El convento de los «cistels» del Saona
DANIEL-ROPS (Henri Petiot) (1901-1965)
Precisamente
porque había jugado y ganado tal partida, la Iglesia se había encontrado, queriéndolo
o no, asociada a unas estructuras temporales. El feudalismo, que tanto la había
ayudado a nacer, a fin de oponer una barrera de acero a los desencadenamientos
de la fuerza bruta, amenazaba con atarla a ella misma a su sistema de servicios
guerreros y de posesión de bienes. El peligro del éxito ha sido siempre uno de
los más insidiosos que pueden amenazar el alma cristiana: en el siglo XI, sin
duda, aquel peligro no era ilusorio. Prelados, obispos, incluso papas, se
inclinaban a pactar con las potencias de la tierra, a cambio de bienes
perecederos pero substanciales. Instituciones cuyas razones de existir eran
puramente espirituales, se convertían en una especie de coaliciones de
intereses. Los poderes laicos intervenían constantemente, indirectamente, y muy
a menudo de la manera más perjudicial, en los nombramientos eclesiásticos y en
los asuntos de la cristiandad. Todo ello era por demás evidente.
Por otra
parte, la vieja ley que sin cesar hace bajar la masa cristiana y hace insípida
la sal de la tierra no había dejado de actuar en un tiempo en que testimoniar
las virtudes que enseña el Evangelio era cómodo. ¿Cómo no habían de producirse
caídas? Incluso consagrados, los clérigos permanecían hombres, que llevaban
consigo la misma herida que el resto del rebaño. Las invasiones, los desórdenes
que siguieron, habían provocado una verdadera barbarización de la sociedad, de
la cual la Iglesia no había podido protegerse totalmente. La violencia, la
inmoralidad, que eran usuales en aquellos tiempos, habían penetrado en su seno.
Y cuando san Bernardo evocará, más tarde, «estos curas dominados por la
avaricia, gobernados por el orgullo que despliegan sus abominaciones, incluso
dentro del santo lugar», no exagerará nada ni cederá en manera alguna a aquel
gusto del énfasis en la vituperación que es a menudo el pecadillo de los
predicadores.
Ahora bien,
contra las fuerzas de degradación que amenazaban atraerla hacia el abismo, la
Iglesia había reaccionado. También es una ley profunda en su historia: siempre
que se hace necesaria, una nueva levadura aparece en la masa cristiana,
dispuesta a hacerla levantar de nuevo. El espíritu de reforma se había
manifestado varias veces durante los tiempos bárbaros: se había encarnado en un
san Benito, un san Colombano, un san Benito de Aniano, más tarde en los grandes
monjes de Cluny como un san Romualdo o un san Pedro Damián. Pasado el año mil,
el movimiento de reforma lanzado por unas selecciones monásticas había sido
recogido y desarrollado por algunos papas, en primer lugar el que se había
entregado tan apasionadamente a aquel esfuerzo que el conjunto mismo de esta
operación ha permanecido en la historia, célebre por su nombre: la reforma
gregoriana. Elevado a la silla de san Pedro en el año 1073, el antiguo
benedictino de Cluny, Hildebrando, luego Gregorio VII, durante once años y a
pesar de las más difíciles circunstancias, había trabajado obstinadamente en
tallar, enmendar, corregir y reformar la Iglesia. Esto no había sido sin
determinar resistencias, pero sin suscitar también admirables impulsos.
La salida de los
monjes de Molesmes y su instalación en las marismas del Saona estaban entre las
señales de aquel gran impulso que levantaba el alma cristiana hacia un ideal
mayor de pureza, de tradición mejor seguida, de más imperiosa fidelidad. Su
finalidad no era la lucha contra la simonía y la fornicación clericales, plagas
que los grandes papas combatían con el mayor empeño, sino que, más
profundamente, buscaban volver a las fuentes de agua vivía, lo que sería suficiente
para eliminar los abusos.
Pertenecían a
la observancia de Cluny, la gran Cluny de Borgoña, que había estado un siglo
antes a la cabeza del combate por la reforma, y de cuyas filas había salido
Hildebrando. Pero su mismo éxito extraordinario constituía para ella un grave
peligro. Cluny se había hecho riquísima. Cluny estaba satisfecha de la
inmensidad de sus edificios, los más grandes de Europa, de su iglesia abacial
gigante, sobre la cual iban levantarse
siete campanarios. Cluny estaba orgullosa de la ciencia de sus escritores, de
sus arquitectos, que construían tantas iglesias en la tierra cristiana; Cluny
se admiraba a sí misma en la majestad de sus oficios... En todo ello nada
reprensible, sin duda, pero, sin embargo, ¡qué alejamiento del estricto ideal
monástico de renuncia, tal como san Benito lo había enseñado a sus hijos! El
abad Pedro el Venerable, a principios del siglo XII, ¿no exageraba cuando decía
de las abadías cluniacenses confiadas a sus cuidados, que «aparte de un pequeño
número de novicios, el resto era sólo sinagoga de Satanás»? Era, sin embargo,
sintomático que un santo de su talla pudieses pronunciar tales palabras.
Había sido,
pues para reaccionar contra este estado de cosas, contra estas rutinas, contra
estas observancias adventicias, contra una cierta inclinación a la connivencia
con lo temporal, que aquel pequeño grupo de novicios heroicos había decidido abandonar
Molesmes, hija de Cluny. Bajo la dirección del pío Alberico, unos veinte
querían lanzarse a aquella aventura. El mismo abad Roberto les había acompañado
algún tiempo. Luego, después de Alberico, Esteban Harding había asumido la
pesada labor de dirigir aquella audaz fundación. Roberto, Alberico, Esteban
Harding: tres santos.
¡Ah!, en su nueva
casa los monjes de Citeaux no corrían el peligro de caer en las tentaciones de
la riqueza y el bienestar. Limpiar las malezas, secar los pantanos, construir
el monasterio, luchar contra el hambre y el frío, llevando al mismo tiempo una
vida de oración continua, era para descorazonar no pocas voluntades. De esta
forma la nueva fundación, durante sus primeros catorce años, no había
progresado. Su reclutamiento se había revelado muy flojo, irrisorio en un
tiempo en que las vocaciones pululaban. Sin embargo, debe hacerse constar que
la finalidad que se proponían aquellos reformadores no era la de imponerse e
imponer inhumanos ascetismos. Rechazaban sólo lo que, en las costumbres de
Cluny, les parecía haber sido añadido inútilmente a las estrictas observancias
benedictinas. Querían sólo volver de nuevo a la aplicación pura y sencilla de
la Regla original, que es rígida, pero no supone severidades excesivas. Empero,
las condiciones mismas de los difíciles principios acrecentaban
considerablemente el peso de aquellas ascesis. Y el hábito blanco adoptado por
los «cistercienses», si bien era sólo en su espíritu la señal de un retorno
simple y humilde a la tradición, a los ojos de los que les veían vivir parecía
el símbolo concreto de las más extremadas austeridades.
Todo aquello,
Bernardo lo sabía. Conocía la fama de austeridad que tenía el nuevo monasterio,
y esto era precisamente lo que le atraía. Una vez decidido a ofrecerse al
Señor, ¿por qué no entregarse por entero, sin escapatoria, sin reservas, sin
posibilidades de rescate? La decisión se elaboró dentro de él. La tomó durante
el invierno de 1111 a 1112. La vida abríase ante él; todo le era posible. Pero
no había de ser ni sabio, ni obispo, ni militar. Habría de ser monje, y monje
de Citeaux.
Evidentemente,
al conocer tan extraña determinación, su padre se opuso resueltamente. Aquel
convento en donde se vivía como un campesino, removiendo la tierra como un
siervo en el trabajo, no le parecía al noble Tescelín que correspondiera a lo
que legítimamente creía poder esperar como porvenir para el mejor dotado de sus
hijos.
Pero entonces
apareció, por vez primera, aquel misterioso poder de persuasión y convicción
que, durante toda su vida, irradiará de la personalidad de Bernardo.
Alrededor del
joven prosélito se formó una santa conjuración. Su tío, Gaudry, de alma
generosa, le escuchó, le dio su apoyo y finalmente decidió acompañarle. Uno a
uno, todos sus hermanos fueron conquistados y arrastrados en pos de aquella
imperiosa estela. Varios de ellos, sin embargo, eran hombre de guerra e incluso
uno de ellos estaba casado. Nada frenó el ímpetu del juvenil apóstol. Predijo a
todos que Dios, un día u otro, sabría hacerles suyos. Y Gerardo, herido en un
combate, considerando la sangre que vertía, exclamó como si fuera bautizado por
segunda vez: «¡De ahora en adelante seré monje de Citeaux!». Y Guido, joven
esposo, abandonando a su mujer, que, por su lado, iba a entrar en el claustro
con sus dos hijitas, se añadió a la tropa fraternal. En el momento de la
partida, sólo uno de ellos quedaba: Nivard, al que querían dejar por demasiado
joven. «¡Mira qué rico serás!», le decían para consolarle. Pero él contestaba:
«Pues, ¿qué? ¡tomáis el cielo y me dejáis la tierra! ¡Un reparto que yo no
acepto!». La herencia del padre le parecía menos real, de menor precio que la esperanza
de la salvación.
¿Qué hubiera
podido hacer Tescelín ante aquel torrente de fervor? Se rindió a aquella
violencia sagrada. «Sed moderados», se limitó a decir a sus hijos. «Os conozco,
¡nada podrá mitigar vuestro ardor!». Más tarde, él mismo, bajo la cogulla
blanca, debía reunirse con los que había entregado al Señor.
Y así es como
en el mes de abril de 1112 un tropel de jóvenes nobles –unos treinta, ya que
varios amigos habían querido seguir el ejemplo de los jóvenes de Fontaines–,
tomando el camino húmedo de los bosques, había llegado al portal de Citeaux.
«¿Qué pedís?»,
preguntó el abad Esteban Harding, según la fórmula ritual.
Y Bernardo,
cayendo de rodillas, en nombre de todos respondió: «La misericordia de Dios y
la vuestra...».
* En «San Bernardo, el árbitro de
Europa», Aymá S. A. Editora – Barcelona, 1ª. edición, 1957, págs.23-29.
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