El convento de los «cistels» del Saona
DANIEL-ROPS (Henri Petiot) (1901-1965)

El domingo de Ramos del año 1098, festividad del santo patriarca Benito –de ello hacía ya catorce años–, un grupo de novicios benedictinos habían salido de su abadía de Molesmes en Borgoña para ir a fundar una nueva casa en un lugar solitario entre los «cistels» –juncos– del Saona. Este monasterio había tomado el nombre, que había de hacerse ilustre, de Citeaux. ¿Por qué aquella partida? ¿Por qué aquella fundación? Para comprenderlo, es necesario colocarse de nuevo en el clima de la época, en aquella extraordinaria animación espiritual que trabajaba el alma cristiana desde hacía casi cien años. La Iglesia, durante los tiempos bárbaros, en aquella época trágica que se extiende desde después de las invasiones hasta los alrededores del año mil, había sido el guía y la salvación de la sociedad en peligro. Luchando obstinadamente, en el seno de las tinieblas ensangrentadas, contra el poder mortal de la barbarie, había trabajado tanto en restablecer un orden temporal como en despertar en el alma de los bautizados las fidelidades adormecidas, en mantener unos elementos de cultura como en salvaguardar unos rudimentos de arte. Pero aquel papel asumido por tantos papas, obispos, santos, monjes, con un heroísmo sublime, no había carecido de peligro para aquella sociedad escogida que se había asignado como tarea la de salvar el espíritu.
Precisamente porque había jugado y ganado tal partida, la Iglesia se había encontrado, queriéndolo o no, asociada a unas estructuras temporales. El feudalismo, que tanto la había ayudado a nacer, a fin de oponer una barrera de acero a los desencadenamientos de la fuerza bruta, amenazaba con atarla a ella misma a su sistema de servicios guerreros y de posesión de bienes. El peligro del éxito ha sido siempre uno de los más insidiosos que pueden amenazar el alma cristiana: en el siglo XI, sin duda, aquel peligro no era ilusorio. Prelados, obispos, incluso papas, se inclinaban a pactar con las potencias de la tierra, a cambio de bienes perecederos pero substanciales. Instituciones cuyas razones de existir eran puramente espirituales, se convertían en una especie de coaliciones de intereses. Los poderes laicos intervenían constantemente, indirectamente, y muy a menudo de la manera más perjudicial, en los nombramientos eclesiásticos y en los asuntos de la cristiandad. Todo ello era por demás evidente.
Por otra parte, la vieja ley que sin cesar hace bajar la masa cristiana y hace insípida la sal de la tierra no había dejado de actuar en un tiempo en que testimoniar las virtudes que enseña el Evangelio era cómodo. ¿Cómo no habían de producirse caídas? Incluso consagrados, los clérigos permanecían hombres, que llevaban consigo la misma herida que el resto del rebaño. Las invasiones, los desórdenes que siguieron, habían provocado una verdadera barbarización de la sociedad, de la cual la Iglesia no había podido protegerse totalmente. La violencia, la inmoralidad, que eran usuales en aquellos tiempos, habían penetrado en su seno. Y cuando san Bernardo evocará, más tarde, «estos curas dominados por la avaricia, gobernados por el orgullo que despliegan sus abominaciones, incluso dentro del santo lugar», no exagerará nada ni cederá en manera alguna a aquel gusto del énfasis en la vituperación que es a menudo el pecadillo de los predicadores.
Ahora bien, contra las fuerzas de degradación que amenazaban atraerla hacia el abismo, la Iglesia había reaccionado. También es una ley profunda en su historia: siempre que se hace necesaria, una nueva levadura aparece en la masa cristiana, dispuesta a hacerla levantar de nuevo. El espíritu de reforma se había manifestado varias veces durante los tiempos bárbaros: se había encarnado en un san Benito, un san Colombano, un san Benito de Aniano, más tarde en los grandes monjes de Cluny como un san Romualdo o un san Pedro Damián. Pasado el año mil, el movimiento de reforma lanzado por unas selecciones monásticas había sido recogido y desarrollado por algunos papas, en primer lugar el que se había entregado tan apasionadamente a aquel esfuerzo que el conjunto mismo de esta operación ha permanecido en la historia, célebre por su nombre: la reforma gregoriana. Elevado a la silla de san Pedro en el año 1073, el antiguo benedictino de Cluny, Hildebrando, luego Gregorio VII, durante once años y a pesar de las más difíciles circunstancias, había trabajado obstinadamente en tallar, enmendar, corregir y reformar la Iglesia. Esto no había sido sin determinar resistencias, pero sin suscitar también admirables impulsos.

     La salida de los monjes de Molesmes y su instalación en las marismas del Saona estaban entre las señales de aquel gran impulso que levantaba el alma cristiana hacia un ideal mayor de pureza, de tradición mejor seguida, de más imperiosa fidelidad. Su finalidad no era la lucha contra la simonía y la fornicación clericales, plagas que los grandes papas combatían con el mayor empeño, sino que, más profundamente, buscaban volver a las fuentes de agua vivía, lo que sería suficiente para eliminar los abusos.
Pertenecían a la observancia de Cluny, la gran Cluny de Borgoña, que había estado un siglo antes a la cabeza del combate por la reforma, y de cuyas filas había salido Hildebrando. Pero su mismo éxito extraordinario constituía para ella un grave peligro. Cluny se había hecho riquísima. Cluny estaba satisfecha de la inmensidad de sus edificios, los más grandes de Europa, de su iglesia abacial gigante, sobre la cual iban  levantarse siete campanarios. Cluny estaba orgullosa de la ciencia de sus escritores, de sus arquitectos, que construían tantas iglesias en la tierra cristiana; Cluny se admiraba a sí misma en la majestad de sus oficios... En todo ello nada reprensible, sin duda, pero, sin embargo, ¡qué alejamiento del estricto ideal monástico de renuncia, tal como san Benito lo había enseñado a sus hijos! El abad Pedro el Venerable, a principios del siglo XII, ¿no exageraba cuando decía de las abadías cluniacenses confiadas a sus cuidados, que «aparte de un pequeño número de novicios, el resto era sólo sinagoga de Satanás»? Era, sin embargo, sintomático que un santo de su talla pudieses pronunciar tales palabras.
Había sido, pues para reaccionar contra este estado de cosas, contra estas rutinas, contra estas observancias adventicias, contra una cierta inclinación a la connivencia con lo temporal, que aquel pequeño grupo de novicios heroicos había decidido abandonar Molesmes, hija de Cluny. Bajo la dirección del pío Alberico, unos veinte querían lanzarse a aquella aventura. El mismo abad Roberto les había acompañado algún tiempo. Luego, después de Alberico, Esteban Harding había asumido la pesada labor de dirigir aquella audaz fundación. Roberto, Alberico, Esteban Harding: tres santos.
¡Ah!, en su nueva casa los monjes de Citeaux no corrían el peligro de caer en las tentaciones de la riqueza y el bienestar. Limpiar las malezas, secar los pantanos, construir el monasterio, luchar contra el hambre y el frío, llevando al mismo tiempo una vida de oración continua, era para descorazonar no pocas voluntades. De esta forma la nueva fundación, durante sus primeros catorce años, no había progresado. Su reclutamiento se había revelado muy flojo, irrisorio en un tiempo en que las vocaciones pululaban. Sin embargo, debe hacerse constar que la finalidad que se proponían aquellos reformadores no era la de imponerse e imponer inhumanos ascetismos. Rechazaban sólo lo que, en las costumbres de Cluny, les parecía haber sido añadido inútilmente a las estrictas observancias benedictinas. Querían sólo volver de nuevo a la aplicación pura y sencilla de la Regla original, que es rígida, pero no supone severidades excesivas. Empero, las condiciones mismas de los difíciles principios acrecentaban considerablemente el peso de aquellas ascesis. Y el hábito blanco adoptado por los «cistercienses», si bien era sólo en su espíritu la señal de un retorno simple y humilde a la tradición, a los ojos de los que les veían vivir parecía el símbolo concreto de las más extremadas austeridades.
Todo aquello, Bernardo lo sabía. Conocía la fama de austeridad que tenía el nuevo monasterio, y esto era precisamente lo que le atraía. Una vez decidido a ofrecerse al Señor, ¿por qué no entregarse por entero, sin escapatoria, sin reservas, sin posibilidades de rescate? La decisión se elaboró dentro de él. La tomó durante el invierno de 1111 a 1112. La vida abríase ante él; todo le era posible. Pero no había de ser ni sabio, ni obispo, ni militar. Habría de ser monje, y monje de Citeaux.
Evidentemente, al conocer tan extraña determinación, su padre se opuso resueltamente. Aquel convento en donde se vivía como un campesino, removiendo la tierra como un siervo en el trabajo, no le parecía al noble Tescelín que correspondiera a lo que legítimamente creía poder esperar como porvenir para el mejor dotado de sus hijos.
Pero entonces apareció, por vez primera, aquel misterioso poder de persuasión y convicción que, durante toda su vida, irradiará de la personalidad de Bernardo.
Alrededor del joven prosélito se formó una santa conjuración. Su tío, Gaudry, de alma generosa, le escuchó, le dio su apoyo y finalmente decidió acompañarle. Uno a uno, todos sus hermanos fueron conquistados y arrastrados en pos de aquella imperiosa estela. Varios de ellos, sin embargo, eran hombre de guerra e incluso uno de ellos estaba casado. Nada frenó el ímpetu del juvenil apóstol. Predijo a todos que Dios, un día u otro, sabría hacerles suyos. Y Gerardo, herido en un combate, considerando la sangre que vertía, exclamó como si fuera bautizado por segunda vez: «¡De ahora en adelante seré monje de Citeaux!». Y Guido, joven esposo, abandonando a su mujer, que, por su lado, iba a entrar en el claustro con sus dos hijitas, se añadió a la tropa fraternal. En el momento de la partida, sólo uno de ellos quedaba: Nivard, al que querían dejar por demasiado joven. «¡Mira qué rico serás!», le decían para consolarle. Pero él contestaba: «Pues, ¿qué? ¡tomáis el cielo y me dejáis la tierra! ¡Un reparto que yo no acepto!». La herencia del padre le parecía menos real, de menor precio que la esperanza de la salvación.
¿Qué hubiera podido hacer Tescelín ante aquel torrente de fervor? Se rindió a aquella violencia sagrada. «Sed moderados», se limitó a decir a sus hijos. «Os conozco, ¡nada podrá mitigar vuestro ardor!». Más tarde, él mismo, bajo la cogulla blanca, debía reunirse con los que había entregado al Señor.
Y así es como en el mes de abril de 1112 un tropel de jóvenes nobles –unos treinta, ya que varios amigos habían querido seguir el ejemplo de los jóvenes de Fontaines–, tomando el camino húmedo de los bosques, había llegado al portal de Citeaux.
«¿Qué pedís?», preguntó el abad Esteban Harding, según la fórmula ritual.
Y Bernardo, cayendo de rodillas, en nombre de todos respondió: «La misericordia de Dios y la vuestra...».

* En «San Bernardo, el árbitro de Europa», Aymá S. A. Editora – Barcelona, 1ª. edición, 1957, págs.23-29.

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