Una clase domina a la Nación (fragmento)
THIERRY MAULNIER (1909-1988)
Cuando se conserva un resto de
adhesión de carácter fetichista a la democracia, se intenta su defensa
sosteniendo que constituía por sí misma un progreso hacia la liberación humana
y que los principios de libertad e igualdad no han podido producir sus consecuencias
por el crecimiento del poder capitalista; tal es la actitud de los socialistas
demócratas; espíritus más libres convienen en que la democracia ha sido la
máscara, la hermosa fachada teórica e idealista detrás de la cual se ha
edificado el poder real de los amos de la producción. Pero todavía es ésta una
manera de ver demasiado tímida. Es preciso ir más allá y reconocer que la
posibilidad misma de la edificación del poder capitalista no pude concebirse
absolutamente fuera de la democracia, como es imposible concebir una democracia
que no significara el dominio económico de una clase.
Democracia y capitalismo,
aparecidos en el mismo momento de la historia, son los dos aspectos de una
misma ideología, son las dos formas bajo las que se registra en la historia la
substitución de la antigua organización de la comunidad por el nuevo poder
nacido del desarrollo industrial. La democracia política, debilitando el
armazón secular de la comunidad nacional y separando al Estado de sus
inconmovibles bases biológicas e históricas para fundarlos sobre el polvo de
las soberanías individuales, ha comprometido la última probabilidad que tenía
la comunidad nacional de oponerse o de imponer su autoridad al imperialismo
social de los amos de la economía: brutalmente como en Francia, o
insidiosamente, como en los países que no conocieron en el siglo último
violentas revoluciones políticas, la democracia ha aniquilado los esfuerzos
milenarios realizados para dar una independencia y una supremacía
incontestables a los poderes sociales poseídos por la comunidad nacional.
Por una especie de argucia
histórica inconsciente, pero prodigiosamente eficaz, el Estado político ha
quedado separado de las bases inconmovibles de la sociedad histórica, reducido
a una reglamentación jurídica o contractual de las relaciones sociales, ha sido
arrojado como prenda en las competencias
de los partidos, en el preciso momento en que un nuevo aspirante al poder
social, la casta económica dominante, procuraba neutralizar o someterse el
Estado. El ejercicio del poder democrático no era, bajo este punto de vista, un
simple juguete arrojado a los libres ciudadanos por los dueños del poder social
real, era el instrumento eficaz colocado en manos inconscientes para someter el
edificio histórico del Estado en provecho de los nuevos amos. El beneficio era
así doble: porque el Estado aparente, el que disponía, aunque debilitado, de
las antiguas atribuciones del Estado, seguía estando –y, por la ficción de la
soberanía de todos parecía estarlo más que nunca– al servicio de la comunidad
entera, mientras que la clase poseedora de los nuevos instrumentos de poder
social, aplicaba esos nuevos instrumentos de poder a los viejos resortes de la
autoridad.
Por eso el poder social de la
nueva casta dominante no se ha ejercido nunca a plena luz, ha tomado el
carácter de una ocupación invisible del Estado o, mejor todavía, ha creado un
super-Estado invisible, dueño del Estado aparente. Las ventajas de esa
hipocresía eran múltiples: permitía cubrir la opresión económica real, que
gravitaba sobre un creciente número de individuos, con la máscara de la
soberanía ficticia que habían conquistado; permitía presentar al «pueblo» como
su bien propio, y hacerle así aceptar –y eventualmente defender– las
instituciones políticas de la democracia que eran el instrumento de su opresión;
permitía enmascarar con el fantasma de un Estado nacional la sumisión de hecho
de la comunidad nacional –comunidad cuya estructura histórica y moral y cuya
realidad se mantenían poderosas en la conciencias– a la dominación económica de
una minoría, y reforzar así insidiosamente la dominación antinacional de los
amos de la economía con todo el poder de cohesión de la comunidad y con toda la
vitalidad nacional. El Estado democrático, siendo igualitario, encubría la
servidumbre del mayor número; siendo nacional, encubría la sujeción económica
de la Nación. Finalmente, suprema ventaja, permitía a la clase económica
dominante, rehuir la responsabilidad del poder –abandonado al Estado político,
es decir a todos los ciudadanos– proveyendo de él la realidad.
El carácter propio del poder
social de los amos de la economía es, en efecto, que ese poder no ha sido nunca
explícito. En numerosas oportunidades en el curso de la historia, el supremo
poder social y el Estado han sido conquistados por individuos o por clanes que
no dejaban de utilizarlo para los fines de sus ambiciones particulares de
individuos o de clanes. Pero esos hombres, ya se ha visto, se instalaban en el
primer plano del Estado, asumían sus funciones y acababan por ejercer el poder
social en calidad de hombres del Estado, en calidad de delegados de la
comunidad nacional entera. Los jefes de banda capetos, después de haber conquistado
el Estado, llegaron a ser el Estado y, en las viejas repúblicas de comerciantes
europeos, los dueños económicos de la ciudad ejercían públicamente la soberanía
social y gobernaban en nombre de todos.
La nobleza económica moderna, por el contrario, ha sometido al Estado,
pero nunca ha llegado a ser el Estado, porque ha mantenido siempre fuera del Estado
los centros de su poder; no ha sido absorbida por el Estado; ha atraído
hacia sí la sustancia del Estado. De modo que mientras la conquista del Estado
por una facción enérgica, audaz, que une al ejercicio de la función social
vital, de donde ha obtenido su poder, y al armazón histórico de la sociedad, su
propia ambición, su audacia, su juventud creadora, ha sido a menudo para el
Estado así conquistado origen de una nueva era de desenvolvimiento dinámico y
de poder, el advenimiento de la casta económica moderna a la par o por encima
del Estado sólo ha contribuido a debilitar y a agotar al Estado.
Mientras se había visto siempre,
en el curso de la historia, a las castas dominantes progresivamente absorbidas por
el Estado nacional, hemos podido ver en los dos últimos siglos al Estado
nacional absorbido progresivamente por la casta económica.
[...]
* En «Más allá del nacionalismo», Editorial
Nuevo Orden – Buenos Aires, 1963, en el cap. VII, pp.121-125.