En mi fin está mi principio - 8 de febrero de 1587 (fragmento)
STEFAN ZWEIG (1881-1942)

Es ésta una magnífica narración del martirio de María Estuardo, Reina de Escocia. Debido a la extensión de su relato, «Decíamos ayer...» pone a disposición del lector el texto completo del respectivo capítulo, que podrá descargarse al pie de la página.    


En ma fin est mon commencement, esta sentencia, entonces no del todo comprensible, había bordado María Estuardo, años atrás, en un trabajo de brocado. Ahora, su presagio va a ser verdadero. Sólo su trágica muerte es el auténtico comienzo de su gloria; sólo ella aniquilará, ante los ojos de la posteridad, sus culpas juveniles, iluminará sus faltas. Con previsión y decisión, venía preparándose la sentenciada, desde semanas antes, para esta prueba suprema. Por dos veces había tenido que presenciar siendo reina joven cómo perece un noble bajo el hacha; por tanto, ya desde temprano había hecho la experiencia de que el horror de un acto tan inhumano y sin esperanzas sólo puede ser vencido por medio de una actitud heroica. Todo el mundo y la posteridad, María Esturado lo sabe, examinará su actitud cuando, como la primera reina ungida que pasa por tal trance, incline la cerviz sobre el tajo[1]; todo temblar, todo vacilar, toda cobarde inmutación y palidez en este minuto decisivo, sería una traición a su gloria regia. De este modo, en estas semanas de expectación, recoge calladamente todas sus íntimas fuerzas. Para nada en la vida se ha dispuesto, de modo tan tranquilo y consciente de su objeto, esta mujer, en general tan impulsiva, como para esta su hora postrera.
    Por ello, no se advierte ningún signo de espanto, o siquiera de sorpresa en ella, cuando, el viernes 7 de febrero, le anuncian sus servidores que lord Shrewsbury y lord Kent han llegado con algunas personas de la magistratura. Previsoramente, hace venir a sus damas y a la mayor parte de su servidumbre. Sólo entonces recibe a los emisarios. Pues, desde ahora, para cada uno de sus momentos, desea la presencia de sus fieles a fin de que algún día puedan atestiguar que la hija de Jacobo V, la hija de María de Lorena, ya que por sus venas corre la sangre de los Tudor y los Estuardos, también es capaz de afrontar, erguida y gloriosamente, hasta lo más difícil. Shrewsbury, el hombre en cuya casa habitó casi durante veinte años, inclina la rodilla y la cabeza canosa. Tiémblale la voz al anunciar que Isabel no ha podido abstenerse de ceder a los insistentes ruegos de sus súbditos y que ha ordenado el cumplimiento de la sentencia. María Estuardo no parece sorprendida con la mala noticia; sin la menor señal de conmoción –sabe que cada uno de sus gestos queda dibujado en el libro de la Historia– hace que le lean la sentencia de muerte, después se santigua sosegadamente y dice: «Alabado sea Dios por la noticia que me comunicáis. Ninguna mejor podría recibir que la que me anuncia el término de mis dolores y la merced que Dios me otorga de morir por el honor de su nombre y de su Iglesia Católica Romana». No impugna ya con palabra alguna la sentencia. Como reina, no quiere ya defenderse contra la injusticia que le es infligida por otra reina, sino que, como cristiana, acoge en sí los dolores y acaso ama su martirio como el último triunfo que todavía le está reservado en esta vida. Sólo tiene que hacer dos ruegos: que se le permita a su confesor que la asista con consuelos espirituales, y que la sentencia no sea ejecutada ya a la mañana siguiente, a fin de que le quede ocasión para llevar a cabo, cuidadosamente, sus últimas disposiciones. Ambos ruegos le son denegados. No necesita de ningún clérigo de los falsos dogmas, responde el conde de Kent, protestante fanático, pero con gusto quiere enviarle un sacerdote de la iglesia reformada a fin de que la instruya en la verdadera religión. Naturalmente, María Estuardo, en la hora en que quiere testificar su fe ante todo el mundo católico por medio de su muerte, se niega a dejarse dar lecciones sobre cuál sea la verdadera creencia por un clérigo herético. Menos cruel que esta insensata pretensión delante de una víctima consagrada a la muerte, es la negativa opuesta al ruego de aplazamiento de la ejecución. Pues como sólo le es otorgada una noche para prepararse, las pocas horas que le quedan de vida están hasta tal punto sobrecargadas de cosas, que no le resta espacio alguno para el miedo y la inquietud. Siempre, y éste es un presente de Dios a los hombres, es escaso el tiempo para el moribundo.
    Con toda reflexión y circunspección, totalmente ajenas a su fatal manera de ser anterior, reparte María Estuardo sus últimas horas. Como gran princesa, quiere tener una muerte magnífica, y, con el impecable sentimiento del estilo que la caracterizó siempre, con el heredado sentido artístico y su innata y erguida actitud en los momentos de peligro, se prepara María Estuardo para su muerte como para una fiesta, como para un triunfo, como para una gran ceremonia. Nada debe ser improvisado, nada debe quedar abandonado a la casualidad, al estado de ánimo del momento; todo debe estar calculado en sus efectos, poseer una forma regia, magnífica e imponente. Cada detalle es dispuesto de un modo minucioso y lleno de sentido, como una estrofa, tierna o fuertemente conmovedora, en el canto heroico de la muerte ejemplar de un mártir.
    Algo más temprano que de costumbre, encarga María Estuardo la cena, a fin de que le quede tiempo para escribir, con calma, las cartas necesarias y recoger sus pensamientos, y a esta comida le da simbólicamente la forma solemne de un última cena. Después de haber comido ella misma, reúne a la servidumbre de la casa en círculo, en torno suyo, y hace que les den una copa de vino. Con severo, y, sin embargo, claro semblante, alza el cáliz lleno por encima de sus fieles, todos los cuales han caído de rodillas. Bebe por su prosperidad y pronuncia después una plática, en la cual exhorta insistentemente a todos para que permanezcan fieles a la religión católica y vivan en paz unos con otros. Pide a cada uno de ellos –es como una escena de la Vitae Sanctorum– que le perdonen todas y cada uno de las injusticias que alguna vez, sabiéndolo o sin saberlo, pueda haber cometido contra ellos. Sólo después le entrega a cada cual un regalo especialmente elegido, anillos y piedras preciosas, cadenas y encajes, todas las pequeñas preciosidades que habían prestado alegría y adornado su vida que termina. De rodillas, en silencio o sollozando, reciben sus dones los obsequiados, y, contra su voluntad, la reina misma se conmueve por el doloroso amor de sus fieles.
    Por fin se levanta y sube a su habitación, donde ya arden los cirios delante de su mesa de escribir. Todavía queda mucho que hacer, entre la noche y la mañana; hojear el testamento, adoptar las disposiciones para el difícil trance y escribir las últimas cartas. Lo primero que suplica del modo más insistente su confesor es pasar la noche en vela junto a ella y rogar por ella; cierto que habita sólo a dos o tres habitaciones de distancia en el mismo castillo, pero el conde de Kent –el fanatismo no tiene jamás compasión– le ha prohibido al consolador que abandone su estancia, a fin de que no pueda administrar a María Estuardo la extremaunción «papista». Después la reina escribe a sus parientes, a Enrique III, al duque de Guisa. Una especial preocupación, pero de tal calidad que le hace singular honor, la oprime en estas sus horas postreras: el que, después de la extinción de su viudedad francesa, quede desamparada su servidumbre, Por lo tanto suplica al rey de Francia que tome a su cargo el deber de cumplir sus legados y hacer que digan misas por el alma «de una reina cristianísima, que, como católica y desprovista de todo haber», va hacia la muerte.  A Felipe II y al Papa ya antes de entonces les había enviado cartas. Sólo a una soberana de este mundo habría aun que escribir: a Isabel. Pero María Estuardo no le dirige ya ni una palabra. No quiere rogarle ya ninguna cosa ni darle las gracias ya por nada: sólo con un orgulloso silencio y una muerte magnífica puede avergonzar aún a su antigua adversaria.
    Hace ya mucho tiempo que ha pasado la medianoche cuando María Estuardo se tiende en el lecho. Todo lo que tenía que hacer en la vida lo ha hecho ya. Sólo durante algunas horas todavía puede ejercitar su alma sus derechos de huésped sobre el fatigado cuerpo. En un rincón de la estancia se arrodillan las criadas y rezan con silenciosos labios; no quieren perturbar a la durmiente. Pero María Estuardo no duerme. Con abiertos ojos contempla la inmensa noche; sólo deja que sus miembros descansen un poco para ser capaz, mañana, de presentarse con erguida y fuerte alma ante la muerte, todavía más fuerte.
[...]

* En «María Estuardo», Editorial Juventud – Barcelona, España, 1958.

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[1]  Trozo de madera grueso y pesado sobre el cual se cortaba la cabeza a los condenados. (N. de «Decíamos ayer...»).

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