Carta a (su hijo) Michael Tolkien (fragmento)
JOHN R. R. TOLKIEN (1892-1973)

1 de noviembre de 1963
Mi muy querido M.:

[...] Pero tú hablas de «fe debilitada». Ésa es enteramente otra cuestión. En última instancia, la fe es un acto de voluntad, inspirado por el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad deteriorarse por el espectáculo de las deficiencias, la locura, aun los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que alguien que haya tenido fe alguna vez, retroceda más allá de su límite por estos motivos (menos que nadie, quien tenga algún conocimiento histórico). El «escándalo» a lo más es una ocasión de tentación, como la indecencia lo es de la lujuria, a la que no hace, sino que la despierta. Resulta conveniente porque tiende a apartar los ojos de nosotros mismos y de nuestros propios defectos para encontrar un chivo expiatorio. Pero el acto de voluntad de la fe no es un momento único de decisión definitiva: es un acto permanente indefinidamente repetido, es decir, un estado que debe prolongarse, de modo que rezamos por la obtención de una «perseverancia definitiva». La tentación de la «incredulidad» (que significa realmente el rechazo de Nuestro Señor y Sus Demandas) está siempre presente dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela contar con una excusa para que salga al exterior. Cuanto más fuerte es la tentación interior, más pronta y gravemente nos «escandalizarán» los demás. Creo que soy tan sensible como tú (o cualquier otro cristiano) a los «escándalos», tanto del clero como de los laicos. He sufrido mucho en mi vida por causa de sacerdotes estúpidos, cansados, obnubilados y aun malvados; pero ahora sé lo bastante de mí como para ser consciente de que no debo abandonar la Iglesia (que para mí significaría abandonar la alianza con Nuestro Señor) por ninguno de esos motivos: debería abandonarla porque no creo y ya no creería aun cuando nunca hubiera conocido a nadie de las órdenes que no fuera sabio y santo a la vez. Negaría el Santísimo Sacramento, es decir: llamaría a Dios un fraude en su propia cara.
Si Él fuera un fraude y los Evangelios, fraudulentos, es decir, episodios seleccionados con mala intención de un loco megalómano (que es la única alternativa), en ese caso, por supuesto, el espectáculo exhibido por la Iglesia (en el sentido del clero) en la historia y en la actualidad es una simple prueba de un fraude gigantesco. Pero si no, este espectáculo es, ¡ay!, sólo lo que era de esperar: empezó antes de la primera Pascua y no afecta a la fe en absoluto, excepto en cuanto podemos y debemos estar muy apenados. Pero deberíamos apenarnos por Nuestro Señor, identificándonos con los escandalizadores, no los santos, sin clamar que no podemos «tolerar» a Judas Iscariote, o aun al absurdo y cobarde Simón Pedro o a las tontas mujeres como la madre de Santiago, que trató de poner a sus hijos por delante.
Exige una fantástica voluntad de incredulidad suponer que Jesús nunca realmente «tuvo lugar» y más todavía para suponer que nunca dijo las cosas que de Él se han registrado, tan incapaz fue nadie en el mundo de aquella época de «inventarlas»: tales como «antes que Abraham vine para ser Yo soy» (Juan, VIII); «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan, IX), o la promulgación del Santísimo Sacramento en Juan, V: «El que ha comido mi carne y bebido mi sangre tiene vida eterna». Por tanto, o bien debemos creer en Él y en lo que dijo y atenernos a las consecuencias, o rechazarlo y atenernos a las consecuencias. Me es difícil creer que nadie que haya tomado la Comunión, aun una vez, cuando menos con la intención correcta, pueda nunca volver a rechazarlo sin grave culpa. (Sin embargo, sólo Él conoce cada una de las almas singulares y sus circunstancias).
La única cura para el debilitamiento de la fe es la Comunión. Aunque siempre es Él Mismo, perfecto y completo e inviolable, el Santísimo Sacramento no opera del todo y de una vez en ninguno de nosotros. Como el acto de Fe, debe ser continuo y acrecentarse por el ejercicio. La frecuencia tiene los más altos efectos. Siete veces a la semana resulta más nutritivo que siete veces con intervalos. También puedo recomendar esto como ejercicio (demasiado fácil es, ¡ay!, encontrar oportunidad para ello): toma la comunión en circunstancias que resulten adversas a tu gusto. Elige a un sacerdote gangoso o charlatán o a un fraile orgulloso y vulgar; y una iglesia llena de los burgueses habituales, niños de mal comportamiento –de los que claman ser producto de las escuelas católicas, que en el momento de abrirse el tabernáculo, se sientan y bostezan–, jovencitos sucios y con el cuello de la camisa abierto, mujeres de pantalones con los cabellos a la vez descuidados y descubiertos. Ve a tomar la comunión con ellos (y reza por ellos). Será lo mismo (o aún mejor) que una misa dicha hermosamente por un hombre visiblemente virtuoso, y compartida por unas pocas personas devotas y decorosas. (No pudo haber sido peor que la confusión suscitada por la alimentación de los Cinco Mil, después de la cual Nuestro Señor expuso la alimentación que estaba por venir).
A mí me convence el derecho de Pedro, y mirando el mundo a nuestro alrededor no parece haber muchas dudas (si el cristianismo es verdad) acerca de cuál sea la Verdadera Iglesia, el templo del Espíritu[1], agónico pero vivo, corrupto pero sagrado, autorreformado y reestablecido. Pero para mí esa Iglesia de la cual el Papa es la cabeza reconocida sobre la tierra tiene como principal reclamo que es la que siempre ha defendido (y defiende todavía) el Santísimo Sacramento, lo ha venerado en grado sumo y lo ha puesto (como Cristo evidentemente lo quiso) en primer lugar. Lo último que encomendó a san Pedro fue «Alimenta a mis ovejas», y como Sus palabras deben siempre entenderse literalmente, supongo que se refieren en primer término al Pan de la Vida. Fue en contra de esto que se lanzó la revolución del Oeste de Europa (o Reforma) –«la blasfema fábula de la Misa»– y la oposición entre las obras y la fe, un mero falso indicio. Supongo que la más grande reforma de nuestro tiempo fue la llevada a cabo por san Pío X: sobrepasó cualquier cosa, por necesaria que fuese, que el Concilio lograse. Me pregunto en qué estado se encontraría la Iglesia si no hubiera sido por ella.
[...]

* En “Cartas – Selección de Humphrey Carpenter con la colaboración de Christopher Tolkien”, Ed. Minotauro, Barcelona, España, 1ª edición, 1993; págs..393-395



[1] No es que uno deba olvidar las sabias palabras de Charles Williams de que es nuestro deber cuidar del altar acreditado y establecido, aunque el Espíritu Santo puede enviar su fuego a otro sitio. Dios no puede ser limitado (ni siquiera por sus propios cimientos) –de los cuales san Pablo es el ejemplo primero y fundamental– y puede utilizar cualquier canal para Su gracia. Aun amar a Nuestro Señor y ciertamente llamarlo Señor y Dios es una gracia y puede precipitarla aun en mayor abundancia. No obstante, hablando institucionalmente y no de almas individuales, el canal debe volver finalmente al curso ordenado, no manar por las arenas y perderse. Además del Sol, puede haber la luz de la Luna (aun lo bastante abundante como para leer); pero si se quita el Sol, no se vería la Luna. ¿Qué sería hoy del cristianismo si la Iglesia Romana de hecho hubiera sido destruida?

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