«Poema de las Invasiones Inglesas» - Ignacio B. Anzoátegui (1905-1978)

En un nuevo aniversario de la gloriosa reconquista de Buenos Aires del 12 de agosto de 1806, vayan estas letras en homenaje de aquellos combatientes que hicieron posible el triunfo de nuestra Fe frente al hereje invasor inglés.

¡Ay la ciudad abierta!
¡Ay la ciudad confiada que saca por la noche, para hamacar la luna, sus sillas a la puerta!

¡Ay de ti, Buenos Aires, que llega a pretenderte, con sus ojos azules y su piratería
El visitante rubio que ni siquiera sabe saludarte llamando: «Ave María»!

Pero ¿acaso podía triunfar contra el destino de la ciudad predestinada
Toda la piratería y los ojos azules de la gringada?

(Dicen que les decían gringos porque, curándose en salud,
Añoraban sus tierras por anticipado cantando unas canciones que empezaban: Green good).

Ellos venían a conquistar una colonia perdida en cualquier parte de cualquier hemisferio,
Y nosotros éramos nada menos que la avanzada –la incómoda avanzada– de un Imperio.

Ellos traían sus uniformes colorinches, de esos que se alquilaban indistintamente para bufones y para soldados,
Y nosotros teníamos nuestros soldados vestidos con los colores de los pájaros y con los colores de los enamorados.

Ellos traían su religión recibida de la locura de un rey necesitado y de las aficiones de una reina conocida
Por el sobrenombre necesario de la profesión que se nombra con una palabra prohibida.

Nosotros teníamos la pura religión nacida del agua del Bautismo y del árbol de la Redención
Y teníamos, para defendernos de las tentaciones del espíritu, el Tribunal de la Santa Inquisición.

Ellos traían su tristeza, la invencible tristeza inseparable del crimen de herejía,
Y nosotros teníamos, por encima de todo, nuestra alegría.

La alegría de reír cuando ríe la pajarería de la vida presente,
Y, con la alegría de la Vida futura, la divina alegría de llorar limpiamente.

De llorar de alegría por el viejo pecado
Que iluminó la sangre transparente de Jesucristo resucitado.

La alegría de esperar cada día, como un nuevo milagro, la aurora y el clavel
Y amar la inutilidad de la mariposa y la servidumbre de la miel.

Amar gloriosamente, con un amor latino,
Lo grande y lo pequeño, la novia cotidiana y la conquista del vellocino;

Lo grande por ser grande, y lo pequeño
Porque también forma parte del argumento de nuestro sueño.

Por eso, porque nuestro amor tiene razones y el corazón tiene intereses
Indiscutiblemente superiores a las conveniencias razonadas y a los intereses ingleses,

Porque la razón de nuestra vida
Es la razón irreductible y la medida de la vida es nuestra falta de medida,

Porque tenemos el sentido español de las cosas
Y si vendemos trigo a los judíos no les vendemos nuestras rosas,

Porque conservamos todavía
-A pesar de la escuela pública y la radiotelefonía-

El orgullo de creernos un pueblo y no tan sólo un electorado
Susceptible de venderse y comprarse por un poco de asado con cuero y otro poco de vino falsificado.

Porque todavía tenemos el orgullo imperial y casero
De faltar el respeto al comerciante y de respetar al pordiosero,

Porque Dios no quería que nuestros hijos rezaran en una lengua hereje
(Y que me perdonen los cuatro o cinco católicos que desean el triunfo de Inglaterra sobre el Eje)

Porque no era posible que una ciudad fundada contra el hambre y el fuego
Se entregara con las manos atadas al capricho del primer pirata palaciego.

(De un pirata mercader de piratas, que ni siquiera tenía para conquistarla con su prestigio de guapo o con su fama de malo
El obligado parche en el ojo y la obligada pata de palo)

Porque no era posible que la sangre española, nuestra sangre española, nuestro ser y sentido
Malograra la historia de un Imperio por el halago del casamiento con un contrabandista enriquecido,

Porque creíamos en la Penitencia y en la Eucaristía y en la Virgen María y en su amable asistencia,
A veces por motivos de enseñanza y a veces por motivos de experiencia.

Por eso, por la sangre que exige amor de sangre, nos alzamos en armas contra el aventurero
Heredero de todo lo caído y legatario floreciente de Lutero.

(¡Y qué grande sería nuestro odio al inglés
Que aceptamos, para rechazarlo, el mando militar de un francés!)

Allí fue la patriada
De mostrar que la honra no se hereda por nada.

Allí el mostrar que puede tanto como el soldado
La mujer destinada y el niño destinado.

(¡De pie para escucharlo!), que he nombrado al futuro restaurador del orden de los Conquistadores,
Don Juan Manuel de Rosas, probando su caballo sobre los invasores.)

Allí el morir matando, que el quinto mandamiento no rige en el supuesto
De tener que matar a un hereje molesto. 

Allí la fama ardiente y allí la gloria pura
De quemarse en la gloria de la gloria futura.

Allí la voz que clama por la patria que llega,
Y el cielo embanderado y el alma de rodillas entre el Alfa y la Omega:

De rodillas, como corresponde recibir el espaldarazo de la Caballería,
Sobre todo cuando se lo recibe en pleno campo de batalla contra la herejía,

Como corresponde a un pueblo (y vuelvo a pronunciar esta palabra con el temor de que se la tome en su acepción pequeño-liberal),
A un pueblo que nacía bajo un cielo alumbrado por un sol imperial.

¡Ay de ti, Buenos Aires! ¡Ay la firme doncella de la antigua cruzada!
¡Que te me estás poniendo demasiado señora acomodada!

* En «Revista Cabildo», Año I, n° 3. Buenos Aires, 5 de julio de 1973; y reproducido luego en «Ignacio B. Anzoátegui», de Jorge N. Ferro / Eduardo B. M. Allegri. Ediciones Culturales Argentinas, Bs. As., 1983.

____________________________ 

Para ver otras publicaciones anteriores referentes a las Invasiones Inglesas y a la Reconquista, pueden descargarse  AQUÍ, AQUÍAQUÍ, AQUÍ y AQUÍ.

blogdeciamosayer@gmail.com