El último en llegar
HAROLD LAMB (1892-1962)
Los viajeros y
monjes vagabundos llevaron al norte las noticias de la cruzada. Al principio no
se daba gran importancia a estas noticias, una nueva guerra, lejos de la tierra
de los mares grises y los fiordos rocosos, donde los hombres se dedicaban a la
pesca y al pillaje, y los bosques vírgenes se extienden hasta las tundras
blancas. Luego las noticias cambiaron. Toda la Cristiandad marchaba a la guerra
para liberar a Jerusalén.
El gigantesco
Erik el Bueno, rey de Dinamarca, fue quien primero tomó la cruz. En compañía de
su esposa Bothilda –la de la blanca piel– se puso en camino con tres mil
hombres armados con hachas y espadas. Jerusalén estaba lejos, pero los daneses
son gentes pacientes, y el Rey y sus secuaces avanzaron hacia el sur
atravesando los bosques de Rusia donde eran saludados por sacerdotes barbudos.
En trineos y a lomos de caballo llegaron al sur, y su camino los condujo a
Constantinopla. Alejo les dio regalos y reliquias, y los daneses de la guardia
imperial –mercenarios largo tiempo ausentes del norte– como un solo hombre
dedicáronse a honrar a su antiguo rey. Erik comió y bebió, y Alejo no pudo
contar con sus escandinavos hasta que se libró de aquel monarca del norte.
Entrególes nuevos regalos, y les hizo embarcar en unos navíos que se dirigían a
Tierra Santa. Erik, que no estaba habituado al calor, murió durante el viaje,
pero Bothilda siguió adelante, y sus barcos se unieron a la gran flota de
peregrinos que llegó a Jaffa en el verano de 1102, a tiempo para ayudar a los
apurados cristianos.
Durante años,
los llamamientos a la cruzada no llegaron a Noruega, situada en el límite del
mundo conocido cerca del liviano país de Thule. Ésta era la tierra de los
vikings, los navegantes que alimentaban rencores eternos y escuchaban las
canciones de los escaldos[1].
Luego supieron
la noticia de la toma de Jerusalén. Los «berserks»[2]
del mar escucharon, y Sigurd, su joven rey, tomó la cruz. Éste no era uno de
sus viajes corrientes. Llegar a Mikligard (Constantinopla) era cuestión de
años, pero Jerusalén se hallaba en un lugar desconocido para ellos.
A pesar de
ello, comenzaron a construir navíos. Esto significaba un gran esfuerzo y
pasaron años hasta que estuvieron listos los sesenta buques. No importaba. Diez
mil hombres del norte se hallaban dispuestos a seguir a su joven rey, un hombre
apuesto, de modales suaves y muy querido por su pueblo.
La flota fue
botada en Bergen y plantados los mástiles. Levaron velas y los viajeros,
afanándose sobre los remos, dejaron atrás la costa, llevando barricas llenas de
pescado seco, hidromiel, trigo y agua, además de pieles para intercambiar. Eran
hombres gallardos de ojos azules y pelo rubio que les caía en trenzas sobre los
hombros. Todos ellos tenían capotes de mar, e iban armados de hachas y pesados
escudos.
Muchos no
habían olvidado a Odín, el tuerto, ni a Tor, el dios del trueno, pero iban
gustosos a luchar por el Cristo blanco. Siempre habría ocasión de chocar las
espadas, de romper los escudos y de recoger algún botín.
Arribaron a
Inglaterra, y allí pasaron el invierno. Oyeron hablar de los combates con los
paganos de España, y dirigieron allí su rumbo, desembarcando y sorprendiendo a
los árabes y bereberes. Conquistaron ciudades y siguieron a las esquivas velas
que hacían el viaje entre las Puertas.
Ruta seguida por el Rey Sigurd y sus cruzados Noruegos (N. de «Decíamos ayer...»).
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Entonces Sigurd
mandó hacer alto y navegó con rumbo a Italia. En su ruta encontraban islas y
desembarcaban entre las rocas para atacar de nuevo a los musulmanes. Los
normandos de Italia salieron a recibirles, y los festejaron de castillo en
castillo. El duque Roger sirvió personalmente al rey Sigurd.
Todo esto era
muy agradable, y hasta la primavera de 1110 Sigurd no avistó las verdes colinas
de la costa de Siria. Continuó hacia el sur, y desembarcó para preguntar por el
rey de Jerusalén. Supo que Balduino
había ido en ayuda de Edesa, que se hallaba en situación apurada, pero que una
flota musulmana –aprovechándose de esta circunstancia– bloqueaba Acre, que era
ahora un puerto cristiano.
Nada mejor
para los hombres del norte. Volvieron sus proas hacia Acre, pero cuando los
musulmanes vieron las líneas de barcos que se dirigían hacia ellos, moviendo
cadenciosamente sus largos remos, y erizada de escudos las bordas, huyeron
incontinenti.
El rey
Balduino, que volvía apresuradamente en socorro de Acre, halló a los vikings en
posesión de la ciudad. El cruzado y el navegante se saludaron con ceremonia y
gratitud, y los desterrados de Tierra Santa festejaron a sus huéspedes en el
pabellón real.
Vestidos con
sus ropas mejores, sus largos mantos ribeteados de cibelina y armiño,
resplandecientes sus pulseras de oro, los vikings fueron a orar ante el
Sepulcro, y a contemplar reverentemente las estaciones de la cruz. Luego a
Jericó y a bañarse en el Jordán.
Balduino los
recibió con toda pompa en Jerusalén, y los hombres del norte, montados en los
caballos reales, atravesaron las calles cubiertas con bordadas telas y llenas
de una curiosa multitud. Sigurd había recibido de manos de Balduino la más
preciosa de las reliquias, un fragmento de la cruz descubierta en Jerusalén, que
se consideraba la verdadera. El Rey había cumplido su voto y podía regresar a
su país con la conciencia limpia.
Pero Sigurd
quería demostrar su agradecimiento en forma adecuada. Dijo que le conquistaría
al Rey la ciudad costera que él desease. Y Balduino mencionó a Sidón, la
ciudadela casi inexpugnable, unida al continente por un puente de mármol, la
ciudad hermana de Tiro. Ambas se hallaban en manos de los musulmanes.
Los vikings
guarnecieron sus navíos, construyeron catapultas y maganeles, mientras Balduino
reunía un ejército en el extremo del puente. Los barcos avanzaron hacia las
macizas murallas grises, horadadas por el agua de mar y recubiertas de
alquitrán. No había posibilidad de asaltarlas. Sigurd hizo funcionar sus máquinas,
y puso en marcha sus galeras de guerra. Mientras las piedras pasaban sobre
ellos y silbaban las jabalinas lanzadas desde las catapultas, los hombres del
norte saltaron de las galeras y se lanzaron contra los baluartes. Hacha en
mano, saltaban desde un saliente a otro, trepaban por cuerdas, pasando de
galera a galera hasta alcanzar la muralla.
Los rubios
gigantes, enardecidos por la lucha, eran un enemigo demasiado fuerte para los
musulmanes. Sidón rindióse, con la promesa de que a los defensores se les
garantizaría la vida, y cuantas riquezas pudieran llevar consigo. La promesa se
cumplió y los hombres del norte se vieron recompensados con un espléndido
botín.
No contentos
con esto, se unieron a la flota veneciana que estaba atacando a Tiro, pero allí
fracasaron Se despidieron de Balduino y partieron con rumbo a Constantinopla,
donde contemplaron las maravillas de Bizancio y convirtieron los juegos del
Hipódromo en una orgía de espadas. Abandonando sus barcos tomaron el largo
camino que conducía hacia el norte.
Los
supervivientes llegaron a Noruega después de una ausencia de diez años, y los
escaldos cantaron acerca de Sigurd, el que hizo el viaje a Jerusalén. Fue el
último en llegar a la cruzada y el primero de los reyes que marchó a Tierra
Santa.
* En «Historia de las Cruzadas»,
(Tomo I - Guerreros y Santos), Ed.
Juventud Argentina – Buenos Aires; 2ª edición, págs.259-262.