«La devoción a María» - Thomas Molnar (1921-2010)

Los escritos y las ideas a la moda de Levi-Strauss, de Mircea Eliade, de René Girard, de Gilbert Durand y de muchos otros han vuelto a poner el pensamiento religioso otra vez en el candelero. Estos pensadores y eruditos no son necesariamente espíritus religiosos, lejos de ello: a menudo son agnósticos, ateos o escépticos. Pero mientras un Hans Küng, sacerdote católico, quisiera que la Iglesia siguiera el camino que lleva –o que regresa– al siglo de las Luces, y adopte como centro doctrinal la libertad, la igualdad y la fraternidad, los eruditos de los que hablo tienen una actitud respetuosa de cara al fenómeno religioso.

Mientras en los bajo-fondos de nuestra vida cultural se debaten los teólogos contestatarios, en la cima los eruditos más serios rehabilitan el cristianismo estudiando objetivamente la vida religiosa de todos los pueblos. Son Küng y compañía quienes están atrasados, pese a su reputación de avanzados; reputación inventada por otros atrasados pero cuyos juicios-oráculo llenan los titulares religiosos de los grandes diarios superintelectuales. Seguid mi razonamiento.

Uno de los campos de estudio más apasionantes es la mariología a la luz de una documentación cuyos orígenes se remontan al pasado siglo. Uno no puede dejar de recordar las sonrisas un poco despreciativas que acompañaron al «papa polaco» evocando a María, Madre de Cristo. Es bueno para los países subdesarrollados, se decía en ese momento todavía en voz baja: para Polonia, Portugal, México, países donde la devoción mariana es intensa. Para los países civilizados y progresistas es superstición. Sin embargo, la erudición contemporánea demuestra que la devoción a la Madre es tan antigua como la humanidad y que mientras Goethe habla de «el eterno femenino que nos eleva hacia lo alto» no está pronunciando una verdad anclada en el hombre, sino que hace hablar a una vieja tradición religiosa.

Los países mediterráneos han conocido todos ellos el culto a la Madre diosa Astarté llorando la muerte de Adonis, Isis llorando la muerte de su hijo Osiris, Démeter buscando perdidamente a su hija Perséfone, hijos e hijas encantados por los dioses subterráneos. Por cierto se trata, en esos cultos y en los mitos correspondientes, de evocar el gran problema de la fertilidad, de las tierras y de los hombres. Pero es necesario remontarse todavía más lejos, más allá de las civilizaciones agrícolas y entonces hallar por todas partes en el planeta dos cultos principales: el de la diosa lunar y el del dios solar. Los eruditos piensan que la primera precede cronológicamente al segundo. Es decir que el pensamiento arcaico (no se debe decir primitivo ya que todos esos motivos sobreviven hasta nuestros días) se vuelca sobre la función femenina, identificada asimismo con la experiencia primordial de la tierra nutricia. Lo cual explica probablemente también a las primeras tribus y clanes estructurados según el matriarcado, y que no es una ideología que se adelanta al feminismo sino solamente una manera de tener en cuenta el grado de parentesco. Pero el culto de la diosa lunar, simbolizando la mujer y la menstruación, da lugar a orgías –naturalmente nocturnas– e incita el desencadenamiento de las pasiones, tan bien representadas en el culto helénico (o tracio) de Dionisos, donde las mujeres, las únicas admitidas, hacían trizas primero un niño, luego un macho cabrío o un toro.

El culto lunar ha sido poco a poco reemplazado por el culto solar –y el patriarcado– en el que el principio del orden y de un comienzo del monoteísmo (Zeus, Atón) prevalecen sobre la dispersión y el desorden. Contra la luna y la noche enigmáticas se afirma el sol del día: Apolo venció a Dionisos, pese a que éste permanece en el interior del orden como un principio negativo, inquietante. La ilustración está dada gráficamente por Dionisos deslizándose hacia Delfos, aprovechándose de una ausencia del dios solar por excelencia, Apolo.

¿Qué tiene todo esto que ver con la devoción mariana? Desde las profundidades de los tiempos, la figura histórica de María ha sido igualmente objeto de la imaginación pagana y en los primeros siglos del Cristianismo los cultos orientales en la órbita romana buscaron transformar a la Madre de Cristo en una «diosa-madre». Pero ¿qué quiere decir «diosa-madre»? Ya lo hemos visto. Quiere decir, en el rico y múltiple culto pagano, el principio femenino, que se opone al principio masculino y que aún después de su derrota queda incrustado en éste. Lo que los paganos de los cultos orientales quisieron inconscientemente hacer sufrir a la religión cristiana fue suscitar una rival de Cristo en la persona de María. No obstante, los Padres de la Iglesia comprendieron perfectamente la dirección de esas tentativas pues estaban mucho más al corriente de los resultados de los estudios de las religiones comparadas que los Hans Küng, turbados por el culto «infantil» de María...

Los Padres de la Iglesia resistieron las tentativas paganas y, de un concilio a otro –concilios doctrinales, no pastorales–, definieron el verdadero rol de María en la Iglesia, es decir en relación a Jesús. En ningún momento la Iglesia ha permitido que el culto a María sustituya al de Cristo; María ha quedado como mediadora, nunca como diosa, que es en lo que se hubiera convertido sin la vigilancia dogmática de la Iglesia. En efecto, las diosas-madres, siempre ligadas a la idea de fertilidad, introducen en toda religión una grosera sexualidad, lo que concluye, entre otras consecuencias, por subordinar a las mujeres a la sexualidad de los hombres. Por lo tanto, es la religión cristiana, por su definición del rol de María en tanto madre de Dios (pero de ninguna manera diosa), lo que ha permitido a la mujer occidental ser igual al hombre y conservar su diferencia específica así como exaltar su rol.

Puede resultar azaroso prever ciertas cosas pero reflexionemos de todas maneras sobre el siguiente punto. Supongamos que el movimiento feminista gracias a extravagantes del tipo Küng, logren obligar a la Iglesia a autorizar las mujeres sacerdotisas. Enseguida ese movimiento se radicalizaría aún más hasta que un nuevo concilio modificase el dogma de María, madre de Dios, para hacer de ella un principio rival, un segundo dios, una diosa. Esto no sería solamente el estallido de la religión cristiana, sería una nueva religión, ahora pagana, reproduciendo el ritmo pagano de la fertilidad, la muerte de dios-hijo, Cristo, Adonis, Osiris y su resurrección por la diosa María/Astarté/Isis. Porque lo que demuestran justamente los estudios de docenas de investigadores es que el sentido religioso está indisolublemente unido al ser humano. Por lo tanto, es absolutamente falso pretender, como lo hacen los «informadores religiosos» clericales o laicos, que el fenómeno religioso está liquidado de ahora en más en la sociedad liberal avanzada y que el hombre progresista es el único que representa al hombre del porvenir. La religión se halla en pleno crecimiento por todo el planeta aunque ¡ay! raramente bajo formas auténticas; muy a menudo desfigurada por un ocultismo de mala índole y por las ideologías de los intelectuales semi-instruidos. El católico no debe temer en absoluto que las doctrinas y los dogmas de su Iglesia sean de ahora en adelante anticuados, irracionales, frutos de emociones todavía no psicoanalizadas. Es Küng el que ha sido superado –sin jamás haber poseído la verdad– y con Küng, los prelados, doctores y otros esclavos de la moda que, a fuerza de leer los libros de antes de ayer (los de Voltaire y de Marx) no se dan cuenta hasta qué punto la religión que ellos abandonan y la cual les hace sonrojar permanece eternamente de moda.

Porque para concluir, y volviendo a María y a su Hijo, he dicho que los antiguos Padres resistieron firmemente las tentativas paganas de hacer una diosa de María. Y bien, no hubieran podido resistir tan victoriosamente sin la historicidad de los orígenes del Cristianismo. María ha sido efectivamente la madre de Jesús. Esta historicidad que los Küng actuales quisieron recubrir con un velo hecho de alegorías es una de las pruebas que aun Pablo VI impidió que se olvidara de cara a los «desmitificadores» de todo pelaje. Se dice que hay un mito infranqueable entre la religión cristiana y la ciencia; el abismo reside entre la religión y la ideología que espíritus superficiales buscan desesperadamente adjudicar a la ciencia. Pero no es la religión la que pasa, son los espíritus superficiales.

La cuestión de las mujeres-sacerdotisas promete convertirse en la controversia del siglo pues se presenta envuelta en un número creciente de impugnaciones ideológicas, especialmente la de «los derechos de las mujeres americanas». Recientemente, en Minneapolis, dos mil de ellas participaron en una «jornada de oración» no a Dios sino dirigida a «nuestra creadora Sophia», cuya «imagen portamos». Entre otras invocaciones, las mujeres reunidas en éxtasis evocaron «el néctar entre nuestros muslos, invitando al Amoroso» y el «calor de nuestro cuerpo cuyo derrame anuncia sensaciones y placeres». La Reverenda (sic) Bárbara Lundblad declaró a los periodistas que el nombre de Jesús no fue en ningún momento pronunciado durante las ceremonias y luego agregó, entre risas, que no se le había pedido nada «al padre, al hijo y al espíritu santo». Una cófrade se pronunció contras «las figuras que cuelgan sangrando en una cruz cualquiera». «Uno se libra –agregó– del bagaje excedente del patriarcado». Las autoridades metodistas y presbiterianas están preocupadas sobre todo por la disminución de las sumas dadas a las dos iglesias participantes por parte de los fieles inquietos por la evolución que han tomado los hechos. Según las últimas noticias, la suma de dos millones de dólares y medio ha dejado de ser donada por las inscriptas procedentes de las nombradas iglesias a partir de la gran asamblea religiosa-feminista de Minneapolis. He aquí la controversia que adquirirá muy pronto dimensiones alarmantes y que debería ser «interpelada», como se dice, por las autoridades locales y romanas.

* En «Revista Gladius», N° 31, diciembre de 1994, págs. 7-10; artículo que fue traducido por Patricio H. Randle.

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