«El último día de un mártir» - Juan Carlos Goyeneche (1913-1982)
Este 6 de agosto se cumplen 150 años del martirio de Don Gabriel García Moreno, cuya causa para llegar a los altares se encuentra inexplicablmente estancada. Vayan pues en su memoria y como homenaje, estas espléndidas líneas que fueron escritas al cumplirse el centenario de tan vil asesinato.
A la memoria de los
profesores Jordán Bruno Genta y Carlos Alberto Sacheri, que donaron su sangre
generosa por el honor de Dios y la grandeza de la Patria.
Un hombre no es totalmente
un hombre, escribió Ortega y Gasset en un artículo de juventud, si no tiene en
su espíritu algo por lo que está dispuesto a morir. No hay hombre cabal, es
cierto, si no siente latir en su interior un ideal por el que esté resuelto a
dar la vida. Y Rainer María Rilke, el poeta de la propia muerte, dice que todo
hombre construye, día a día, con minucia, entre aspiraciones, renuncias y
afanes, la muerte que coronará la vida como un corolario de la existencia,
feliz o desgraciada de cada uno: «La muerte propia».
Hay muchos modos de morir. Están
los que mueren hinchados de ansiedad, de deseos no logrados, de asfixiantes
frustraciones; aquellos en cuyos pechos agonizantes los deseos insatisfechos
rumian hasta convertirse en el lúgubre ronquido del último estertor. Otros en
la muerte se encogen, se desinflan y arrugan, como un globo que pierde aire y
se extingue con un silbido sin grandeza, como última manifestación de una vida
mediocre.
Pero, los hay –los menos– para
quienes la muerte viste sus mejores galas. No se cuida del aparato externo que
anuncia su proximidad. No es el caso de sorprender a quien está familiarizado
con ella, y la aguarda con una sonrisa, fruto de una vida serena, o la ve
llegar como el término que se espera o casi se anhela.
De una muerte así hablamos hoy,
a cien años de ocurrida.
Quito, capital de Ecuador, 6 de
agosto de 1875.
Amanece en Quito, encantadora
ciudad colgada del cielo en la altura de los Andes. El «techo del mundo»
llaman algunos al lugar de su enclave.
¡Iglesia de Santo Domingo, de
altares y columnas deslumbrantes pobladas de ángeles mofletudos que tocan
trompetas sin sonido a la gloria de Dios! ¡San Francisco, llamado justamente el
Escorial de los Andes! ¡La Compañía, monumental sagrario, templo dorado del
techo al suelo que envuelve a quien penetra en ella en un incendio de oro!
Y, más allá, la catedral,
custodia y guía de un pueblo sencillo y cristiano.
En el cementerio de la
ciudad, quieto y silencioso recinto, parece que nada despierta a la brisa
mañanera. De pronto, chirría sobre sus goznes la pesada reja de la puerta y se
cierra con estrépito metálico porque alguien ha salido a cumplir con su diaria tarea.
Es el justiciero de Dios: la Muerte.
Sale la Muerte con su capa gris
movida por la brisa de la mañana. Su paso es lento y majestuoso; hay algo grave
y solemne en su pálido rostro. Porque hoy va en busca de alguien acostumbrado a
tratar con ella y que quizás la aguarda, diría alguno que supiera adivinar su
letal presencia en el viento frío del amanecer andino.
Continúa la Muerte su lento
caminar, se dirige al centro de la ciudad y se detiene con respeto ante una
antigua casona de amplio portal. Ahí debe esperar hasta que salga quien mora en
ella. Se trata de un hombre de porte distinguido, enjuto, de fino rostro en el
que las muchas responsabilidades han dejado sus huellas. Sus ojos penetrantes
pueden lanzar llamaradas de indignación o miradas de ternura.
Este hombre ha pasado casi toda la noche en vela,
inclinado ante su escritorio, frente a unos pliegos blancos que fue llenando
con letra apretada y nerviosa.
Se trata del mensaje que don
Gabriel García Moreno, presidente del Ecuador, habrá de leer ante el Parlamento
al inaugurarse el período presidencial, para el cual acaba de ser reelegido por
un asentimiento popular avasallador.
En torno a este hombre, en su
país no hay diferencia: o se le ama hasta la exaltación o se le odia. Pero es
lo cierto que la fuerza de su figura es tal, que ha conseguido atraer las
miradas inquisitivas del mundo hacia esta pequeña república de América que
parecía no haber salido aún de la noche de la Historia.
Al final de la mañana piensa
dirigirse a la Casa de Gobierno para dar a conocer el mensaje a sus ministros.
Por lo tanto, ha pedido a su servidumbre que no permita entrar a nadie a la
casa porque debe terminar el trabajo en que está empeñado.
Sin embargo, un sacerdote llega
e insiste en ver al Presidente con tanto empeño que logra que García Moreno lo
reciba. «Vengo a anunciarle –le dice– que sus días están contados.
Está resuelto su asesinato en el más breve plazo. Mañana, quizás. Tal vez hoy
mismo. Tome usted sus medidas». –«¿Qué medidas me aconseja?» –pregunta
el Presidente–. –«Una buena escolta». –«En la escolta hay hombres a
sueldo, eso quiere decir que puede haber quien pague más. La única medida que
debo tomar es estar pronto a comparecer ante el tribunal de Dios». Dicho lo
cual despide tranquilamente al sacerdote. La servidumbre referirá que luego
pasó gran parte de la madrugada en oración.
Cuando la Iglesia sufrió
el despojo de sus Estados temporales, ante el silencio de todas las naciones
poderosas, sólo el Ecuador elevó una protesta a los gobiernos de Europa y de
América que, o no fue contestada, o apenas motivó notas de compromiso. El hecho
de haber otorgado el gobierno del Ecuador el diezmo de sus rentas para la ayuda
del Pontífice despojado dio lugar a un cambio de cartas entre éste y don
Gabriel García Moreno. Gratitud emocionada en las cartas de Su Santidad Pío IX.
Protestas de fidelidad y sentimientos cristianos en las del Presidente. En una
última de éste, pocos días antes del fatídico 6 de agosto en el que nos
hallamos, García Moreno termina la carta con las siguientes palabras:
«Ahora
que las logias de los países vecinos, hostigadas por las de Alemania, vomitan
contra mí toda clase de injurias y calumnias, necesito más que nunca de la
protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión. ¡Qué
felicidad tan inmensa sería para mí, Santísimo Padre, si vuestra bendición me
alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso
derramar la suya en la Cruz por nosotros!».
Hoy, seis de agosto, es el día
de la Transfiguración del Señor, y, además, primer viernes de mes, dedicado al
Sagrado Corazón de Jesús, al que en ocasión solemne García Moreno le había
consagrado oficialmente su querida Patria. Por ese motivo sale de su casa hacia
la iglesia de Santo Domingo. Allí oye misa y comulga. La gente que lo vio dirá
luego que el Presidente prolongó su acción de gracias por largo tiempo. De
Santo Domingo el Presidente volvió a su casa y estuvo con su familia por la que
sentía particular ternura. Porque la preocupación por los negocios públicos no
le posponía los afectos familiares. Pocas veces se vio un padre tan solícito
con sus hijos. A su mujer, Mariana, la idolatraba. En una ocasión en que se
hallaba enferma le escribió: «Tu salud y tu vida me interesan más que la mía».
Y en otra oportunidad concluye una carta con estas palabras: «Te quiero,
amorcito, con tanta vehemencia que después de Dios y de la Virgen tú eres lo
primero en mi pensamiento y lo único en mi corazón».
Pero ni los cuidados familiares
ni los negocios de Estado le impedían a este hombre extraordinario visitar
hospitales, atender personalmente a enfermos, enseñar catecismo y recorrer el
país acercándose amorosamente al pueblo para administrar justicia.
Como su admirado San Luis Rey de
Francia bajo la encina de Vincennes, García Moreno lleno de amor y compasión se
acercaba a las pobres gentes para ayudarlas o darles algún consuelo.
Su forma de administrar justicia
era, a veces, no por pintoresca, menos eficaz. El anecdotario es inmenso. Hoy
todavía se oye contar a quienes han oído los hechos de boca de sus mayores. Un
ejemplo entre muchos: cierto día, en una de sus correrías, encuentra a una
pobre viuda que le cuenta acongojada que ha sido despojada de su tierra por un
individuo que, al adelantarle en un momento de apuro la suma inicial de un
préstamo, le hizo firmar un documento por el cual quedaba legalmente dueño del
patrimonio de la mujer. El fino sentido de García Moreno advirtió que oía la
exacta verdad.
Hizo llamar al presunto
culpable, el cual se concretó a exhibir los papeles en regla que había obtenido
por coacción en un momento de apuro económico de la viuda. Entonces el
Presidente le dijo: «Amigo, quizás haya pensado mal de usted y quiero
reparar mi falta. Necesito un hombre probo de sus condiciones para un cargo que
acabo de crear: gobernador de las islas de las Galápagos (islas
ecuatorianas que se encuentran en medio del océano Pacífico habitadas sólo por
pájaros marinos y enormes tortugas). Pero como no conviene que usted viaje
sin escolta lo acompañarán hasta allí dos guardias de la mía».
El hombre, desesperado, llamó a
la viuda y le devolvió los documentos rogándole que intercediera para que el
Presidente no llevara a cabo su nombramiento. Esta así lo hizo. «Yo lo había
nombrado gobernador –se cuenta que dijo García Moreno sonriendo–; mas ya
que tiene tan poco apego por las dignidades, se le puede comunicar que acepto
su dimisión».
Al dar la una en un reloj de la
casa tomó el Presidente los folios en los que había escrito el mensaje, noble
documento que hoy se encuentra cubierto de sangre, conservado dentro de un
estuche de cristal de roca en el Vaticano como una apreciada reliquia, desde
que el gobierno del Ecuador lo ofreciera a Su Santidad León XIII.
Después de la breve estación en
su casa, salió en dirección al Palacio de Gobierno, pero al pasar frente a la
casa de su suegro, al que mucho estimaba, entró en ella para saludarle. «No
deberías salir —le dijo éste—. No puedes ignorar que tus enemigos te
están siguiendo los pasos». –«Qué suceda lo que Dios quiera»,
contestó García Moreno, y recitó el Salmo de David: «Nisi dominus
custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam» («Si el Señor no
custodia la ciudad, en vano vigilan los que la guardan»). «Yo estoy puesto en
manos de Dios. A mí me podrán matar, pero...¡Dios no muere!».
¡Dios no muere! Ese fue el leit-motiv
de su vida, sobre todo desde los últimos tiempos en que sintiera que se iba
cerrando en torno a él el cerco del odio anticristiano.
A un amigo querido, camarada
desde el colegio que partía para Europa, al darle un abrazo le dijo: «Ya no
nos veremos más. Sé que voy a morir asesinado. Nos encontraremos en el cielo...».
Mientras caminaba hacia la Casa
de Gobierno la campana de la Catedral empezó a tañer advirtiendo que estaba
expuesto «Nuestro Amo», como entonces se llamaba castellanamente –costumbre
que permanece hoy– a Dios en la Eucaristía. Resolvió hacer un rato de
adoración.
Ahora entraba en la Catedral
como un simple fiel. Un tiempo antes, terminaba una misión en Quito de los
Padres Redentoristas que habían levantado en la plaza mayor una gran cruz de
madera, destinada a quedar luego dentro de la Catedral. Al disponerse su traslado,
el pueblo de Quito vio adelantarse al presidente de la República que tomó el
madero sobre sus hombros y lo introdujo personalmente hasta el altar de la
Virgen de los Dolores.
Ahora los conjurados confluyen
en la Plaza Mayor por las cuatro esquinas, se acercan unos a otros, se hablan y
se retiran cautelosos. Por último se reúnen en un café al que convierten en
cuartel general de la infamia.
Los conjurados son varios: dos
ex seminaristas de los jesuitas, uno de los cuales expulsado de la Orden; un
colombiano, Rayo, el más resuelto, y otros.
Todos tienen ocultas sus
pistolas. Rayo lleva entre sus ropas un afiladísimo machete, arma que sirve a
los campesinos para abrirse paso en la selva.
Entre tanto, García Moreno está
de hinojos ante Dios en el último coloquio con Él. Recorre las primeras
palabras de su Mensaje: «Desde que poniendo en Dios toda nuestra esperanza y
apartándonos de la corriente de impiedad y apostasía que arrastra al mundo en
esta aciaga época nos reorganizamos en 1869 como nación realmente católica,
todo va cambiando día a día, para bien y prosperidad de nuestra querida patria».
Y repasa así ante el Señor todo
el curso de realizaciones debidas a su tenacidad y a su esfuerzo, animados
siempre por el favor divino: los caminos y carreteras que cruzan el país y unen
el litoral con la montaña; las múltiples escuelas; la elevación y cristianización
del indio por medio de órdenes religiosas europeas, muchas de las cuales
perseguidas en sus países de origen.
Pero la obra de elevación
cultural no descuida el orden económico. Así el sucre (signo monetario
ecuatoriano), caso asombroso, llega a paridad con el dólar y se mantiene en
ella durante los años de sus mandatos. Son tales los logros, que García Moreno
termina el mensaje con estas cristianísimas palabras «Si he cometido falta,
os pido perdón mil veces y lo pido con lágrimas sincerísimas a todos mis
compatriotas, seguro que mi voluntad no ha tenido parte en ella. Si, al
contrario, creéis que en algo he acertado, atribuidlo primero a Dios y a la
Inmaculada dispensadora de los tesoros inagotables de la Misericordia, y,
después, a vosotros, al pueblo, al ejército, y a todos los que me han secundado
con inteligencia y lealtad a cumplir mis difíciles deberes».
Mientras
en Europa la ideología liberal va construyendo una concepción del Estado libre
de toda norma trascendente, creador de su propio derecho, García Moreno quiso
aplicar en su país los principios cristianos, el rigor del SYLLABUS. Por eso consagró la nación al Sagrado Corazón de Jesús,
precisamente cuando Europa era invadida por el laicismo y se hallaba en una
apostasía progresiva.
Lo que admira en este hombre,
sobre todo, es su autenticidad. Quien al visitar la hermosa ciudad de Quito, al
pie del Pichincha, haya tenido el privilegio de llegar hasta los objetos
íntimos de este hombre insigne que se guardan religiosamente, como me sucedió a
mí, no podrá menos de emocionarse ante el ajado ejemplar de la IMITACION DE CRISTO, de Tomás
de Kempis, que fuera compañero inseparable de su vida. Allí, en la última
página en blanco está escrita de su puño y letra una lista de propósitos que
revelan el temple de su alma cristiana y constituye todo un retrato moral: «Oración
de mañana y pedir particularmente la humildad. Misa y rosario diarios y
meditación con el Kempis. Conservar la presencia de Dios sobre todo al hablar,
para refrenar la lengua. Ofrecer todas las obras a Dios antes de empezarlas.
Contenerme viendo a Dios y la Virgen. Hacer lo contrario de lo que me incline
en caso de cólera; ser amable con los importunos».
Este era, pues, el hombre que
los feligreses de Quito veían de rodillas ante el Santísimo, recorriendo
interiormente la obra de su gobierno contenida en el Mensaje. Es un jefe de
Estado, tiene derecho, pues, a un lugar en el estado de los que mandan. Pero
cuando aparece en el escenario de los grandes, naturalmente, choca. Es como el Bautista, el profeta airado y fiel, cuya sola
existencia es un reproche vivo, imposible de soportar. Como aquél, lleva una
cintura de penitencia que le hiere la carne poca; y la hoguera del corazón le
sube a los ojos en llamaradas de amor o de ira.
¡Qué
duro contraste! Sus contemporáneos en el poder son de aquella catadura
oligárquica y distante que, en la parábola divina, permitió al levita y al
sacerdote pasar junto al pobre robado y herido, camino de Jericó, sin oír los
lamentos helados de su agonía.
El panorama europeo es
desconsolador; poderes civiles envilecidos, fastos lujosos organizados para la
adulación. Oportunistas trepadores hábiles en subir a las alturas válidos de
sus sucias garras de roedores. Epulones ocupados en evitar que las migajas caigan
de las mesas. Festines en torno a carnes y vinos con los lamentos de los
lázaros agonizantes como música de fondo del hartazgo. Funcionarios que
gobiernan indiferentes sobre pueblos en los que sólo hay dos formas de vivir:
la miseria o la prosperidad. Y, por consiguiente, también sólo dos formas de
muerte: por hambre o por indigestión.
El
panorama de las naciones no es mejor. En Francia, después de una trayectoria
militar brillante, domina una monarquía sensual, advenediza. En Inglaterra, los
banqueros hebreos ofrecen libras a cambio de alcurnia. La aristocracia inglesa
preocupada sólo por las formas externas y el confort se corrompe, y admite al
judaísmo en su sangre para así dominar mejor el mundo económico. En Rusia,
donde brillan los últimos chisporroteos bizantinos –oro, incienso y pedrerías–,
la monarquía se distancia del pueblo y hace posible futuras tiranías. En
España, el liberalismo de los Borbones acentúa la decadencia de una nación
tradicionalmente fiel a Cristo y a su Iglesia. Allí la voz apocalíptica de
Donoso Cortés salva el honor de España. En Alemania, en pleno kulturkampf,
el protestantismo de Prusia, ácido y violento, genera una guerra abierta al
catolicismo. En Italia, tras la acción de masones y carbonarios, se invade el
reducto temporal de la Iglesia de Cristo. ¡Y todos callan!, tanto las naciones
cristianas como las otras que se conforman sólo con llamarse justas.
En medio del silencio cómplice
de los grandes, sólo una voz disuena. Es la voz del más pequeño, del más
humilde. Parte de un lugar perdido en medio de los Andes. Y aquí está el
responsable de la gallarda protesta: don Gabriel García Moreno, de hinojos ante
el Santísimo en la Catedral de Quito el 6 de agosto de 1875. Él no busca
honores ni aplausos en el escenario mundial; únicamente quiere ser fiel a la
Verdad, a Cristo y a la Iglesia. Pero su compañía se hace intolerable para sus
poderosos contemporáneos.
«¡No es de los nuestros» –gritan
los oportunistas–. «¡Qué pretende hacer aquí este retrógrado, esta criatura
medieval!», corean los liberales.
Hasta que, por último, de la
masonería de Alemania parte la sentencia: «Este hombre debe morir». Su
solo existir es un reproche vivo que quema la conciencia.
Y así salen los emisarios con el
mandato hacia los cuatro puntos cardinales. Pero entre tanto, en Quito, este
hombre cristiano continúa construyendo con fiebre de amor su propia muerte.
Ha terminado su oración ante el
Santísimo. Entonces sale de la Catedral. Apenas atravesar la calle y se
encontrará ante los escalones que suben a la Recova y conducen al Palacio de
Gobierno. Mientras los sube, nos gusta imaginar que su memoria recuerda la
Epístola a Fabio, poema escrito por él hace un tiempo cuando se enteró de un
complot contra su vida, y que Menéndez y Pelayo incluye en su antología de la
poesía hispanoamericana:
«Préstego, triste el pecho me lo anuncia
en sangrientas imágenes que en torno
siento girar en agitado ensueño...
Plomo alevoso romperá silbando
mi corazón tal vez; mas si mi Patria
respira libre de opresión, entonces
descansaré feliz en el sepulcro».
Ya ha llegado a la parte
superior. Comienzan los arcos de los soportales. Pasa el primero lentamente;
luego el segundo; enseguida sigue el tercero. En el cuarto, oculto por la ancha
pared está Rayo, pegado a ella. El corazón le late con violencia. La mano
aprieta con fuerza el plomo del machete.
Ya está García Moreno ante su
vista, dándole las espaldas: ¡Las espaldas! El blanco preferido por los
miserables. Levanta el asesino el afilado machete y lo deja caer con violencia
sobre su víctima. Para los golpes siguientes se anima con imprecaciones: «¡Muere
tirano!»; «¡Muere jesuita hipócrita!»... García Moreno con el rostro
ensangrentado alcanza a decir con voz potente: «¡Dios no muere!»...
Un mulato que advierte lo que
pasa acude en su ayuda gritando «¡Matan al Presidente!» Pero él también
es herido por el asesino.
Rayo, actuando como un poseso,
empuja a García Moreno y lo hace caer a la Plaza. Allí están los otros que
descargan sus pistolas sobre el cuerpo del infortunado. Enseguida llega Rayo y
continúa su odiosa carnicería. Gente que cruza la plaza y muchos vecinos acuden
a auxiliar al Presidente. No es el pueblo liberado de una tiranía –como
esperaban los conjurados– el que reacciona así. Es el pueblo que advierte que
pierde un padre.
Un sacerdote que se acerca le
imparte los últimos sacramentos. Le interroga, ante la gente apiñada en torno
al malherido, si perdona a sus asesinos. García Moreno asiente con la cabeza.
Los asesinos se dispersan
rápidamente. Rayo, cojeando, porque una bala destinada al Presidente le ha
atravesado una pierna, quiere huir, pero una multitud enardecida lo sigue y
comienza a darle golpes. Llega un cabo del ejército y para terminar con el linchamiento
del desgraciado le dispara un balazo en la cabeza y le da muerte. De esta
manera el asesino muere en la calle antes que su víctima lo haga en la
Catedral.
Entre tanto atraviesa la plaza
una triste procesión que lleva el cuerpo agonizante de García Moreno hacia la Catedral,
porque él ha pedido que allí lo conduzcan. Al entrar se dirige al altar de
Nuestra Señora de los Dolores y lo depositan a los pies de la Virgen. Así la
Madre Dolorosa recibe otro hijo desclavado de su Cruz. De esa Cruz alta de
madera que, en su día, García Moreno llevó hasta allí cargándola sobre sus
hombros, donde hoy todavía se encuentra, y a cuyos pies exhala el último
suspiro.
Manuel Gálvez en su Vida de Don
Gabriel García Moreno ha seguido la huella de los asesinos como un sabueso
policial para saber cuál fue su fin. Muchos de los que han huido son arrestados
en distintos puntos del país y fusilados. Hay uno que enloquece y muere sin
salir de su noche mental. Esto le hace concluir al ilustre escritor argentino: «¡Asesinados,
fusilados, enloquecidos... no ha ocurrido en América una tragedia más
espantosa!».
¡Todos los actores de este drama
tuvieron al fin su propia muerte! Pero sólo uno, la víctima, el principal
actor, cultivó en su espíritu algo superior y trascendente por lo cual se
sintió capaz de dar la vida.
Esa coherencia entre su noble
vida y su trágica muerte convirtió a don Gabriel García Moreno en el más
egregio ciudadano de su patria andina y en uno de los mayores próceres de
América.
Hoy, a cien años de su
holocausto, nuestra oración y nuestro pensamiento se elevan hacia él con
gratitud porque valoramos el ejemplo formidable que nos dejó para orientar la
conducta de los que, en nuestra tierra americana, por encima de fronteras
endebles o artificiales, quieren luchar por la buena causa de Dios y de la
Patria.
* En «Revista Verbo» (Argentina), N°155, agosto de 1975; y reproducido en «Juan Carlos Goyeneche», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T° IX – Ediciones Dictio – 1976, págs. 292-303.
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