Un leproso entre los leprosos
DANIEL-ROPS (Henri Petiot) (1901-1965)
«Decíamos ayer...» realiza esta publicación en homenaje y reconocimiento a todos aquellos misioneros católicos que, por los más remotos y hostiles sitios del mundo, hacen oblación de sus vidas por la conversión y salvación de las almas.
En mayo de 1873, en la isla de Maui, en el centro del archipiélago de las Hawai, seis sacerdotes se habían reunido en torno a Monseñor Maigret, Vicario apostólico y viejo pionero de la tarea evangélica en el Pacífico. Todos pertenecían a la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, que había fundado, ochenta años antes, en pleno terror revolucionario, el Padre Coudrin, y a la que se llamaba ordinariamente Picpuchinos, por el nombre de la calle Picpus, en París, donde se hallaba la casa-madre del instituto. Llevaban, por excepción, en lugar del muy gastado vestido de faena, la sotana blanca, adornada con dos corazones bordados en rojo, que sólo se ponían para las grandes ceremonias. Concluida la consagración de la Iglesia –que era el motivo de su reunión–, hablaron durante la comida de la situación de las Misiones del Pacífico. Parecía buena: habían pasado los tiempos en que un Padre caía apuñalado en las Tuamotu, o, en las Marsahall, un obispo, siete misioneros y diez religiosas perecían como mártires; los tiempos en que la persecución arreciaba en las islas Hawai. Hoy se alzaban hermosas iglesias en muchas de aquellas islas. ¿Y no crecía regularmente el número de los bautizados? El campo había sido trabajado y la mies crecía... Pero el más anciano de los misioneros, sacudiendo la cabeza, dejo caer una sola palabra: Molokai...
En mayo de 1873, en la isla de Maui, en el centro del archipiélago de las Hawai, seis sacerdotes se habían reunido en torno a Monseñor Maigret, Vicario apostólico y viejo pionero de la tarea evangélica en el Pacífico. Todos pertenecían a la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, que había fundado, ochenta años antes, en pleno terror revolucionario, el Padre Coudrin, y a la que se llamaba ordinariamente Picpuchinos, por el nombre de la calle Picpus, en París, donde se hallaba la casa-madre del instituto. Llevaban, por excepción, en lugar del muy gastado vestido de faena, la sotana blanca, adornada con dos corazones bordados en rojo, que sólo se ponían para las grandes ceremonias. Concluida la consagración de la Iglesia –que era el motivo de su reunión–, hablaron durante la comida de la situación de las Misiones del Pacífico. Parecía buena: habían pasado los tiempos en que un Padre caía apuñalado en las Tuamotu, o, en las Marsahall, un obispo, siete misioneros y diez religiosas perecían como mártires; los tiempos en que la persecución arreciaba en las islas Hawai. Hoy se alzaban hermosas iglesias en muchas de aquellas islas. ¿Y no crecía regularmente el número de los bautizados? El campo había sido trabajado y la mies crecía... Pero el más anciano de los misioneros, sacudiendo la cabeza, dejo caer una sola palabra: Molokai...
Todos comprendieron lo que
quería decir: Molokai era una isla como las demás, un paraíso como los otros en
cuanto a la dulzura del clima, a la belleza de los paisajes, ya que no por su
vegetación, bastante pobre. Pero, desde hace veinticinco años, un terrible
flagelo se abate sobre el archipiélago y hace estragos en la población
indígena. Espantadas, desbordadas por aquello, las autoridades administrativas
no han hallado otro recurso que reunir a todos los leprosos para aislarlos en
la península de Kalawao, al Norte de Molokay. Allí había concentrados más de un
millar de seres, sin contacto alguno con el mundo exterior, reducidos casi a la
condición animal y tratándose unos a otros como verdaderas bestias. La sola
evocación de la leprosería bastaba para angustiar las almas de los misioneros.
Idéntico pensamiento había atravesado el espíritu de los siete hombres
reunidos: se hubiera necesitado un sacerdote en aquel infierno. Pero, ¿quién
sería? Hay órdenes que un jefe no se atreve a dar; designaciones de oficio que
no puede hacer.
Una voz se elevó en el silencio:
–Yo.
Se presentó un voluntario. Un
muchachote rubio, joven, vigoroso, de tez fresca, de frente despejada, que se
expresaba en francés, con un acento rugoso y cantarín. Era un flamenco de
Bélgica, hijo de grandes cultivadores de Tremeloo, cerca de Lovaina, que había
llegado a la misión nueve años antes y había dado buenas pruebas de sí,
constructor y bautizador al mismo tiempo, gran implantador de capillas, infatigable al parecer y perfecto
posesor de la lengua canaca. Llamábase Joseph
de Veuster, en religión, Padre Damián.
Tenía entonces treinta y tres años. «Como Jesucristo...», murmuró Monseñor
Maigret al oír a su subordinado hacer la heroica propuesta. Como Jesucristo...
Y el obispo aceptó.
Comenzó entonces una de las
aventuras humanas más extraordinarias que puedan mencionarse. Desembarcado en
el otoño de 1873 del pequeño vapor Kilauea,
que hacía el servicio de las islas, y en el que había querido acompañarle
Monseñor Maigret, el Padre Damián se halló inmediatamente en medio de aquel
mundo que realmente parecía ser el infierno. Era poco aún el no tener en torno
más que hocicos leoninos, aquellos esqueletos ambulantes, aquellos cuerpos de
extremidades purulentas; era poco respirar incesantemente aquel hedor
pestilente que flotaba sobre la leprosería: para un sacerdote era más penoso
comprobar la degradación moral de aquellos desgraciados, encontrar a los
moribundos arrojados al muladar, ver a las madres abandonar a sus hijos,
asistir a repugnantes bacanales, oír repetir a tantas y tantas voces: «Aquí ya
no hay leyes, no hay moral... ¿De qué serviría?». En ese universo de todas las
desolaciones, el Padre Damián se encontró solo y desamparado: tan solo y
desamparado que la primera noche, no habiendo sido prevenida para él ninguna
casa, no tuvo otro refugio que el pie de un enorme árbol, un padanus, ni otro
alimento que el pan que había llevado de la nave. Era el único sano en medio de
los leprosos. Permanecería entre ellos dieciséis años, hasta su muerte.
Ante semejante avalancha de miseria y de dolor otros se hubieran desanimado. Si el Padre Damián, en el fondo de sí mismo, fue asaltado a veces por la tentación del desánimo, nadie lo ha sabido nunca. Con aquellos despojos tenía que hacer hombres: y sin tardanza se puso al trabajo. El hijo de los fuertes campesinos de Flandes no ignoraba ninguna de las labores de la tierra y sus brazos estaban hechos a prueba de todo. Se emprendió un vasto programa de explotación del suelo: todos los leprosos que conservaban fuerza para ello fueron dedicados a la agricultura. Se trajo el agua de la montaña. Primero mediante servicios de aguadores, que el Padre conducía personalmente, con un cubo en cada mano. Después instaló una canalización. Las viejas casas infectas fueron quemadas, reemplazadas por nuevas: el misionero era buen carpintero. Se limpiaron también los alrededores de los poblados; se establecieron cementerios. Y el día más hermoso fue aquel en que se abrió al culto una iglesia nueva, con una ceremonia a la que asistió todo aquel que en la leprosería podía tenerse en pie.
Más aún que ese renacimiento
material, lo que la presencia del Padre Damián obró en Molokai fue la
resurrección moral. Allí donde reinaban la violencia, el odio, los peores
desórdenes, se instauró un clima nuevo, de caridad. Los canacos eran seres
simples, bastante ingenuos, impulsados por sus instintos, pero sensibles a la
bondad. Ninguno de los misioneros protestantes que trabajaban en el archipiélago
había ido nunca a vivir con ellos. El Padre Damián, en cambio, se había hecho
uno de ellos mismos, hasta el punto que, cuando les hablaba desde el púlpito,
decía: «Nosotros, los leprosos». Su sola presencia bastaba para irradiar
amistad. Las familias normales se reconstituyeron. Cesaron los pillajes y las
agresiones. Las jóvenes se unieron en sociedades marianas y aprendieron a
cantar. Para los muchachos, el Padre organizó competiciones deportivas. Poco a
poco se calmó incluso el sector de los locos leprosos, lugar de las peores
abyecciones. Por otra parte, el Padre no vacilaba en echar mano de argumentos
vigorosos para imponer el orden: el garrote contribuyó a la desaparición del
alcoholismo y a reducir a los violentos. En cinco o seis años, Molokai había
cambiado.
Se empezó a hablar en las islas
del extraordinario misionero. Se hizo raro que el Kilauea no trajera, en cada uno de sus viajes, víveres, camas,
mantas, remedios. Las religiosas de Honolulú, no pudiendo ir a reunirse con el
Padre, organizaron colectas. Incluso llegaron a procurarle una campana para la
iglesia. Con el éxito vinieron los celos. Los misioneros protestantes,
preocupados por el número de conversiones, se dedicaron a ponerle chinitas en
el camino. Se sugirió al Padre Damián que saliera de allí para descansar: se
negó. Entonces se tomó contra él una dolorosa medida: so pretexto de evitar el contagio,
y aunque por entonces él no había contraído aún la lepra, se le prohibió salir
de la leprosería, condenándole también a él a ser, verdaderamente, un muerto en
vida. Y para confesarse, en adelante tuvo que avanzar solo en su barca hasta hallarse
al alcance de la voz del pequeño cabotaje de servicio, de lo alto del cual uno
de sus compañeros escuchaba su confesión en latín y le daba la absolución.
Esa prodigiosa experiencia tuvo
el término que era fácil de esperar. El Padre Damián no había tomado nunca
precaución alguna contra la lepra, comiendo incluso el poi, el cocido indígena, en unión de sus leprosos de dedos
purulentos. Un día, haciendo un pediluvio con agua muy caliente, se quemó, sin
haber sentido nada. Sabía bien lo que ese síntoma significaba. Durante doce
años su robusta constitución había resistido al mal: pero el virus ganó la
partida. El Padre Damián había prevenido desde mucho antes esa eventualidad y
ya la había aceptado. En adelante sería totalmente «leproso entre los
leprosos».
Tardó cuatro años en morir. La
enfermedad fue clemente para él, en el sentido de que no le atacó los ojos hasta
los últimos días y le ahorró casi del todo la repugnante descomposición
purulenta de los miembros. Pero su rostro, su hermoso rostro de honesto
campesino flamenco, comenzó a hincharse y se deformó. En esa máscara leonina en
la que todo parecía pulular, ¡quién hubiera reconocido al sólido muchacho que
desembarcara en 1873 entre los muertos en vida!
Y mientras avanzaba al término
de su carrera la celebridad se adueñaba de él. De Europa, de América,
llegábanle diarios y revistas en los que se trataba de él. Un periódico francés
decía: «El héroe de Molokai». Un alemán escribía: «Vosotros que pasáis ante las
falúas de Molokai, ¡saludad en voz baja!». La regente de las islas, una princesa
canaca de gran corazón, quiso acudir a visitarlo, a ponerle una condecoración.
El Japón envió a un médico con remedios. Los mismos misioneros protestantes se
inclinaban ante él.
Para el Padre Damián la máxima
consolación fue tener la certeza de que su obra le sobreviviría. Se le había
enviado un auxiliar; también había llegado uno de sus antiguos camaradas de
colegio, y su propio hermano hablaba de reunírsele. Había religiosas
voluntarias para acudir a cuidar a sus huérfanos. Según su deseo, se le enterró
–después de su muerte, el 15 de abril de 1889, a los cuarenta y nueve años–
bajo el gran pandanus donde había pasado su primera noche en la isla. Cerca de
allí fue levantada una cruz, en las que se grabaron las palabras evangélicas:
«No hay amor más grande que el de aquel que da la vida por los que ama». Y la
lección de esa vida, y de tantas otras, la deduciría el Mahatma Gandhi en unas
líneas que un católico no puede leer sin un emocionado orgullo: «Si la
asistencia a los leprosos es tan querida a los misioneros, y sobre todo a los
misioneros católicos, es porque no hay ningún otro servicio que reclame un
espíritu de sacrificio más grande que éste. Una leprosería exige el más alto
ideal y la más perfecta abnegación. El mundo de la política y del periodismo posee
pocos héroes comparables al Padre Damián, de los que pueda gloriarse. La
Iglesia católica, por el contrario, posee a millares de aquellos que, a ejemplo
del Padre Damián, se han entregado al servicio de los leprosos. Vale la pena
buscar la fuente de semejante heroísmo»[1].
* En «La Iglesia de las
revoluciones», Luis de Caralt Editor, Barcelona, 1965.
[1] Discurso de Ghandi a los estudiantes
de Lahore (Traducción de la Unión des
Missionnaires du clergé de France, mayo 1946). Entre los ejemplos de
misioneros muertos «leprosos entre los leprosos» puede citarse a dos maristas,
el Padre Nicoulleau y el Padre Lejeune; el Padre Edmond de la Guadalupe, la
Madre Carolina, hermana catequista alemana, verdadera apóstol de la India,
muerta en 1934. Y tantos otros... En las islas Fidji, en la gran leprosería de
Maxogai, las hermanas misioneras de la Sociedad de María están al servicio de
los leprosos, como en el Congo, en Madagascar, en Mantavia cerca de Ceilán; en
Birmania y en Japón, son las franciscanas misioneras de María. Y tantas
otras...