«¿Por qué se lucha contra la guerrilla?» - Víctor Eduardo Ordóñez (1932-2005)
El 2 de julio se cumplieron 46
años del brutal atentado terrorista perpetrado en el comedor de la
Superintendencia de Seguridad Federal. Publicamos, pues, este esclarecedor
artículo que advertía diáfanamente cuál debía ser el sentido de la lucha contra la
guerrilla marxista, y que fue escrito más de un año antes de ese trágico acontecimiento
y, claro está, cuando aún no había comenzado el llamado «Proceso de Reorganización
Nacional».
Si como se ha dicho, la política
es un mundo poblado de imágenes, los argentinos vivimos asediados por las
peores, y frecuentemente nos dejamos guiar por las más miserables, las más
ridículas o las más inútiles.
Una de esas imágenes, tal vez la
más tétrica de todas, es que el país no puede vivir sin sus instituciones,
entendiéndose por tales, claro está, únicamente las liberales. Hay algo más
dogmático, indiscutible, insuperable, algo que ningún político, de cualquier
espectro ideológico que sea, está dispuesto a considerar y, menos, a
reconsiderar. Y es que la convivencia entre los argentinos sólo se pueda dar
en, a través de, y desde las instituciones liberales. Hay una consustanciación
ontológica entre el país y el liberalismo o cualquiera de sus variantes
(elitista, populista, de derecha, de izquierda, individualista, colectivista...).
Y hoy, merced a esta trampa, a este coup de force intelectual, a esta
imagen, es dogma nacional suponer identificadas a la «institucionalización» con
la misma normalidad y con la Argentina misma.
Pero cuando surge un movimiento
como la guerrilla marxista, que desafía todo el aparato en nombre de la más
criminal de las utopías, es decir, que trastrueca la imagen, y desconoce la
ortodoxia fundamental del Estado argentino y de su inteligencia, ese mismo
aparato reacciona en el único sentido en que puede hacerlo. Interpreta que el
desafío lo es contra las instituciones, no contra el país, y se apresta a
defenderlas.
En una tapa que causó escozor o
perplejidad y que sembró dudas o asombros, la revista CABILDO[1] afirmó que los soldados
argentinos morían por la Nación, no por la Constitución. Esa es la gran verdad
política del momento. Pero nadie en el mundo oficial la quiere aprender, ni
escuchar ni considerar. La guerrilla es perniciosa, malsana y criminal no sólo
por los medios que usa, sino porque es marxista, esto es, anticristiana y
antinacional. Por lo tanto, la lucha contra ella es algo más que la defensa de
una legitimidad dada o un operativo policial de cierta envergadura tendiente a
poner en caja a quienes abusan de la libertad. Los valores que la acción
antiguerrillera, encarada por el Ejército argentino en Tucumán y, Dios
mediante, donde sea necesario, quiere salvar, no se encuentran en el Código
Penal ni en la Constitución y ni siquiera en el «estilo de vida», como suelen
decir los «metafísicos» nacionales del régimen. Así ciertos ideólogos afirman
confusamente que la guerrilla contradice el ser nacional. Los radicales
embrollones la condenan porque se desarrolla al margen de la
institucionalización. Los liberales de Manrique porque no recurre al acto
eleccionario, la izquierda porque no es conveniente y la ortodoxia peronista
porque no representa la voluntad popular. Es decir, cada cual reduce la
peligrosidad y la malignidad de la guerrilla según su óptica. Y le quitan
sentido a la acción del Ejército y dignidad a sus muertos.
Pero el objeto de la guerrilla,
la gran presa que se promete a sus fauces es la Patria misma, es la Argentina
misma. Su gran propósito: acelerar, fijar, cristalizar, ese formidable proceso
que aqueja a la Argentina desde la fundación de su orden liberal y que se llama
apostasía.
Ganar a la Argentina para la
Gran Apostasía final, retirarla de su destino de reserva del catolicismo
hispano; he aquí el triunfo guerrillero. Ésta y no otra consideración deben
tener los hombres de armas que salen a buscar a los guerrilleros marxistas en
sus guaridas. Por esta Patria y no por un confuso orden liberal, deben morir.
Porque lo menos que se le puede pedir a un soldado es que sepa por qué muere.
Pero también, proponerle un programa para la muerte, es lo más que una Nación
puede brindar a sus hijos.
Estas muertes serán fructíferas
en la medida en que redunden en la victoria nacional y no en beneficio de los
políticos logreros, que nada entienden y a los que nada les interesa, excepto
permanecer el mayor tiempo posible sentados a la mesa del manduque
eleccionario.
Por lo demás, la primera
condición del triunfo militar –es decir, la primera condición para que la
victoria del Ejército sea una victoria argentina, en el sentido de que sea para
todo el país y de todo el país y sólo para el país– es ésa: que
estas muertes, que este precio de sangre que se paga –y que se viene pagando a
cuenta del orden liberal– tengan un claro sentido trascendente. Que todo el
país, empezando por sus políticos logreros, comprenda que los soldados
argentinos mueren por la Nación y no por la Constitución.
Porque por la Constitución, por
su liberalismo, por su cartesianismo, por su pluralismo, por su
partidocratismo, por su falsa representatividad, por las dietas parlamentarias,
por el ciudadano, no se merece morir. La muerte –la muerte militar, la muerte
gloriosa, la muerte militante, la muerte argentina, la muerte cristiana– es un
alto precio y un alto valor, el más alto precio y el más alto valor, y sólo
debe ser pagado por Dios y por la Patria.
Quien así no lo entienda, no lo
sostenga, no lo viva, es un pequeño, un traidor o un suicida.
* En la Revista «El Fortín», Año I, N° 1, Buenos Aires, 20 de marzo de 1975.
[1] La revista «Cabildo» fue clausurada por José López Rega al haberse publicado en la portada del n°22, del 7 de febrero de 1975, su imagen con el título «El Estado soy yo». No obstante ello, los responsables de su publicación no se amilanaron ni cesaron en su empeño, y salió inmediatamente a la luz, en su reemplazo y con igual formato y dirección, la revista «El Fortín», en cuyo primer número fue incorporado el artículo que aquí reproducimos (Nota de «Decíamos ayer...»).
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