«La llamada de Clermont, 1095» - Daniel-Rops (1901-1965)
«¡Hombres de Dios, hombres elegidos y
benditos entre todos, unid vuestras fuerzas! ¡Tomad el Camino del Santo
Sepulcro y estad seguros de que la gloria imperecedera os espera en el Reino de
Dios! ¡Que cada cual renuncie a sí mismo y cargue con su cruz!».
El acontecimiento que había de
decidir al Papado a obrar –y lo hizo con mayor prudencia que en cualquier otra
circunstancia, después de haber pesado cuidadosamente el pro y el contra– fue
la Invasión Turca. Desde la época –hacía cuatro siglos– en que los Árabes
habían conquistado la Tierra Prometida, se había logrado establecer un modus vivendi entre ellos y la
Cristiandad. Los peregrinos habían podido ir al Sepulcro, sin ser demasiado
molestados, y los representantes de los cleros cristianos habían conseguido
permanecer allí. Pero a partir del Año Mil había cambiado la situación. A un
clima de tolerante blandura había sucedido una atmósfera de Guerra Santa
reanimada. La causa de ello era la entrada en escena de los Turcos Seldjúcidas,
y no porque este pueblo fuese más cruel y menos civilizado que los otros
Musulmanes –pues los Cruzados le reconocerían generosidad y carácter
caballeresco–, sino porque era una nación joven, en plena expansión,
extremadamente adherida a la fe del Islam y que ignoraba las tácitas reglas de
las componendas con el adversario. Cuando, en 1076, Jerusalén hubo caído en sus
manos, se difundió el terrible rumor de que las peregrinaciones quedaban
imposibilitadas, de que los Turcos imponían una capitación a los visitantes de
Tierra Santa, y de que muchos de éstos eran molestados, expoliados e incluso
reducidos a la esclavitud. Un tal Pedro de Achery, que volvía de aquel penoso
viaje, no cesaba de contar aterradores relatos.
El primer móvil en la mente de
Urbano II fue, pues, liberar el Sepulcro, permitir a los fieles que fuesen
libremente a orar en él. Por lo demás, el proyecto estaba en el aire; muchos
occidentales pensaban en él. El Papado estaba informado y pudo saber también
que la situación en Asia era singularmente favorable para realizarlo. Desde la
muerte de su tercer Sultán, Melikh-Chah (1072-1092), el joven Imperio
Seldjúcida se hallaba entonces despedazado en cuatro partes: Persia, en donde
sus hijos se disputaban el trono; Siria, en donde reinaban dos de sus sobrinos,
como hermanos enemigos, en Alepo y en Damasco; y, por fin, en Asia Menor, que,
desde Nicea a Konyeh, estaba en manos del menor de la familia. Además, los
Árabes de Egipto odiaban a los Turcos, quienes, por su parte, los tenían por
herejes. La desunión del Islam había de ayudar grandemente a la empresa
cristiana.
¿Podía ser el fervor por el Santo Sepulcro la única razón que decidiese a un espíritu tan ponderado como Urbano II? En el plano religioso cabía invocar o sobreentender otros motivos. Desde la severa derrota de Mantzikert, de 1071, en la que Román Diógenes había perdido la libertad, se había abierto una amplia brecha en el baluarte opuesto por Bizancio a los asaltos de Asia. ¿No debería Occidente relevar a Oriente en ese puesto de guardia? ¿No corría el rumor de que un Basileus, Alejo Comneno, renovando la apelación dirigida por su predecesor a Gregorio VII, acababa de escribir al Conde Roberto de Flandes para pedirle el socorro de los caballero de Occidente? Para Urbano II, socorrer a Bizancio era obedecer a una ley elemental de caridad fraterna, acudir a un peligro que amenazaba a toda la Cristiandad, y, sobre todo, ¿quién sabe?, trabajar en aquel gran plan, preocupación incesante del Papado: acabar con el Cisma, zurcir la desgarrada túnica…
Pero al Papa le impulsaba otra
razón más profunda todavía: la Iglesia, desde hacía siglos, luchaba para hacer
ceder la violencia, pero no lo había conseguido más que parcialmente; y en su
sabiduría, sabía que le era imposible transformar en corderos a las fieras que
contaba en su rebaño. Por eso, quizás el mejor medio de limitar el empleo de la
fuerza en la Cristiandad fuese el de orientarla hacia un exaltado y sagrado
objetivo. Por otra parte, Urbano II, en su gran discurso de Clermont, no
escondió en modo alguno aquella idea, e incluso invitó a los antiguos
bandoleros a que se transformasen en soldado de Dios. Un psicoanalista diría
que la Cruzada ofreció una salida a las pasiones reprimidas: la moral del
Occidente había de ganar con ello.
Tales fueron los móviles
decisivos que determinaron a Urbano II a lanzar a la Cristiandad en aquella
aventura. ¿Hubo otros más secretos? ¿Pensó también que la Cruzada le ofrecería
la ocasión única para obtener, por caminos diferentes a los de Gregorio VII, la
primacía de hecho del Papado sobre el mundo cristiano? En aquel momento el
Emperador germánico, el Rey de Francia y el Rey de Inglaterra estaban, los
tres, por diversas razones, apartados de la Iglesia; como excomulgados no
podrían cruzarse. Y en las perspectivas de la época, para un gran Papa
consciente de sus deberes, la ambición política o lo que hoy nos parece tal no
era más que un medio de hacer reinar a Dios sobre la Tierra y de conducir a los
hombres hacia la Ciudad Eterna.
En cuanto a los que habían de
oír la llamada de Clermont, por descontado que sería exagerado admitir que
todos habrían de responder a ella con el ímpetu de un total desinterés.
Intervinieron, sin duda ninguna, otras causas más mezquinas. Urbano II, en su
discurso, aludió a una: la superpoblación de un país como Francia, en donde no
había lugar bastante para los numerosísimos niños que allí nacían. En el plano
económico, actuó también el deseo de llevar a Occidente las fuentes de oro y de
productos preciosos, de las que se creía que era riquísimo el Oriente: los
grandes puertos italianos, Génova, Pisa y Venecia, no perdieron de vista este
punto, y por eso, en la Historia de la Cruzada, hubo un aspecto marítimo y
mercantil que no por poco edificante debe ser descuidado. Pero los jóvenes
Barones, los segundones pobres, consideraban también, con cierto alegre
apetito, la posibilidad de hallar, en tierras musulmanas, los feudos que un
avaro destino les negaba en Europa. Añadamos el gusto de la aventura, la
necesidad de salir de un universo estrecho, el eterno encanto del Oriente –sin
olvidar siquiera el de las princesas lejanas–, y habremos dicho casi todo de
las causas humanas, demasiado humanas, de la Cruzada. Pero sería injusto creer
que esta fueron las primeras y decisivas. Pues aun cuanto, para emplear el
vocabulario de Peguy, la «política» se mezcló con la «mística», e incluso «la
mística» se degradó en «política», sobrepuja a todo eso el que la Cruzada fue
–y esta vez en el verdadero sentido de la palabra– un hecho «místico», la manifestación de un ímpetu
espiritual brotado del fondo más noble de las almas, la expresión heroica de
una Fe que sólo se satisfacía en el sacrificio, la respuesta a una llamada de
Dios.
* En «Historia de la Iglesia de Cristo – T°V, La Catedral y la Cruzada, parte II», Ed- Luis de Caralt, Barcelona.
Para ver una publicación anterior relacionada con la presente, puede descargarse AQUÍ.
blogdeciamosayer@gmail.com