«Preludio» - Ramiro de Maeztu (1874-1936)
«...En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros padres, que nos llama al porvenir por que lucharon. Y aunque nos duele España, y nos ha de doler aún más en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de no ponernos a hacer lo que debemos».
Esta introducción fue publicada el 15 de diciembre de 1931 como artículo-programa de la revista «Acción Española». Un jurado benévolo la escogió para el premio «Luca de Tena» de aquel año. Al recogerla con el asenso de la revista donde vieron la luz primera los más de los trabajos de este libro, la he llamado «Preludio», porque esta palabra no significa meramente lo que da principio a una cosa, sino que sugiere también, por su uso musical, que se trata de un comienzo especialísimo, en el que se anuncian los temas que van a desarrollarse en el curso de la obra.
España es una encina media
sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada
y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no
en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que
España dejó de creer en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales
más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su
propio ser. Ni su Salmerón, ni su Pi Margall, ni su Giner, ni su Pablo
lglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento nuevo que
el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar modestamente, pero
como valores positivos y universales, un Balmes, un Donoso, un Menéndez Pelayo,
un González Arintero. No hay un liberal español que haya enriquecido la
literatura del liberalismo con una idea cuyo valor reconozcan los liberales extranjeros,
ni un socialista la del socialismo, ni un anarquista la del anarquismo, ni un
revolucionario la de la revolución.
Ello es porque en otros países
han surgido el liberalismo y la revolución por medio de sus faltas, o para
castigo de sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era
desarrollar, adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos
juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en España,
allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra
admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por
eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos llamar la Antipatria, lo
que explica su esterilidad, porque la Antipatria no tiene su ser más que en la
Patria, como el Anticristo lo tiene en el Cristo. Ovidio hablaba de un ímpetu
sagrado de que se nutren los poetas: Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit.
El ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor
universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y fuera
de la vía, no hay sino extravíos.
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Durante veinte siglos, el camino
de España no tiene pérdida posible. Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse
sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En
la lengua del Lacio recibe el Cristianismo, y con el Cristianismo el ideal. Luego
vienen las pruebas. Primero, la del Norte, con el orgullo arriano que proclama
no necesita Redentor, sino Maestro; después la del Sur, donde la moral del
hombre se abandona a un destino inescrutable. También los españoles pudimos
dejarnos llevar por el Kismet. Seríamos ahora lo que Marruecos o, a lo sumo,
Argelia. Nuestro honor fue abrazarnos a la Cruz y a Europa, al Occidente, identificar
nuestro ser con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la Cruz a la
Alhambra descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, el día en que
la Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza. La corriente
histórica nos hacía tender la Cruz al mundo nuevo.
Ahí están los manuscritos del
padre Vitoria. El tema que más le preocupó fue conciliar la predestinación
divina con los méritos del hombre. No podía creer que los hombres, ni siquiera
algunos hombres, fuesen malos porque la Providencia los hubiera predestinado a
la maldad. Sobre todos los mortales debería brillar la esperanza. Sobre todos
la hizo brillar el padre Vitoria con su doctrina de la Gracia. Algunos
discípulos y colegas suyos la llevaron al Concilio de Trento donde la hicieron
prevalecer. Salvaron con ello la creencia del hombre en la eficacia de su voluntad
y de sus méritos. Y así empezó la Contrarreforma. Otros discípulos la
infundieron en el Consejo de Indias, e inspiraron en ella la legislación de las
tierras de América, que trocó la conquista del Nuevo Mundo en empresa evangélica
y de incorporación a la Cristiandad de aquellas razas a las que llamaban los
Reyes de Castilla «nuestros amigos los indios». ¿Es que se habrá agotado ese
ideal? Todavía ayer moría en Salamanca el padre González Arintero. Y suya es la
sentencia: «No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos sin
excepción se les da –“proxime” o “remote”– una gracia suficiente para la
salud...»
¿Han elaborado los siglos
sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? De la posibilidad de salvación se
deduce la del progreso y perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los
hombres pueden salvarse, es afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo
político, que pueden progresar. Es ya comprometerse a no estorbar el
mejoramiento de sus condiciones de vida y aun a favorecerlo en todo lo posible.
¿Hay ideal superior a éste? Jamás pretendimos los españoles vincular la
Divinidad a nuestros intereses nacionales; nunca dijimos como Juana de Arco: «los
que hacen la guerra al Santo Reino de Francia, hacen la guerra al Rey Jesús»,
aunque estamos ciertos de haber peleado, en nuestros buenos tiempos, las
batallas de Dios. Nunca creímos, como los ingleses y norteamericanos, que la
Providencia nos había predestinado para ser mejores que los demás pueblos.
Orgullosos de nuestro credo, fuimos siempre humildes respecto a nosotros
mismos. No tan humildes, sin embargo, como esa desventurada Rusia de la
revolución, que proclama el carácter ilusorio de todos los valores del espíritu
y cifra su ideal en reducir el género humano a una economía puramente animal.
El ideal hispánico está en pie.
Lejos de ser agua pasada, no se superará mientras quede en el mundo un solo hombre
que se sienta imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y enterrarlo,
mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del planeta, la idea
nuestra seguirá saltando de los libros de mística y ascética a las páginas de
la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español culto vivir de espaldas
a la Historia y perderse en los cines, los cafés y las columnas de los diarios!
Pero cada piedra nos habla de lo mismo. ¿Qué somos hoy, qué hacemos ahora
cuando nos comparamos con aquellos españoles, que no eran ni más listos ni más
fuertes que nosotros, pero creaban la unidad física del mundo, porque antes o
al mismo tiempo constituían la unidad moral del género humano, al emplazar una
misma posibilidad de salvación ante todos los hombres, con lo que hacían
posible la Historia Universal, que hasta nuestro siglo XVI no pudo ser sino una
pluralidad de historias inconexas? ¿Podremos consolarnos de estar ahora tan
lejos de la Historia, pensando que a cada pueblo le llega su caída y que hubo
un tiempo en que fueron también Nínive y Babilonia?
Pero cuando volvemos los ojos a
la actualidad, nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos
que fueron españoles están continuando la obra de España, porque todos están
tratando a las razas atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y en la
esperanza de que podrán salvarlas; y también con que la necesidad urgente del mundo
entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que resucite y
se extienda por toda la faz de la Tierra aquel espíritu español, que
consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque distinguía los hermanos
mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evidencia de las
desigualdades. Así la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una
fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de
Madrid; o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el
brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está
pidiendo los músicos que sepan continuarla.
✠ ✠ ✠
La sinfonía se interrumpió en
1700, al cerrarse para siempre los ojos del Monarca hechizado. Cuentan los historiadores
que, a fuerza de pasar por nuestras tierras tropas alemanas, inglesas y
francesas, aparte de las nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra
de Sucesión se habían esfumado todas las antiguas instituciones españolas,
excepto la corona de Castilla. España era una
pizarra en limpio, donde un Rey y una Corte extranjeros podían escribir lo que
quisieran. Mucho de lo que dijeron tenía que decirse, porque el país
necesitaba «academias y talleres, carreteras y canales». Embargados en cuidados
superiores nos habíamos olvidado anteriormente de que lo primero era vivir. Pero cuando se dijo que: «Ya no hay Pirineos», lo que
entendió la mayor parte de nuestra aristocracia es que Versalles era el centro
del mundo. Pudimos entonces economizar las energías y esperar a que se restaurasen
para seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no
éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no
somos, en vez de ser nosotros mismos, pero con todo el Poder asequible.
Estos doscientos años son los de
la Revolución. ¿Concibe nadie que Sancho Panza quiera sublevarse contra Don Quijote.
El hombre inferior admira y sigue al superior, cuando no está maleado, para que
le dirija y le proteja. El hidalgo de nuestros
siglos XVI y XVII recibía en su niñez, adolescencia y juventud una educación
tan dura, disciplinada y espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su
superioridad. Todavía en tiempos de Felipe IV y Carlos II sabía manejar con
igual elegancia las armas y el latín. Hubo una época en que parecía que
todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero
cuando la crianza de los ricos se hizo cómoda y suave, y al espíritu de
servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la Monarquía Católica en
territorial y los caballeros cristianos en señores, primero, y en señoritos
luego, no es extraño que el pueblo perdiera a sus patricios el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el cambio de
ideales había ya un abandono del espíritu a la sensualidad y a la naturaleza;
pero lo más grave era la extranjerización, la voluntad de ser lo que no éramos,
porque querer ser otros es ya querer no ser, lo que explica, en medio de los
anhelos económicos, el íntimo abandono moral, que se expresa en ese nihilismo
de tangos rijosos y resignación animal, que es ahora la música popular
española.
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Siempre ha tenido España buenos
eruditos, demasiado conocedores de su Historia para poder creer lo que la envidia
de sus enemigos propalaba. La mera prudencia dice, por otra parte, que un
pueblo no puede vivir con sus glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo,
sin que propenda a huir de sí mismo y disolverse, como lo viene haciendo hace
ya más de un siglo. Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo instintivo que
formuló desesperadamente Cánovas: «Con la Patria se está con razón y sin razón,
como se está con el padre y con la madre». La
historia, la prudencia y el patriotismo han dado vida al tradicionalismo
español, que ha batallado estos dos siglos como ha podido, casi siempre con
razón, a veces con heroísmo insuperable, pero generalmente con la convicción
intranquila de su aislamiento, porque sentía que el mundo le era hostil y
contrario el movimiento universal de las ideas.
Los hombres que escribimos en Acción Española sabemos lo que se ha
ocultado cuidadosamente en estos años al conocimiento de nuestro público
lector, y es que el mundo ha dada otra vuelta y ahora está con nosotros. Porque
sus mejores espíritus buscan en todas partes principios análogos o idénticos a
los que mantuvimos en nuestros grandes siglos. Queremos traer esta buena
noticia a los corazones angustiados. El mundo ha dado otra vuelta. Se puede
trazar una raya en 1900. Hasta entonces eran adversos a España los más de los
talentos extranjeros que de ella se ocupaban. Desde entonces nos son
favorables. Los amigos del arte se maravillan de los esfuerzos que hace el
mundo por entender y gozar mejor el estilo barroco, que es España. Y es que han
fracasado el humanismo pagano y el naturalismo de los últimos tiempos. La
cultura del mundo no puede fundarse en la espontaneidad biológica del hombre,
sino en la deliberación, el orden y el esfuerzo. La salvación no está en hacer
lo que se quiere, sino lo que se debe. Y la física y la metafísica, las
ciencias morales y las naturales nos llevan de nuevo a escuchar la palabra del
Espíritu y a fundar el derecho y las instituciones sociales y políticas, como
Santo Tomás y nuestros teólogos juristas, en la objetividad del bien común, y
no en la caprichosa voluntad del que más puede.
Venimos, pues, a desempeñar una
función de enlace. Nos proponemos mostrar a los españoles educados que el
sentido de la cultura en los pueblos modernos coincide con la corriente
histórica de España; que los legajos de Sevilla y Simancas
y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo no son tumbas de una España muerta,
sino fuentes de vida, que el mundo, que nos había condenado, nos da
ahora la razón, arrepentido, por supuesto, sin pensar en nosotros, sino
incidentalmente, porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser, en
cuya defensa está la esencia misma del ser, según los mejores ontologistas de
hoy; porque también la filosofía contemporánea viene a decirnos que hay que
salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos reducido a la
trivialidad a un pueblo que vivió durante más de dos siglos en la justificada
persuasión de ser la nueva Roma y el Israel cristiano.
Harto
sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre. Descuidos seculares no
pueden repararse sino con el esfuerzo continuado de generaciones sucesivas.
Pero lo que vamos a hacer no podemos por menos de hacerlo. Ya no es una mera
pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España, y España es parte
esencial de nuestras vidas. No somos animales que se resignen a la mera vida
fisiológica, ni ángeles que vivan la eternidad fuera del tiempo y del espacio.
En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros padres, que nos llama al
porvenir por que lucharon. Y aunque nos duele España, y nos ha de doler aún más
en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de no
ponernos a hacer lo que debemos.
* Prólogo de «Defensa de la Hispanidad»,
Editorial Poblet, Buenos Aires – 1942.
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