Borges no existe (carta de un lector)
ANÍBAL D'ANGELO RODRÍGUEZ (1927-2015)

Buenos Aires, 26 de junio de 1981
Señor Director de «Cabildo»
D. Ricardo Curutchet
S/D

Muy estimado señor:
He dudado mucho antes de escribir esta carta. Pues lo que voy a informarle en ella es algo capaz de desestabilizar la cultura argentina, de provocar pánicos en masa, motines callejeros, quiebras de medios de difusión, infartos múltiples, suicidios colectivos y otros males que me reservo.
Comprenderá usted, pues, mis dudas y hesitaciones. Pero por fin pudo más mi amor a la verdad y me decidí a dar a conocer el resultado de ciertas pacientes investigaciones que realizo desde hace años.
He recorrido bibliotecas, interrogado centenares de personas, indagado documentos, fatigado archivos –¡caramba, ya se me contagió el verbo fatigar!– y compulsado decenas de publicaciones. Todo comenzó por una vaga sospecha o, más que eso, por un interrogante que se instaló en mi cerebro cierto día que Jorge Luis Borges declaró, a la salida de un ágape no recuerdo si con Mirtha Legrand y otro personaje desaparecido de las pantallas de televisión, que Castellani era «un escritor de novelas policiales».
Cómo puede ser, me dije, que un hombre que escribe bien y del que puede, en consecuencia, presumirse (bien que juris tantum) que tiene buen gusto, diga semejante sandez que prueba una pequeñez de alma incompatible con la buena literatura.
Ese fue el punto de partida, la semilla de la que todo germinó, el cuerpo extraño que introducido en las valvas de mi sesera produjo la perla de mi descubrimiento.
Pues le diré todo de un solo golpe, Señor Director del alma mía (y agárrese fuerte): Borges no existe.
¿Se da cuenta de lo que le estoy diciendo? ¿Asume usted el hecho de que si mi hipótesis es cierta, la mitad de la cultura argentina actual se derrumba? Qué digo la mitad: tres cuartas partes. Y si me apuran... pero mejor será que no me apuren.
Pero es así nomás, querido amigo, desdichado compatriota. Borges no existe. Y paso a explicar las conclusiones de mi arriesgado, arriscado y arrinconado estudio.
A mediados de la década del 20 –los roaring twenties que le dicen– Leopoldo Marechal escribió un articulito en «Martín Fierro» que no quiso (por razones que no he podido descubrir) firmar con su nombre. Se inventó entonces un seudónimo con la resonancia y audacia de los nombres marechalescos: puso Jorge Luis Borges como años más tarde pondría a su novela cumbre, Adán Buenosayres.
El artículo gustó. La gente preguntó por el autor y Marechal le inventó un pasado y una personalidad sumarios. Meses más tarde, ya por divertirse, firmó otras líneas –esta vez un cuento– con el mismo seudónimo. Y así cuatro o cinco veces a lo largo de unos tres años. Al final, Marechal se cansó y quiso hacer correr la voz de una muerte prematura y trivial. Pero algunos amigos no lo dejaron y en una reunión en la cervecería «Keller» de Belgrano, decidieron formar una especie de «pool» literario que continuaría la vida falaz (aunque aún no descreída) del engendro marechaliano.
Pasó –ay– lo mismo que con Frankenstein. El monstruo tomó vida propia y sobrepasó a sus creadores. Porque, por esos azares de la creación, salieron dos o tres poesías muy lograditas y un par de cuentos con gracia. El «pool» –formado entonces por Estrella Gutiérrez, Ernesto Palacio y García Sanchíz (que colaboraba desde España)– se vio obligado a mantener la ficción. Si se observa la supuesta obra borgiana, se notará que es muy poca y dispersa, lo que se explica por las dificultades de la creación colectiva, que tan bien conocieron los hermanos Quinteros, Ilf y Petrov, Ortega y Gasset y otros dúos famosos.
Pasó el tiempo. De vez en cuando, el «pool», club o consorcio publicaba alguna cosita. Una y otra vez, también, cambiaba algún componente del «pool», club o consorcio. Pero es en este rubro en el que mi ignorancia es mayor, ya que el secreto de su composición es guardado hasta la fecha, por el «pool», con sigilo masónico. Lo más que he podido averiguar es que en uno u otro momento pasaron por sus filas –a veces hinchadas hasta los doce miembros, a veces adelgazadas hasta los dos– Adolfo Bioy Casares, el popular «Wimpi», Manucho Mujica Láinez y últimamente el humorista Juan Carlos Mesa. De todo, como en botica, pero menos aséptico.
La cuestión dio un vuelco grave en 1955, más precisamente en noviembre de ese año. Los sesudos liberales que asaltaron tan pacíficamente el poder necesitaban con urgencia mártires, víctimas y humillados y ofendidos por el peronismo. Revisaron las páginas de «Sur» buscando candidatos, pero la cosecha era magra. Una que otra hora en la comisaria, uno que otro rechazo de originales en medios de difusión estatales... nada. Pero claro está que eso no iba a arredrarlos. Ya estaba el ilustre precedente de Mármol, que perdonó a Rosas una cárcel y unas cadenas casi totalmente metafóricas. Así fue como se produjo el segundo nacimiento de esa entelequia llamada «Borges». Había que presentar un gran literato arrinconado por el peronismo y ponerlo en un sitio de mucha cultura, muchos libros y buen sueldo oficial (pues ya se sabe qué debilidad por los emolumentos estatales tienen estos privatistas). Se decidió llamar a ese «Borges» que de vez en cuando publicaba obritas, aunque por entonces jamás lo había visto nadie ni pontificaba todavía en agotadores reportajes sobre todo lo divino y lo humano.
Allí fue el apuro del «pool». Se pensó primero en una rápida y oficiosa enfermedad que se llevara en pocos días a la tumba al engendro. Después de larga discusión, se optó por lo contrario: darle algo más de vida real contratando a alguien que lo personificara. Pero la lista de candidatos era decepcionante: el uno era muy joven, el otro muy carilindo, el de más allá tenía facha de hortera. Por fin se encontró el candidato ideal. Se trataba de un actor de cuarta categoría, de nacionalidad dudosa –entre uruguayo e italiano– pero con una cara gargolesca que el tiempo acentuaría hasta la caricatura y que respondía a la imagen que los intelectuales tenían por entonces de un intelectual: feo, con un aire distante y como abstraído, al estilo Malraux. Se llamaba –se llama– Aquiles R. Scatamacchia. Se lo vistió adecuadamente, se le dieron dos o tres lecciones sobre urbanismo elemental (el Scatamacchia preborgiano mondaba con techito) y se lo lanzó a la vida pública. Me consta inclusive que el «pool» se felicitó de los vagos precedentes de nacionalidad oriental del monstruo, pues ello venía a cumplir un codicilo secreto del Tratado de Montevideo por el cual un diez por ciento de nuestros prohombres tienen que ser uruguayos.
Por otra parte, las características físicas de Scatamacchia eran las ideales para el personaje a crear. Su semiceguera permitía explicar la falta de reconocimiento de ciertas personas que «Borges» tendría que haber conocido –me refiero, por ejemplo, a Victoria Ocampo, que no estaba en el secreto–. Su balbuceo le permitiría tomarse un tiempo precioso para pensar lo que tenía que contestar ante preguntas comprometedoras. En fin: un verdadero regalo de la naturaleza.
Y así empezó todo, Señor Director. Si los libros tienen su hado ¿cómo no habrían de tenerlo quienes los escriben? Porque en realidad «Borges» vino a responder a una necesidad de nuestra cultura liberal. Era un escándalo inadmisible que todos los grandes nombres de nuestra literatura fueran marginales o directamente enemigos de tal cultura: de José Hernández a Gálvez, pasando por Lugones y Marechal. Se podía poner el candil bajo el celemín –caso Castellani– pero tarde o temprano había que oponerle un gran escritor de signo netamente liberal. Así fue como «Borges» se convirtió en el «lugar común» (en el sentido matemático) de todas las aspiraciones del liberalismo argentino. «Borges» nació y creció porque su perfil estaba como dibujado en el vacío por la rabieta de los liberales, que podían exhibir algunos buenos escritores pero ninguno grande.
Y así la bola de nieve creció y creció. Scatamacchia-Borges subió de un salto a los medios masivos de difusión y pronunciaron con respeto su nombre millones de personas que jamás lo leyeron ni lo leerán. De manera natural, como si hubiera un mecanismo aceitado para esas cosas –¿lo habrá?– los corresponsales extranjeros se sumaron al coro. Y las cadenas de televisión. Y las revistas de gran circulación. Y los ensayos en los que las estudiantes de letras volcaban sus secretos anhelos de participar de la divina sustancia borgiana.
¿Entiende usted ahora muchas cosas Señor Director? ¿Comprende por qué a «Borges» no le dieron ni le darán jamás el Premio Nobel? ¿Acaso porque su obra no lo merezca? Es todo una cuestión de proporción. Si lo recibió Echegaray ¿por qué no «Borges»? Lo que pasa es que los porteños sobrepasamos la pifia y el cachondeo heredado de nuestros antepasados hispánicos y llegamos a las cumbres del chichoneo criollo. Pero ¿un sueco? ¡Jamás! Y no digamos una Asamblea de suecos. Que está en el secreto y no se prestará jamás a ser cómplice de semejante broma. Pues ya se sabe que estos módicos descendientes de los vikingos a lo más que llegan es al humor negro de considerar pobres víctimas de no sé qué desapariciones a los subversivos.
Pero falta el «finale maestoso» de esta verídica historia. Con el tiempo, Scatamacchia empezó a inflarse. Asumió su Borges, como diría un periodista literario. Y comenzó a escaparse de las manos de sus creadores, en fiel continuidad de la tradición frankensteniana. ¡Y allí fueron los apuros, el llanto y el crujir de dientes! Porque Scatamacchia se largó a hacer declaraciones por su cuenta, en las que mezclaba la pedantería del personaje que representaba con principios y retóricas procedentes de vagas lecturas ácratas de su juventud.
El «pool» se agitó, se preocupó, se desesperó, se descompensó. Algunas veces lograban parar la publicación de las palabras del engendro y las reemplazaban por otras de su cosecha. Son las raras ocasiones en que «Borges» dice cosas más o menos sensatas. Scatamacchia contraatacó. Comenzó enjuiciando la obra de su máscara con unos términos tan duros (y verídicos) que produjeron un primer movimiento de estupor. Casi rotas las relaciones con sus mentores, la producción borgiana se hace exigua hasta la virtual desaparición, pero Scatamacchia sigue hablando «urbi et orbi». Tratan de frenarlo y él se irrita más y más. Un buen día se harta y con palabras públicas envía un mensaje secreto al «pool»: «Yo hago de Borges, me he acostumbrado a él, ahora que tengo 81 años. Mejor sería decir que me he resignado a Borges» (Conferencia de Prensa en Italia, publicada en «La Prensa» del 5.3.81).
¿Quiere usted una confirmación más cumplida de la veracidad de todo lo aquí expresado y del actual estado de guerra fría entre el personaje y sus creadores, como quien dice entre los instintos y la inteligencia del irreal «Borges»?
Y llegamos así a las últimas declaraciones, que tanta roncha levantaron en esa ínfima parte de la humanidad formada por los que todavía practicamos el trivial vicio del nacionalismo («Borges» dixit). Tomadas en serio y/o dichas por un argentino, constituirían una lisa y llana traición a la Patria. No sé si jurídicamente, pero desde luego sí moralmente. Pero, claro está, quienes conocemos el secreto no nos dejamos engañar. Se trata simplemente de un último desafío de Scatamacchia a la Junta que lo gobierna o debiera gobernarlo. (Parece ser un vicio argentino este de formar Juntas que pretenden gobernar y no saben cómo hacerlo). Como si hubiera querido decirle: «A ver cómo se escapan ahora de ésta». Porque claro, fácil era matar a Borges cuando era una entelequia literaria, pero difícil ahora que está, como quien dice, «encarnado».
Sin embargo, si yo fuera Scatamacchia me cuidaría. No estoy muy seguro de que el sigilo masónico de que hablo más arriba no obedezca precisamente a un predominio de los hijos de la viuda en la actual composición del «pool» y ya se sabe que estos huerfanitos no se andan con chicas cuando les buscan las cosquillas.
Mucho me temo –pero esto ya deja las tranquilas aguas de la investigación y se interna en el proceloso mar de la profecía– que un día de estos Borges-Scatamacchia resulte muerto de un paro cardíaco o hasta que haya un atentado en el que un ignoto terrorista búlgaro o catamarqueño (preferentemente con antecedentes fascistas) dispare catorce balazos contra el autor de «El Aleph».
Veremos entonces honras fúnebres sin parangón y una pléyade de nuestros más insignes escritores –es decir Gudiño Kieffer, Asís, Medina, etc.– llevar un ataúd en el que bajo el nombre de Borges reposarán los ingrávidos restos de Aquiles R. Scatamacchia. Un gran equívoco cerrará así este equívoco período de la historia literaria argentina. Y el nombre de Jorge Luis Borges pasará a integrarse en el rico ciclo de los grandes mitos de nuestro liberalismo vernáculo, hecho –como él– de humo, de engaño, de nada.
Dan Yellow

* En «Revista Cabildo», 2ª. Época – Año V – N° 44, Julio de 1981.

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