Una injusticia horrenda: el crimen del aborto
ABELARDO F. ROSSI (1920-2009)

Planteo del problema
       Si se trata de abordar, así sea en apretada síntesis, el problema jurídico (y, por ende, moral) del aborto no ha de recurrirse al derecho positivo, al derecho comparado ni a las leyes vigentes en los distintos tiempos y comunidades, toda vez que en este ámbito hay para todos los gustos. Ha de ahondarse en la ética, en la filosofía del derecho, en el derecho natural, y también en los avances de las ciencias médicas experimentales modernas. Y ello es así habida cuenta de que, en el fondo, la solución de aquel problema radica en determinar si el embrión o el feto en el seno materno por su naturaleza es o no persona humana; porque si se llega a concluir que lo es, nadie dudará que ya desde entonces es sujeto de derecho y, por ende, le asisten al menos algunos de los derechos naturales más fundamentales ínsitos en esa naturaleza, como el derecho a la vida y a la integridad corporal. De lo contrario, se daría una discriminación y una desigualdad absolutamente inadmisibles entre las personas humanas. Hoy que tanto se habla en el mundo de los derechos humanos (como si hubiera derechos que no son humanos) la conclusión expuesta parece totalmente irreprochable y admitida universalmente, al menos en teoría aunque desgraciadamente, de hecho, haya tantas violaciones a aquéllos.
Desde el punto de vista de las ciencias antes señaladas, caber recordar que la justificación del aborto y la embriotomía proviene de la expresión del antiguo derecho romano de que el ser concebido en el claustro materno es pars viscerum matris, esto es, parte de las vísceras u órganos de la madre; un órgano más, como los riñones, el estómago, los brazos o las piernas, etc., y así como éstas no son sujetos de derecho distintas de la persona tampoco lo sería el embrión o el feto y así se justificaría la embriotomía y el aborto, procurados, se entiende, y no los producidos por causas naturales.

Análisis de la cuestión
Comenzando por la línea argumentativa de Bender[1] digamos que la procreación es un acto común a la naturaleza humana y a la naturaleza animal y en ambas sigue unas reglas que substancialmente son las mismas aunque difieran accidentalmente según la especie animal de que se trate. No olvidemos que la persona humana es animal racional, según la definiera el inmortal Aristóteles; pero animal. Estas reglas comunes son la unión del elemento masculino con el femenino y su desarrollo posterior.
En ciertos animales la fecundación del óvulo y la primera etapa de la evolución del feto se producen en el seno materno, como en el hombre y demás mamíferos; en otros la fecundación se opera en el seno materno y la evolución ocurre totalmente fuera de él, como en las aves; en este caso el óvulo fecundado inmediatamente cesa de ser pars matris; por fin, en otros animales tanto la fecundación como su primer desarrollo se dan fuera del claustro materno, como en ciertas especies de peces. En este proceso generativo es más evidente que el feto nunca, ni por un instante, ha sido parte de su madre.
Parece, pues, lógico concluir que si esencialmente la procreación sigue las mismas reglas de la unión del elemento masculino con el femenino en el hombre y los mamíferos, ni por un brevísimo espacio de tiempo el embrión ha sido parte de la madre como si el espermatozoide se uniera substancialmente primero con el organismo materno y luego se fecundara el óvulo, lo que la genética moderna ha desechado totalmente. Pensemos sino en la fecundación in vitro en la que (dejando de lado el problema ético en ella subyacente) la unión del óvulo con el espermatozoide se efectúa totalmente fuera del claustro materno, lo que indica que el nuevo ser así concebido no es parte de la madre y vive ya por sí y para sí mismo. Tampoco puede pensarse, como por ahí se ha dicho que el elemento masculino sólo se necesita para ser absorbido por el organismo de la madre y poner a ésta en condiciones de engendrar por sí sola, como si aquel elemento fuera una mera condición previa para que la madre concibiera como parte suya al nuevo ser. En tal hipótesis el padre no generaría propiamente al hijo, lo cual, además de ser desechado por la genética moderna y desvirtuado por la fecundación in vitro, es contrario a la experiencia de ver que los hijos tiene características semejantes al padre y a la madre y muchas veces son «idénticos» al padre.
Lo que sucede es que desde el preciso momento de la fecundación del óvulo por el espermatozoide no se produce una nueva parte y órgano de la madre, sino que empieza a vivir un nuevo ser que se desarrolla según las leyes de su propia evolución y en función de sí mismo y no de la madre; hay una nueva vida concebida en el claustro materno distinta a la vida de la madre. Todo lo que en este nuevo ser se presenta –observable por la ecografía– aparece ordenado al fin o bien propio de él y no de la madre aunque necesite del útero de ésta para vivir, crecer y protegerse en los primeros estadios de su desarrollo. A tal punto es así que la ciencia médica desde hace años está tratando de encontrar un aparato que reemplace al útero y al saco amniótico y en el cual el embrión pueda alimentarse y oxigenarse fuera del seno materno, hasta que llegue la época del nacimiento y el feto pueda subsistir por sí mismo. Si el embrión se consigue in vitro y su desarrollo se logra en este aún hipotético aparato (lo que traería implicados delicadísimos problemas éticos, que aquí no abordamos) resulta manifiesto que la ciencia actual está de acuerdo con lo que venimos sosteniendo que aquél no es parte del organismo de la madre sino otro ser viviente, que tiene naturaleza humana y, por tanto, es persona humana y, como tal, sujeto de algunos derechos naturales fundamentales, como el derecho a la vida y a la integridad corporal. Es un principio filosófico fundamental que todo comienzo de un ser se ordena naturalmente al acabamiento o perfección de ese ser[2], de donde resulta que desde la concepción el embrión está ordenado al nacimiento y posterior desarrollo y no puede cortarse esa nueva vida en el seno materno sin ir contra la ley de la naturaleza e importar una grave ilicitud moral.
La ciencia médica de los últimos años ha llegado a conocer toda la evolución del embrión y del feto, haciéndonos ver cómo todo lo que en ellos ocurre se da en vista del desarrollo y perfeccionamiento de ese nuevo ser y no del organismo materno. En el primer mes desde la concepción el embrión ya tiene rudimentos de columna vertebral, tiene circulación sanguínea propia y comienza a latir su corazón; en el segundo mes tiene un principio de brazos, piernas y ojos y su corazón late dos veces más rápido que el de la madre y así sucesivamente en el sentido de ir adquiriendo todas las perfecciones del nuevo ser. La genética moderna nos dice que desde el primer instante se encuentra ya determinado el programa de lo que será ese ser viviente, una persona con características ya bien establecidas. El científico español José María Carrera, Jefe del Servicio de Obstetricia y Ginecología Perinatal del Instituto Dexeus de Barcelona, afirma que el feto ya es un «paciente», es decir, alguien (no es una cosa o un órgano) que se puede ver, revisar, realizar análisis de sangre y hasta dialogar con él mediante estímulos a los que responde claramente. Se le pueden diagnosticar y curar enfermedades y, a través de la ecografía, elegir una vena e inyectarle las substancias que necesite. La nueva rama de la ciencia médica (la Perinatología) invade la intimidad de una persona en su habitación (reportaje al ilustre médico en el diario La Nación del 13 de noviembre de 1991).
Si el embrión fuera pars viscerum matris, esto es, órgano o parte del cuerpo de la madre (lo que es muy distinto a estar en el claustro materno), una vez desprendido, independizado naturalmente del lugar en que vivía se corrompería, se pudriría –como si se tratara de un hígado, riñón o corazón en los trasplantes– y no comenzaría propiamente a vivir, como el feto, por sí mismo. Este sigue viviendo en otro habitat y con más fuerza y vigor que antes.

El nacimiento – la persona humana
Se ha dicho que desde la concepción hay vida humana, pero que sólo desde el nacimiento hay persona humana. Aquí se ignora la naturaleza del hecho del nacimiento. Este no produce un cambio substancial en el ser nacido como si hubiera sido antes otro ser que se convierte en hombre por aquel hecho o que de hombre imperfecto se convirtiera en hombre perfecto, tal como si la naturaleza humana empezara a existir recién con el nacimiento. Este hecho sólo produce un cambio accidental como son el lugar en que vive y la diferente forma de nutrirse y oxigenarse. Pero el criterio para discernir si un ser es persona humana no son estas circunstancias sino la substancia misma del nuevo ser, ahora en el mundo y en la sociedad. Y si, como hemos tratado de mostrar, el ser en el seno materno ya posee la naturaleza humana independiente de la madre ya también es persona y, por ende, sujeto de derecho.
Si las citadas circunstancias accidentales sirvieran para distinguir cuándo un ser humano es o no un hombre, sujeto de derecho, no sería tal un adulto que estuviera en terapia intensiva, oxigenándose por una máscara y alimentándose por suero o transfusiones de sangre; este tal, al no ser persona, podría ser matado impunemente por una inyección letal porque no tendría ni el más fundamental de los derechos, el derecho a la vida.
El gran filósofo romano Boecio nos ha dado la clásica definición de persona: rationalis naturae individua substantia, esto es, substancia individual de naturaleza racional, y Aristóteles nos ha dicho que el hombre es «animal racional». Pero aquí se impone una distinción esclarecedora para nuestro tema. Una cosa es la naturaleza racional y otra el uso o ejercicio de la razón. Para ser persona se necesita tener la naturaleza aunque no se tenga el ejercicio. De lo contrario un adulto totalmente demente o un niño de tres o cuatro años no sería persona y, por ende, estaría desprovisto de todos los derechos, aún de los más fundamentales, como el derecho a la vida, a la integridad corporal, a que se lo alimente, se lo cuide y respete, lo cual nadie admitiría. Es que el feto desde la concepción, el adulto demente y el niño en sus primeros años son seres racionales aun cuando no tengan  uso de razón por causas accidentales, como sería el estar aún en el seno materno, el tener poco desarrollo funcional del cerebro o por enfermedad mental. La vida en el claustro materno es una etapa de la vida, como la niñez, la juventud, la adultez o la ancianidad, pero siempre serán etapas de una misma naturaleza. De no ser así ¿cómo y cuándo llegaría a tener el feto la naturaleza humana si no la tiene desde el primer momento de la concepción? ¿Cómo, cuándo y porqué un individuo humano no sería persona humana distinta de la madre desde el primer instante de su existencia, desde que empieza una nueva vida? ¿Qué es la vida? Misterio insondable que las ciencias positivas nunca podrán explicarnos; como el misterio de la muerte.
Es cierto que muchas mujeres que se someten a la embriotomía o al aborto y médicos que las efectúan no conocen la máxima romana citada al principio, pero es indudable que obran como si la conocieran o la tienen tranquilamente en el inconsciente, la suponen y aceptan sin plantearse ningún problema físico ni moral. Una encuesta efectuada por The New York Times (reproducida por La Nación del 29 de enero del año 1998) confirma esta creencia y hasta narra que hay una joven de Houston que responde significativamente al encuestador «lo que yo haga con mi cuerpo no es de su incumbencia». Es que aunque el feto esté en su cuerpo no forma parte de su cuerpo ni le pertenece y entonces no se puede disponer de su vida arbitraria e impunemente, como si fuera una cosa, como si fuera algo y no un alguien.
La buena madre no ama a sus pulmones, a su hígado o a su estómago, pero sí ama a la persona viva que lleva en su seno, lo que pone en evidencia que hay una clara percepción de una alteridad, de un otro, a quien ama como a una persona y lo cuida. Antes de verlo lo siente como «otro ser querido».
Una madre puede amar y odiar al hijo concebido (v.gr. si es el resultado de una violación o incestuoso), pero sólo se ama o se odia a una persona no a una cosa, a alguien y no a algo.

Significado del aborto
Ha llegado el momento de llamar a las cosas por su nombre. La embriotomía y el aborto configuran un delito de homicidio, un asesinato, un crimen horrendo, agravado por ser la víctima la persona más débil, inocente e indefensa que se pueda pensar, un ser que no tiene voz para hacer oír sus derechos. El ser concebido no es un agresor y menos aún un agresor injusto, como para hacer valer contra él la legítima defensa. El aborto no es un derecho de la madre, es una grave injusticia contra el hijo. Casos hay en que es el facultativo quien convence a la madre de que sólo se trata de una especie de grano o quiste o una irregularidad en la menstruación que es preferible eliminar para el bien de la salud de ella. Aquí es el médico el culpable.
Hay en el mundo millones de embriones congelados, muchísimos de los cuales serán descongelados «para la muerte» porque serán destruidos o se usarán como material de manipulación científica. En Estados Unidos se está tratando de promover una ley que determine el destino de los 100.000 embriones congelados que hay en ese país. En Gran Bretaña y Francia pueden conservarse no más que cinco años (La Nación del 19-02-1998). Y después ¿qué? Asesinatos en masa de seres humanos inocentes.
Los eufemismos como «interrupción del embarazo» o «aborto selectivo o eugenésico» –para  impedir el nacimiento de fetos que se anuncian con ciertas enfermedades o anomalías– no logran ocultar la realidad del delito subyacente ni engañan la conciencia de los hombres de recto sentido ético y apasionados por la justicia, contra la cual peca gravemente el aborto. La vida –en todas sus etapas– es el primero de los derechos del hombre surgidos de la ley natural[3] inscripta en su corazón y cognoscible con evidencia por el simple uso de su razón. Nadie en su sano juicio puede ignorarla y es la base y sustento de la sociedad civil y política regida primordialmente por la virtud de la justicia, en tanto que ésta constituye como el armazón moral sobre el que necesariamente ha de estructurarse toda comunidad de hombres libres.
La dignidad de la persona humana, su carácter excelso, sagrado e inviolable hacen intrínsecamente ilícito al aborto directo, es decir, el que procura directamente destruir una vida personal aún no nacida. Y ello ya sea que esa destrucción se persiga como fin o medio para otro fin, incluso legítimo, v.g. para obtener órganos o tejidos para transplantar a otra persona en el tratamiento de alguna enfermedad; el fin no justifica los medios. La investigación biomédica actual sobre embriones o fetos con fines científicos es también intrínsecamente inmoral, en tanto implique la destrucción de aquéllos, e importa una desigualdad y discriminación irritantes con las demás personas ya nacidas. La persona humana inocente es absolutamente igual a todas las demás en cuanto al derecho a la vida se refiere. Aquí no hay diferencias ni distinciones que valgan, como no las hay entre el hombre más eminente y el último de los desgraciados en cuanto a las normas éticas fundamentales. ¡No matarás! Somos todos absolutamente iguales. Sólo Dios tiene poder sobre la vida y la muerte.

Las causas profundas del aborto
La proliferación del aborto, en todas las clases sociales, se enraíza en un relativismo ético, que no se anima  distinguir tajantemente el bien y el mal, en la trivialización de la sexualidad de muchos de nuestro jóvenes, desgajada de su natural contorno de auténtico amor, del matrimonio y la familia y que sólo busca el puro placer; en el materialismo, el hedonismo y el individualismo egoísta. La mentalidad actual, desgranada de las normas éticas objetivas, ha ido socavando el sentido moral y «respeta» la conciencia de cada uno como criterio para decidir sobre la vida y la muerte de un ser tan inocente y desvalido. La sociedad y el Estado deben prevenir y condenar este horrible crimen, recordando que hay un Dios, misericordioso sí, pero que premia y castiga.

* En «Aproximación a la Justicia y a la Equidad», «Apéndice», Ediciones de la Universidad Católica Argentina - Buenos Aires, 2000.



[1] Ludovicus Bender, O.P.: Philosopia Iuris, Roma, 1947.
[2] Santo Tomás de Aquino: Summa Theologiae, I-II – Q. 1ª , a. 6°, ad Corp ...quia Semper inchoatio alicuius ordinatur ad consummationem ipsius; ...omnis inchoatio perfectionis ordinatur in perfectionem consummatam.
[3] Santo Tomás de Aquino: Summa Teologiae, I-II – Q. 94, a. 2°, ad Corp.

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