Construcción de la modernidad
ANÍBAL D'ANGELO RODRÍGUEZ (1927-2015)
Como hemos dicho, la modernidad
es, primero, una de las dos formas
culturales de la civilización occidental. Ello no significa olvidar que surgió
en un momento determinado y que, en consecuencia, puede servir también para
identificar una etapa de nuestra civilización. Y que así como la cristiandad
tiene una «prehistoria» (los siglos I a V de nuestra era), un desarrollo
(siglos V a X) un apogeo (siglos XI a XIII) y una crisis (siglos XIV a XX)[1],
la modernidad recorre también una trayectoria paralela, con una prehistoria (siglos
XI a XIII), una transición (siglos XIV a XVII), un desarrollo (siglos XVIII y
XIX) y una crisis (siglo XX).
En efecto, la modernidad como forma cultural comienza a construirse en Occidente en los mismos siglos en que la Cristiandad llega a su apogeo. Está representada, al principio, por un simple «cambio de acento» en los temas a estudiar, un nuevo interés por la naturaleza, apenas uno de esos «aleteos de la mariposa», que a la vuelta de los años se convertirá en un ciclón.
En efecto, la modernidad como forma cultural comienza a construirse en Occidente en los mismos siglos en que la Cristiandad llega a su apogeo. Está representada, al principio, por un simple «cambio de acento» en los temas a estudiar, un nuevo interés por la naturaleza, apenas uno de esos «aleteos de la mariposa», que a la vuelta de los años se convertirá en un ciclón.
En los siglos de transición el
cambio se irá profundizando y precisando. Es el nominalismo (siglo XIV), el
renacimiento y el humanismo (siglo XV), la reforma protestante (siglo XVI) y el
racionalismo (siglo XVII). Todo ello acompañado, como una música de fondo, por
el crecimiento de la ciencia moderna y la expansión de Europa por el mundo.
Si se observa con cuidado, se
notará que todos estos movimientos preparatorios de la modernidad propiamente
dicha se producen dentro de la civilización occidental, que por entonces se
llamaba –y se comprendía a sí misma como– la cristiandad. Todos ellos son claras
herejías (los protestantismos) o desarrollos filosóficos (el nominalismo, el
humanismo y el racionalismo) o movimientos artísticos de superficie que
expresaban cambios del punto de vista (el renacimiento). Pero todos con clara
dependencia de un patrón cultural cristiano, del cual se distinguían o separaban
sin dejar de tenerlo por punto de referencia. Todo eso estalla –en el siglo
XVIII– en tres grandes revoluciones que completan la obra precedente de la
etapa (y los movimientos) de transición. Al comenzar el siglo, la revolución
cultural del iluminismo, en donde reside el verdadero meollo de la modernidad.
A mediados del siglo, la llamada «revolución industrial», y a fines de la
centuria, las revoluciones políticas, cuyo modelo es la francesa.
En cuanto al iluminismo, éste
consiste en una nueva visión del mundo que se edifica con la herencia de los
siglos precedentes y con la obligada –y ya mencionada– relación con la
cristiandad. Sólo que parte (como dijimos más arriba) de la negación del punto
de partida de la religión que había edificado a esa otra forma cultural: la
existencia de un Dios providente, omnipotente y omnisciente que gobierna al
mundo, y su reemplazo por la humanidad, sujeto de la historia humana que
recorre una trayectoria necesaria: la del progreso, mediante la cual esa
humanidad llegará a saberlo todo, gracias a la ciencia, y a dominar la
naturaleza, haciéndose «dueño y señor» de ella.
Véase cómo expresaban esto los
pensadores del siglo XVIII: «La
naturaleza no ha establecido límite alguno al perfeccionamiento de nuestras
facultades humanas. La perfectibilidad del hombre es verdaderamente indefinida
y el progreso de esta perfectibilidad de ahora en adelante es por lo tanto
independiente de lo que pudiera hacer cualquier poder que quisiera detenerlo y
no tiene más límites que la duración del globo terráqueo [...] Este progreso
[...] no podrá ser nunca detenido ni nada podrá hacernos volver atrás mientas
la tierra siga ocupando su sitio en el vasto sistema del universo»[2].
Obsérvese que el progreso actúa
aquí como una fuerza «divina» en el sentido de que es «independiente de lo que
pudiera hacer» cualquier hombre en particular. Es una fuerza cuya sede está en
una humanidad que adquirirá los caracteres de Dios, su providencia (el Progreso
conduce al mundo como Dios lo hacía en la cosmovisión cristiana), su
omnisapiencia (la humanidad llegará a saberlo todo) y su omnipotencia (la
naturaleza será puesta a su servicio mediante las técnicas que derivan de la
ciencia). Pero lo importante de la visión que Condorcet traduce es su necesidad: ya no es un camino que el
hombre puede elegir sino que «la perfectibilidad» se ha hecho independiente del
hombre: no es una meta, es un destino ineluctable.
Es esta nueva visión del hombre la
que está en la raíz de la modernidad, la que explica su desarrollo y también su
crisis, como veremos más adelante. Y es una visión con la que Belloc tropezó y
a la que dedicó sus principales obras que –como la presente– son de Filosofía
de la Historia más que de Historia.
Es también la que explica
nuestro tiempo, puesto que setenta y cinco años después de este libro todavía
el debate intelectual de fondo sigue siendo el de progresismo y anti-progresismo
(así lo ve la mayoría de los contemporáneos) o –como diría Belloc– el de
cristianismo o modernismo.
* En el «Estudio preliminar» al libro «Sobrevivientes y recién
llegados» de Hilaire Belloc, Ed. Pórtico – 2004.
[1] Obsérvese que hablamos de la
Cristiandad –forma cultural– y no del cristianismo ni de la Iglesia Católica.
[2] Boceto
de una imagen histórica del progreso del espíritu humano, por el Marqués de
Condorcet, 1795. Citado por R. Nisbet
en Historia de la idea del Progreso,
Gedisa, Barcelona 1981.
blogdeciamosayer@gmail.com
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