«Discriminación y algunos adjetivos» - Rubén Calderón Bouchet (1918-2012)
La homosexualidad ha sido
siempre considerada un vicio especialmente repugnante cuando se trata del
comercio sexual entre varones. Esta sana opinión sostenida a lo largo de los
siglos por una educación basada en la clara distinción de los sexos, hoy es combatida
por la prensa bajo el pretexto de que se trata de una modalidad del eros
tan normal como cualquier otra y que viene impuesta por una ecuación genética sui
generis que beneficia a algunos representantes del género masculino o
femenino y que reclama, con gran alarde de publicidad, no solamente ser
aceptada como una modalidad legítima del ser humano sino, probablemente, como
la más avanzada y progresista de todas.
Como no soy sexópata, ni
sexómano, ni sexólogo me limito a expresar una opinión que considero inspirada
por el buen sentido y fundada en una experiencia que sin dejar de ser común, no
es anacrónica, ni retrógrada, ni imbécil como dan a entender las crónicas de
nuestros periódicos, cuando se encuentran con alguien de la calle que sigue
creyendo que el matrimonio monógamo debe ser entre un varón y una mujer y no
entre dos personas del mismo sexo, por aquello que el viejo adagio criollo
expresaba con lacónica ironía: «pan con pan comida de sonsos».
El término «discriminación» ha
entrado en el uso de lo que es políticamente correcto como un vocablo ominoso
que señala, en quien lo usa para distinguir una cosa de otra, como una
modalidad especialmente criminal y totalmente extraída de los prejuicios de una
época en que un hombre era un hombre, una mujer era una mujer, un negro un
negro y un gay un puto, sin que la distinción precisa y clara supusiera una
proyección necesariamente despectiva. Cuando José Gabriel recordaba que había visto a Federico García Lorca en el teatro «Calderón» de
Madrid con una paloma blanca en el hombro, añadía ¡Grandísimo puto! Y en su
énfasis no se advertía el menor vestigio de reprobación, sino una admiración
que, sin querer emularlo, sabía apreciar lo que había en ese vicio de
contranatural y, al mismo tiempo, fuera de la medida común. Evidentemente se
podía ser un pobre infeliz invertido y un homosexual fuera del común y sin que
el vicio restara méritos al poeta o al escritor que lo practicaba en un grado
emérito. André Gide iniciado en la pederastia por instigación de Oscar Wilde
que adivinó su secreta admiración por un bailarín algo oscurito que entretenía
a los turistas europeos con sus contorsiones lascivas, nunca dijo que su manía
erótica ocultaba el deseo de una comunicación espiritual única con el elegido
de su corazón. Sabía que era un vicio y como tal bastante promiscuo y
proselitista. En ese tiempo no se hablaba todavía de satisfacer una ecuación
hormogenética única sino de conseguir marineros u otra de esas especies
ambulantes y bien dispuestas a complacer manías heterodoxas.
Como los nazis tienen el
monopolio de todo lo que es políticamente incorrecto, en una crónica salida en
el diario Los Andes se les atribuye también haber perseguido a los
pobres «gays» con medidas horriblemente discriminatorias y hasta con el uso de
algunos hornos eléctricos destinados a quemar judíos. André Gide que fue
adelantado en la defensa «del amor que no osa decir su nombre» sostiene que los
jóvenes hitleristas anudaban esas «amistades particulares» con el propósito de
afianzar los lazos que unían a los guerreros en la entrega generosa a la
voluntad de Odín. No sé cuál de ambas versiones es la que más se ajusta
a la realidad y en el fondo no me interesa demasiado averiguarlo. La opinión de
Gide tiene su importancia y su apoyo en la historia de esas sociedades
exclusivamente masculinas, como la espartana, en donde la exaltación de las
virtudes viriles inspiraba una misoginia de la peor especie. Algo parecida a la
de uno de nuestros «gays» que se quejaba de que su hermanita aprovechando los
encantos de su gracia femenina le quitaba todos sus amigos. «Es demagógico
–decía con un mohín de asco en la boca–, es demagógico y se aprovecha porque
tiene mejores senos y nalgas que yo...».
Evidentemente algo de esto hay
en la tragedia del «amor que no osa decir su nombre» y como la gente sigue
discriminando de acuerdo con los reflejos fijados por los prejuicios
culturales, toma en consideración todos esos ornamentos que la naturaleza,
pródiga en actos discriminatorios y políticamente incorrectos, ha colocado
sobre las mujeres y ha negado a esas pobres criaturas de sexo indefinido pero
que luchan por sus derechos y el reconocimiento a una felicidad real que los
malos jueces le niegan.
Cuando se habla de la
discriminación y se trata de combatir este vicio abominable en todos sus
reductos, contra lo que realmente se lucha es contra la manía de distinguir. La
confusión es el campo de batalla donde medra el anonimato y en donde la
democracia planta su bandera de remate y vende por muy poca plata todas las
excelencias. El que no discrimina, confunde y el que confunde aprovecha el
tumulto para meter las manos en los bolsillos ajenos y conseguir todo aquello
que el pensamiento único confiere a los que cultivan con denuedo: estar en la
onda, decir lo que la gente espera que uno diga y no discrepar fundamentalmente
con las consignas que lanzan los medios de comunicación masiva y que imponen
con fuerza machacona en el ánimo poco viril de los que aceptan el pensamiento
único.
Se confunde paladinamente la
discriminación con el desprecio y una postura no implica necesariamente la
otra. Al discriminar distingo y señalo un ente con todas sus cualidades que lo
singularizan y destacan entre los demás ¿Cómo no voy a distinguir a una mujer
de un hombre, a un negro de un blanco, a un gordo de un flaco o a un alto de un
petiso? Y si tengo que elegir a alguien para realizar una determinada tarea lo
haré de acuerdo con las condiciones que revelan su temple. No voy a elegir a un
gordo para que pase por una puerta estrecha, ni a un petiso para que me alcance
un bulto que han colgado demasiado alto. Si en estas discriminaciones entra una
pizca de desprecio habrá que tomarlo con el mejor humor posible y decir como se
decía en los buenos tiempos de sano realismo: «Ché, rengo, sacate la patita de
la cabeza y pensá que no podés correr como éste que tiene las piernas sanas».
Hay faenas en las que una mujer
es mejor que un varón y las hay en las que un varón es más apto que una mujer,
por supuesto que existen excepciones que confirman la regla, pero no podemos
olvidar que estas son establecidas de conformidad con los casos que llamamos
normales, aunque esta palabra ha entrado también en crisis por el matiz
discriminatorio que la afecta, acaso convendría hablar de estadísticamente
probables o improbables para estar más al día con el pensamiento uniforme. Así,
es muy poco probable que un varón pueda quedar embarazado, en cambio a las
mujeres les sucede con cierta frecuencia, sin que podamos decir taxativamente,
que esto es lo normal. Se entiende que lo normal no existe y que es un término
del que han abusado los fascistas para realizar separaciones odiosas y poner en
la picota a gentes cuya ecuación genética los impulsaba a una modalidad
comunicativa no prevista para las leyes discriminatorias en vigencia.
No sé hasta dónde puede llegar
eso que es «políticamente correcto» en la imposición de sus consignas
lingüísticas, pero calculo que la desaparición de muchas fórmulas idiomáticas
inspiradas en la criminal manía de distinguir, puede inspirar una reducción de
las lenguas a un común divisor que permita comunicarnos a nivel internacional
con muy pocos signos expresivos, acaso basten algunas muecas amistosas y
ciertas palmaditas no demasiado obscenas que permitan un acercamiento más
epidérmico que oral. No olvidemos que el tacto es el sentido más cercano a la
vida y el único que permite una manera de comunicarse genérica que del beso a
la patada en el culo es perfectamente comprendida por todos los habitantes de
la tierra. Por supuesto que bregamos para que esa última expresión del repudio
fascista sea definitivamente borrada de las costumbres y sólo queden los brazos
cordiales que no impliquen intercambios microbianos que atenten conta la salud.
Cuando el blue jean se
impuso de uno a otro polo y, con excepción de Arafat, todos los políticos del
mundo salieron de pic-nic con ajustados pantalones de vaqueros, nos
dimos cuenta de que la unificación del universo empezaba por la ropa y tenía
que terminar, inevitablemente, en el uso de un «essential english» que
desde la ceremonia religiosa al bautismo con Seven Up se impusiera en
todas las comarcas, desterrando para siempre el hábito de los idiomas
vernáculos. Charles Maurras a cuyo pensamiento he adherido criminalmente
durante toda mi vida, solía decir que la única internacional que contaba era la
Iglesia Católica y esto era porque había sabido unir a los pueblos sin negar
ninguna de sus peculiaridades y hasta cultivándolas en su deshonesto plan
discriminatorio de distinguir para luego unir, como si la unificación no
significara, necesariamente, la abolición de todas las distinciones. Felizmente
la Iglesia ha recapacitado en estos últimos años y ha aceptado las correcciones
impuestas por el americanismo sin volver la vista a las condenaciones que los
Papas retrógrados habían hecho contra las luces que venían del norte. Hoy se
trata de conciliar lo que es políticamente correcto con algunas jaculatorias
que quedan del viejo repertorio eclesiástico y que tal vez perduren hasta que
se invente la liturgia mimética, reducida a algunos abrazos ecuménicos y a
otras salutaciones amistosas para probar que el amor de Dios no conoce ya ni
réprobos ni elegidos. En este preciso sentido la abolición del infierno ha sido
un paso decisivo para poner término a esa póstuma discriminación que colocaba
en el oprobio definitivo a los colegas de Brunetto latino que en el «girone
terzo del cerchio VII» purgaba su triste vicio: «I sodomiti camminano
perpetuamente sul sabbione sotto la pioggia di fuoco»
* En «Revista Cabildo» - Julio de 2001, 3ª época - Año II - n° 17.
blogdeciamosayer@gmail.com