«Clarividencia política de San Martín» - Alberto Ezcurra Medrano (1909-1982)

«El liberalismo hubiese preferido que San Martín ocultara sus opiniones políticas, para así crear la leyenda de un libertador demócrata y liberal...»

Si nadie discute el genio militar de San Martín, no ocurre lo mismo con su genio político. Paul Groussac, historiador cuyos méritos no impiden que sus juicios sean a veces apasionados e inexactos, ha escrito lo siguiente: «Nadie conoce íntimamente a San Martín; sólo nos es familiar su actitud ecuestre: la marcial figura del guerrero eternamente montado y en su arreo de batalla. Faltaría apearle para inducir o conjeturar lo que la inteligencia y el carácter del gobernante hubieran dado de sí, una vez trasladado el libertador de Chile y protector del Perú a la Fortaleza de Buenos Aires que apenas había visto. Pero podemos inferir con certidumbre casi absoluta que las exigencias del mando político habrían sido superiores a sus aptitudes de político. Su renuncia fue una confesión de impotencia, y el que se mostró incapaz de mantener el orden en Lima no había de restablecerlo en el Plata alborotado. Es una puerilidad ir a buscar hoy, en las simpatías epistolares del protector por el Restaurador, los elementos de un juicio histórico respecto de éste, a quien nosotros estudiamos y aquél no estudió. No es dudoso que el famoso legado de la espada de Maipo al “héroe del desierto” importa un juicio, pero quien de él sale juzgado es San Martín. Después de su admiración por el genio sombrío de Monteagudo, su adhesión al americanismo de Rosas completa su fisonomía política. La estrategia de San Martín, decididamente, no se aplica a estas campañas».

A nuestro modo de ver, Groussac hace aquí una confusión lamentable. Una cosa es la aptitud de San Martín para el ejercicio del gobierno y otra su conocimiento de las necesidades nacionales, de las soluciones que convenía adoptar y de los hombres que se disputaban el poder. Su aptitud para el gobierno él mismo fue el primero en negarla, al principio de palabra cuando escribía: «de muy poco entiendo, pero de política menos que de nada»; y luego en los hechos al renunciar al mando siempre que las circunstancias lo pusieron en sus manos. En cuanto a la comprensión de la realidad nacional, demostró poseerla clara y constante desde su desembarco en el Plata hasta el día de su muerte. El patriotismo, virtud hondamente arraigada en su alma, lo mantuvo alejado de banderías políticas y le permitió juzgar recta y desapasionadamente los hombres y los acontecimientos. Juicio certero, que al tener por criterio fundamental el bien de la patria y no el de una facción, se identifica en definitiva con el juicio histórico.

Una sola vez participó activamente San Martín en nuestra política interna. Fue el 8 de octubre de 1812. Gobernaba entonces el Triunvirato, bajo la influencia omnipotente de Rivadavia. La junta grande había sido disuelta y se había creado una Asamblea en la cual las tres cuartas partes de la representación nacional correspondían a Buenos Aires. Habiendo esta Asamblea frustrado una combinación de Rivadavia para ocupar el cargo de vocal en reemplazo de Pueyrredón, fue a su vez disuelta y se convocó una nueva, que se inició con una serie de injusticias en la verificación de los poderes de ciertos diputados. Este régimen centralista y dictatorial no impedía a Rivadavia dictar decretos sobre seguridad individual y sobre libertad de imprenta, a pesar de que sólo existía un diario y éste era gubernista. Pero en cambio se abandonaba el ejército del Norte y al mismo tiempo se pensaba en retirar el que combatía en la Banda Oriental. La mala dirección de la guerra era evidente. Belgrano, intimado a retirarse a todo trance, «aun cuando en el ataque que esperaba del enemigo se declarase la fortuna por sus armas», contestó que «no le era dado hacer imposibles» y presentó batalla. La victoria de Tucumán demostró el error de Rivadavia. Las primeras noticias llegaron a Buenos Aires el 5 de octubre y precipitaron la caída del Triunvirato. El 8, San Martín y Alvear se presentan en la plaza de la Victoria al frente del ejército y exigen la renuncia del gobierno, la elección de nuevos triunviros y la convocación de un congreso general.

Prescindiendo de las consecuencias internas de tal movimiento –consecuencias discutibles, como lo es la obra realizada por la Asamblea del año XIII– es digno de señalarse el móvil de la actitud de San Martín, que no fue de orden meramente político, sino que tuvo en mira ante todo el interés nacional. Comprendiendo que el problema capital era terminar la guerra y asegurar la independencia, quiso organizar la nación en lo político en forma tal que quedase garantizada su organización militar. La subordinación del problema interno al externo, del interés local o partidario al interés nacional y, por sobre todo la independencia. Tal fue su objetivo en la iniciación de su vida pública y tal siguió siéndolo durante toda su vida.

En 1819 el genio político de San Martín fue sometido a una dura prueba. Se hallaba en Mendoza, preparando la campaña del Perú. En Buenos Aires el Congreso acababa de dictar la constitución unitaria y en consecuencia se había encendido la guerra civil. Los caudillos del litoral amenazaban a Buenos Aires y el Director Rondeau, en notas urgentes y «reservadísimas», llamaba a San Martín para que con su ejército impusiera la constitución. San Martín desobedece, cruza los Andes y realiza la campaña victoriosa del Perú.

Esa famosa desobediencia ha sido muy criticada. Miguel Cané le reprocha «el abandono frío que hizo de su patria agonizante para ir a buscar en los campos de batalla, con un ejército que consideraba suyo a la manera de un condottieri italiano, la gloria militar que ambicionaba». Tal juicio es evidentemente injusto. La salvación de la patria no consistía en imponer por la fuerza a las provincias, como se intentaba, una monarquía de corte más o menos liberal y parlamentario, montada sobre la constitución unitaria que las provincias rechazaban. Se acusa a San Martín de haber provocado los «horrores» del año 20. Pero ¿saben los que lanzan tal acusación a qué horrores nos había conducido la imposición violenta del régimen unitario a las provincias? ¿Saben siquiera si hubiese sido posible hacer el año 19 lo que no pudo hacer Lavalle diez años más tarde? ¿Saben si el glorioso ejército de los Andes no se hubiese desorganizado y sublevado luego, como lo hizo el del Norte? Así lo comprendió San Martín y al desobedecer a un gobierno sin autoridad y decidir con su campaña la independencia, libró al país de la guerra interior y exterior.

Terminada su campaña regresó a Buenos Aires, donde fue hostilmente recibido por la oligarquía porteña, y luego pasó a Europa. En 1829 quiso volver a su patria para terminar en ella sus días, pero habiendo tenido noticias de la revolución de Lavalle y del fusilamiento de Dorrego, se detuvo en Montevideo, no sin haberse llegado antes hasta Buenos Aires, para contemplarla por última vez, desde el puerto. Y es en este momento en que va a iniciarse la etapa final de su vida, la del ostracismo definitivo, cuando se hace admirable y aún profética la clarividencia política del general San Martín.

Lavalle, viéndose perdido, le ofrece el gobierno de Buenos Aires. San Martín se niega terminantemente a aceptarlo, manifestando que ya había rechazado igual pedido de parte de los federales. Y funda su rechazo en las siguientes razones: Es conocida mi opinión de que el país no hallará jamás quietud, libertad ni prosperidad sino bajo la forma monárquica de gobierno. En toda mi vida pública he manifestado francamente esta opinión de la mejor buena fe, como la única solución conveniente y practicable en el país. Como las ideas contrarias a mi opinión están en boga y forman la mayoría, yo nunca me resolvería a diezmar a mis conciudadanos para obligarlos a adoptar un sistema en el que vendrán necesariamente a parar aunque tarde y después de mil desgracias».

He aquí, claramente expresado, el pensamiento de San Martín sobre la forma de gobierno. Es el mismo que manifestó en ocasión de debatirse el asunto en el Congreso de Tucumán. Han transcurrido más de cien años desde entonces y aún no nos vemos libres de las «mil desgracias» que San Martín anunció a nuestra república. La guerra civil primero y el demoliberalismo después, han sido las principales. Aun vamos en busca de un equilibrio humanamente imposible de alcanzar. Y si algún día Dios quiere que el orden sea restaurado en el mundo, tal vez se cumpla la profecía del gran argentino.

Veamos ahora cómo San Martín juzgaba la situación del país y también el juicio que le merecía la oligarquía unitaria:

«El objeto de Lavalle –le escribe a O’Higgins– era el que yo me encargase del mando del ejército y provincia de Buenos Aires y transase con las demás provincias a fin de garantir, por mi parte y la de los demás gobernadores, a los autores del movimiento del 1º de diciembre; pero usted conocerá que en el estado de exaltación a que han llegado las pasiones, era absolutamente imposible reunir los partidos en cuestión, sin que quede otro arbitrio que el exterminio de uno de ellos. Por otra parte, los autores del movimiento del 1º son Rivadavia y sus satélites, y a usted le consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no sólo a este país, sino al resto de la América, con su infernal conducta».

El juicio era severo: pero justo. La «infernal conducta» fue el capricho rivadaviano de convertir a Buenos Aires en centro de la civilización y del progreso, aunque se viniese abajo el país entero. Ello le movió a descuidar la guerra de la independencia; a aislarse del resto de América firmando convenciones de paz con España cuando nuestros aliados naturales eran vencidos en Torata y Moquegua; a negociar la paz con el Brasil, mientras precipitaba al país en la guerra civil con una serie de medidas centralistas y absorbentes que demostraban su absoluto desconocimiento de la realidad nacional. Y los «inmensos males» resultantes de esa conducta fueron el exacerbamiento de la lucha interna y la mutilación de nuestro territorio.

Caídos bajo el peso de sus errores, desprestigiados ante la sana opinión del país, los satélites de Rivadavia no se resignan en su derrota y el año 28, cuando las provincias comenzaban a disfrutar la ansiada paz, derrocan al gobierno que las representaba, fusilan a su jefe e inician el régimen de persecución y violencia que luego llamaron «tiranía» cuando se volvió contra ellos.

No pasó inadvertido para San Martín este nuevo carácter con que se iniciaba la lucha. Ya hemos visto su opinión acerca de la imposibilidad de reunir los partidos en cuestión y de la dura necesidad del exterminio de uno de ellos. Observemos ahora cómo la explaya en su interesantísima carta al general Guido:

«Las agitaciones en 19 años de ensayos en busca de una libertad que no ha existido, y más que todo las difíciles circunstancias en que se halla en el día nuestro país, hacen clamar a lo general de los hombres que ven sus fortunas al borde del precipicio, y su futura suerte cubierta de una funesta incertidumbre, no por un cambio en los principios que nos rigen y que en mi opinión es en donde está el mal, sino por un gobierno vigoroso, en una palabra, militar; porque el que se ahoga no repara en lo que se agarra. Igualmente convienen en que para que el país pueda existir, es de necesidad absoluta que uno de los dos partidos desaparezca de él. Al efecto se trata de encontrar un salvador que reuniendo al prestigio de la victoria el concepto de las demás provincias y más que todo un brazo vigoroso, salve a la patria de los males que la amenazan: la opinión presenta este candidato, él es el general San Martín»... «Ahora bien; partiendo del principio de que es absolutamente necesario que desaparezca uno de los partidos contendientes por ser incompatible la presencia de ambos con la tranquilidad pública. ¿Será posible sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos, y cual otro Sila cubra mi patria de proscripciones? No, –jamás, jamás–, mil veces preferiría correr y envolverme en los males que la amenazan, que ser yo el instrumento de tamaños horrores; por otra parte después del carácter sanguinario con que se han pronunciado los partidos, no me sería permitido por el que quedase victorioso usar de una clemencia necesaria y, me vería obligado a ser el agente de furor de pasiones exaltadas, que no consultan otro principio que el de la venganza. Mi amigo, veamos claro: La situación de nuestro país es tal que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de apoyarse sobre una facción, o renunciar al mando: esto último es lo que hago».

Los rasgos esenciales de la dictadura de Rosas, prevista por San Martín en esta carta, surgen de ella con admirable exactitud: un brazo vigoroso, necesidad absoluta de la desaparición de uno de los partidos, carácter sanguinario de la lucha, imposibilidad de la clemencia y necesidad para el que manda de someterse a una facción.

San Martín no quiso gobernar. Tenía la convicción de que su carácter no era propio para ello y «una espantosa aversión a todo mando político» según sus propias palabras. Menos aún deseaba gobernar en aquellas circunstancias que sabía lo convertirían en «verdugo de sus conciudadanos». Su misión, asegurar la independencia, había concluido. Faltaba terminar la obra realizando la unidad política y geográfica del nuevo estado. Y de ello se encargó Rosas.

La tarea fue dura. La tendencia nacional en que se apoyó el Restaurador condenó a muerte a la facción localista, liberal y extranjerizante y él debió ejecutar la sentencia, sintetizada en el «mueran los salvajes unitarios». Tuvo que asumir el triste e ingrato papel de verdugo, tanto más ingrato cuanto que las víctimas lo asumieron a su vez, siempre que las circunstancias se lo permitieron.

San Martín, que previó a Rosas, supo comprenderlo y admirarlo. Se ha pretendido buscar explicaciones a esa admiración en su antipatía por Rivadavia y sus satélites, olvidando que esa antipatía no tuvo por fundamento causas mezquinas, sino los «inmensos males» de la oligarquía, males que él vio y juzgó con la misma claridad y comprensión que los aciertos de Rosas. También se ha dicho que fue mal informado. Afirmación falsa, porque es sabido que recibió la visita de varios emigrados unitarios, entre ellos Sarmiento y Varela, que le describieron a su criterio la situación del país. Solamente que San Martín tuvo el buen sentido de admitir tales informes a beneficio de inventario. «A tan larga distancia –escribe– y por tantos años alejado de la escena, no me es fácil saber la verdad; pero por los ecos que hasta aquí llegan, si bien no he conocido al general Rosas, me inclino a creer que los unitarios exageran y que sus enemigos lo pintan más arbitrario de lo que sea. Sí, conocí en sus mocedades a los generales que han encabezado la cruzada unitaria: Paz, Lavalle, el más turbulento; La Madrid, sino más valiente que éste, sin duda con menos cabeza; y si todos ellos, y lo mejor del país como se pretende, no logran desmoronar tan mal gobierno, sin duda es porque la mayoría está convencida de la necesidad de un gobierno fuerte y de mano firme, para que no vuelvan las bochornosas escenas del año 29, ni que el comandante de cualquier batallón se levante a fusilar por su orden al gobernador del Estado».

La simpatía de San Martín por Rosas se acentúa al verlo defender con energía la integridad nacional amenazada por Europa. Comprendió lo que otros aún no han querido comprender: las intenciones conquistadoras de Francia. Iniciado el bloqueo se pone a las órdenes de Rosas, añadiendo que tres días después de haberlas recibido se pondrá en marcha para servir a la patria en cualquier clase que se le destine y en una carta memorable sienta un juicio lapidario contra la actitud de la oligarquía unitaria: «...lo que no puedo concebir es el que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar su patria y reducirla a una condición peor que la que sufríamos en tiempo de la dominación española; una tal felonía ni el sepulcro la puede hacer desaparecer».

Todavía en 1850, tres meses antes de morir, le manifiesta su orgullo como argentino «al ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor restablecidos en nuestra querida patria; y todos estos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles, en que pocos Estados se habrán hallado». Y luego, en su testamento, le hace el famoso legado del sable.

El liberalismo hubiese preferido que San Martín ocultara sus opiniones políticas, para así crear la leyenda de un libertador demócrata y liberal. Siendo eso imposible, opta por negar valor a esas opiniones. Ser monárquico, llamar infernal la conducta de Rivadavia y mostrarse favorable a la dictadura de Rosas, son herejías que el liberalismo no le perdonará jamás y que exacerban sus iras hasta el punto de exclamar, por boca de Mitre, que «no es posible salir inmaculado en la lucha de la vida». No es posible en efecto, pero la frase resulta absurda en boca de quienes no consideraron mácula aliarse al extranjero por odio a Rosas. Si alguna mácula hubo en San Martín, no proviene, por cierto, de sus opiniones políticas. Por el contrario, el haber sabido discernir siempre el bien de la patria de lo que no lo era, no solo fue fruto de su gran patriotismo, sino un timbre más de gloria que se añade a los muchos que ya tiene. Y así comienza a reconocérselo la historia.

* En «Revista Baluarte», Buenos Aires, Número 20 – Mayo-Junio 1934.

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