a ambos lados de él, y Requeséns detrás. El
escuadrón de Doria, de sesenta naves, formaba al ala derecha, hacia el alta
mar, en el lugar más peligroso. Treinta y cinco navíos quedaban a retaguardia,
a las órdenes del marqués de Santa Cruz, con instrucciones de prestar ayuda si
fuera necesario. Así formada, la gran escuadra avanzó por el golfo de Patras,
como un gran arco extendido por legua y media del mar, alineándose gradualmente
según iba apareciendo el enemigo. Los turcos, que tenían en total 286 galeras
(pues Hascen Bey acababa de llegar con 22 naves más de Trípoli), contra 208 de
los cristianos, estaban decididos a luchar, y comenzaban a preparar los puentes
para entrar en acción. Mohamed Siroco se opuso a Barbarigo, con 55 galeras. Alí
Pasha y Pertew, con otras 96 hizo frente al grupo de Don Juan. Aluch Alí, con
73, estaba del lado de alta mar, dando la cara a Juan Andrea Doria. Tenían
también un escuadrón de reserva en retaguardia. El viento soplaba hacia el Este,
empujando a los turcos, con sus velas hinchadas, mientras que los cristianos
tenían que hacer uso de los remos; pero al caer la tarde, el aire casi por
completo amainó. Pasaron cuatro horas más, preparándose las dos armadas para
luchar.
Doria, entre
tanto, fue en una nave ligera a consultar con Don Juan y los otros jefes. Según
una versión, se opuso al principio a dar la batalla a un enemigo que tenía sobre
ellos preponderancia manifiesta en buques pesados. Pedía, por lo menos, un
consejo de guerra. Pero Don Juan exclamó: «Es hora de luchar y no de hablar»; y
así se acordó. Según Cabrera, Doria no sólo dio la últimas disposiciones para
la batalla, sino que fue el que sugirió que le generalísimo ordenara que
cortasen los espolones de las proas
de sus galeras. Eran espolones puntiagudos, de catorce pies de largo, que al
impulso de los cien remeros se hundían en el costado de la nave enemiga,
causándole grave daño. Mas era evidente que al pelear en un espacio pequeño,
juntos casi los navíos, no servían para nada. Sin ellos, Don Juan podría
colocar sus cañones más bajos y herir los cascos de las embarcaciones turcas
más cerca de la línea de flotación, Se decidió hacerlo así, y, uno tras otro,
los espolones fueron cayendo, haciendo salpicar las aguas del mar en calma.
El joven
almirante, con su armadura dorada, fue en un barco rápido, de nave en nave,
llevando un crucifijo de hierro, que mostraba a los que iban a luchar. «Ea,
soldados valerosos –gritó– tenéis el tiempo que deseasteis; lo que me tocaba,
cumplí; humillad la soberbia del enemigo, alcanzad gloria en tan religiosa
pelea, viviendo y muriendo siempre vencedores, pues iréis al cielo». La
presencia de su gallarda figura juvenil y el sonido de su voz fresca produjeron
un efecto sorprendente. Un grito inmenso le contestó en cada barco. Y una larga
aclamación atravesó el mar rutilante, cuando el estandarte de la Liga del Papa,
con la imagen de Cristo Crucificado, iluminado por el sol, se alzó en la Real, junto a la bandera azul de Nuestra
Señora de Guadalupe. En el mástil delantero de su capitana Don Juan había
colgado un crucifijo, lo único que pudo salvar cuando un incendio destruyó su
casa de Alcalá.
Y en aquel
instante el viento, que hasta entonces había favorecido a los turcos, saltó al
poniente, y las galeras cristianas fueron empujadas hacia el enemigo. Alí
Pasha, en el centro de la escuadra mahometana, abrió la batalla con un
cañonazo. Don Juan contestó con otro. Cuando los remos turcos empezaron a batir
las aguas, las seis galeazas venecianas abrieron sobre ellos el fugo de sus 264
cañones. No fueron sus disparos tan mortíferos como se creía, pero lograron
romper la línea enemiga. El ala derecha de los turcos se esforzaba por ganar el
mar libre, entre los venecianos y la costa aetoliana. Cinco de sus naves
rodaron la galera de Barbarigo, y los arqueros moros lanzaron sobre ella una nube
de flechas envenenadas, que preferían, por su mortal eficacia, a las armas de
fuego. Los barcos se abordaron, y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. El gran
Barbarigo luchó como un león, hasta que, habiendo apartado el escudo de su cara
para dar una orden, una flecha se le clavó en un ojo.
El ala
derecha cristiana es la que tuvo que sostener el ataque más recio de los
turcos. Doria era temido y respetado por los musulmanes. Ocupaba, además, el
lugar más peligroso, donde sólo contaban la estrategia y la ciencia marinera.
Si había un rival digno de él entre los marineros del Mediterráneo, era Aluch
Alí, el apóstata italiano. Cuando el ala izquierda turca trataba de ganar alta
mar, en un movimiento envolvente, Doria extendió su línea más hacia la
derecha, dejando un espacio entre su escuadra y las naves del centro cristiano.
Aluch Alí cambió entonces rápidamente de dirección y avanzó por el espacio
libre con sus mejores buques, mientras sus galeras pesadas tomaban a los
genoveses por el lado del mar libre. Doria, aunque abrumado por el número de enemigos,
luchó de un modo magnífico. En diez de sus buques murieron casi todos los
soldados en la primera hora de la lucha. El puñado de los que sobrevivieron
continuó pelando y defendiendo desesperadamente sus naves, con la esperanza de
que llegara el socorro a tiempo.
Pero la
reserva de Santa Cruz había ido en ayuda de algunos de los venecianos de la
izquierda; y en cuanto a los navíos del centro cristiano, estaban empeñados en
una contienda mortal con el centro turco. En efecto, así que Alí Pasha vio las
santas banderas flotando en la galera de Don Juan, se lanzó recto hacia ella.
Los dos enormes cascos chocaron, proa con proa. La nave de Alí Pasha era más
alta y pesada, y la tripulaban 500 genízaros escogidos.
Entonces se
vio hasta qué punto fue prudente el consejo de Doria de quitar los espolones, pues mientras el fuego de la
artillería turca pasaba a través del cordaje de la Real, Don Juan, tirando más bajo, sembraba la muerte en las filas
de genízaros. Lucharon en ambas naves cuerpo a cuerpo, de puente a puente,
durante dos horas. Siete galeras turcas acudieron en ayuda de La Sultana, y a medida que caían los
genízaros sobre el puente, eran reemplazados por otros de las embarcaciones de
reserva. La horda de los turcos, con terribles alaridos, penetró dos veces en
la Real, hasta el mástil principal, y
dos veces los españoles los rechazaron. Pero Don Juan tenía ya muchas pérdidas
y sólo dos naves de reserva. Luchando valerosamente, rodeado de unos pocos
caballeros españoles, fue herido en un pie. Su situación era muy crítica,
cuando Santa Cruz, después de salvar a los venecianos, vino en su ayuda y envió
a bordo 200 hombres de refresco.
Enardecidos
por el refuerzo, los españoles se lanzaron tan furiosamente sobre Alí y sus
genízaros que los rechazaron hasta su propio barco. Hasta tres veces cargaron
los cristianos, y las tres fueron rechazados por los turcos de los puentes, que
estaban rojos y resbaladizos de sangre, llenos de montones de cadáveres, de
troncos terriblemente lacerados, de piernas y brazos que se estremecían aún. Las
dos escuadras estaban unidas en un abrazo de muerte; los barcos, en grupos de
dos o tres, se entrechocaban en el agua, teñida ya de rojo, en la que flotaban
cuerpos y miembros destrozados. El estruendo de los mosquetes, los gritos de
rabia y dolor, el choque de los aceros, el tronar de la artillería, la caída de
los mástiles quebrados y el chapoteo de las aguas sangrientas sobre los cascos,
resonaron horriblemente durante toda la tarde del domingo. Se hicieron cosas
terribles y magníficas. El viejo Veniero, con sus setenta años, luchó espada en
mano a la cabeza de sus hombres. Cervantes se levantó con fiebre de su lecho,
para combatir y para perder en la lucha su mano izquierda. El joven Alejandro
de Parma entró solo en una galera turca, y lo pudo contar.
El momento era crítico y el final todavía dudoso, cuando Alí Pasha, el Magnífico, defendiendo su nave del último empuje cristiano, cayó derribado por la bala de un arcabuz español. Su cuerpo fue arrastrado hasta los pies de Don Juan. Un soldado español se abalanzó, triunfante, sobre él, y le cortó la cabeza. Una versión dice que Don Juan le reprochó esta brutalidad. Otra, tal vez más probable, cuenta que el príncipe clavó la cabeza en la punta de una larga pica y la alzó para que todos la viesen. Gritos frenéticos de victoria salieron de los cristianos de la Real, a la vez que arrojaban al mar a los descorazonados turcos y que izaban el estandarte de Cristo Crucificado en el palo mayor de la Sultana. No había ni un solo agujero en la santa bandera, aunque todo a su alrededor estaba acribillado y el tronco del mástil que lo sustentaba erizado de flechas, como un puerco espín. De barco a barco corrió un clamor de triunfo, con la nueva de que Alí Pasha había muerto y de que los cristianos habían vencido. El pánico se apoderó de los enemigos, y ya sólo pensaron en huir.
Al caer el
sol sobre Cefalonia el ala derecha de Doria seguía luchando aún, furiosamente,
con los argelinos. Juan Andrés estaba rojo de sangre de pies a cabeza, pero
escapó sin un rasguño. Cuando Aluch Alí vio que la escuadra turca llevaba la
peor parte, se lanzó hábilmente entre la derecha y el centro de los cristianos.
En la retaguardia de la escuadra de Doria se enfrentó con una galera de los
caballeros de Malta, que especialmente odiaba. La abordó por la popa, mató a
todos los caballeros y a la tripulación y se apoderó del barco; pero le atacó
Santa Cruz y hubo de abandonar su presa, huyendo con sus cuarenta mejores naves
hacia el alta mar, iluminada de rojo por el sol, que se ponía. La escuadra de
Doria le persiguió, hasta que la noche y la tormenta vecina le obligaron a
desistir.
Los
cristianos se refugiaron en el puerto de Petala y contaron allí sus pérdidas,
que eran más bien pequeñas, y su botín, que era riquísimo. Habían perdido 8.000
hombres, de ellos 2.000 españoles, 800 de las tropas del Papa y 5.200
venecianos. Los turcos perdieron 224 navíos; 130 capturados y más de 90
hundidos o incendiados; por lo menos, 25.000 de sus hombres perecieron; y más
de 10.000 cristianos, cautivos de los infieles, fueron liberados.
Don Juan
envió enseguida diez galeras a España para informar al rey, y despachó el conde
Priego, a Roma. Pero Pío V tenía medios más rápidos de comunicación que las
galeras. En la tarde del domingo 7 de octubre paseaba en el Vaticano con su
tesorero, Donato Cesis. La tarde anterior había pedido a todos los conventos de
Roma y de sus alrededores que redoblaran sus preces por la victoria de la
escuadra cristiana; pero en aquel momento oía a Cesis la relación de sus
dificultades financieras. De repente se separó de su interlocutor, abrió una
ventana y quedó suspenso, contemplando el cielo. Volvióse después a su
tesorero, y, con aspecto radiante, le dijo: «Id con Dios. No es ésta hora de
negocios, sino de dar gracias a Jesucristo, pues nuestra escuadra acaba de
vencer».
Y
apresuradamente se dirigió a su capilla, a postrarse en acción de gracias.
Cuando salió todo el mundo pudo notar su paso juvenil y su aire alegre.
Las primeras noticias de la batalla, a través de los agentes humanos, llegaron a Roma, desde Venecia, la noche del 21 de octubre, dos semanas justas después del suceso. San Pío fue en procesión a San Pedro, cantando el Te Deum laudamus. El Santo Padre conmemoró la victoria designando el 7 de octubre como fiesta del Santo Rosario, y añadiendo Auxilium Christianorum a los títulos de Nuestra Señora, en la letanía de Loreto.
* En «Felipe II», Ed. Espasa – Calpe, Madrid, 1951, pp.571-576.