«La Asunción de María a los cielos»
P. LEONARDO CASTELLANI (1899 -1981)
La Virgen María fue asumida o «asumpta» a los
cielos; o sea, resucitó como su Hijo y fue llevada a la gloria en cuerpo y
alma. No decimos Ascensión, sino Asunción, porque fue llevada por su Hijo,
como píamente creemos. Se cree que vivió 72 años.
El Papa Pío
XII definió en el año 1950 después de consultar a los Obispos de todo el mundo,
que la Asunción de María a los cielos es una verdad de fe. ¿Dónde está en los
Evangelios, esa verdad de fe? No está en los Evangelios, está en la Tradición.
Los Evangelios terminan en la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo; y fueron
compuestos y puestos por escrito mucho antes de la muerte de Nuestra Señora.
Pero los Apóstoles sabían y enseñaban muchas más cosas de las que están en los
Evangelios, como dicen ellos mismos: «Muchas
otras cosas hay que hizo Jesús, que si se escribieran todas, creo que no
cabrían en el mundo los libros» –dice san Juan al final del suyo.
La
Iglesia Católica sostiene que la Revelación de Dios a los hombres está
contenida en dos depósitos: la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición o
Trasmisión. Tradición no es cualquier cosa que esté escrita en los Santos
Padres, ni siquiera en los Padres Apostólicos, que fueron los escritores que
conocieron a los Apóstoles; sino solamente «quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus»,
como dijo san Vicente de Lerins: es decir, lo que se ha creído «siempre, por todos y en todas partes».
Y esto ocurre con el dogma de la Asunción de María a los cielos.
Hay en los escritos de los Padres muchas cosas que
son conjeturas, opiniones teológicas o pías creencias; que son respetables,
pero no son verdades de la fe: como la que puse arriba que la Santísima Virgen
vivió 72 años. Probablemente es verdad pero no es una verdad de la fe; un «dogma»,
como se dice.
Un alemán amigo mío protestante me dijo una vez: «Ustedes
creen cosas de hombres. No hay que creer más que lo que está en la Sagrada
Escritura». La respuesta sencilla es: «¿Y dónde está en la Sagrada Escritura
eso que Ud. ha dicho ahora?». Efectivamente, la Escritura no dice eso, dice lo
contrario, como hemos visto. Dice expresamente que después de su Resurrección
Cristo instruyó a sus discípulos en muchas cosas acerca del Reino de Dios «que
no están en este libro», ni cabrían en muchos libros. Así por
ejemplo, el Sacramento del Matrimonio, y el de la Extremaunción (que está en la
Carta de Santiago Apóstol), la jerarquía eclesiástica dividida en Sacerdotes y
Obispos, las prerrogativas de la Santísima Virgen, como su Asunción. Desde el
principio de la Iglesia los fieles llamaron a la muerte de María la «dormición»
o el «tránsito»; no «la muerte»; la primera literatura cristiana contiene
relatos de su resurrección y glorificación; y las distintas Iglesias celebraban
esa fiesta, que celebramos nosotros el 15 de agosto.
María no tenía pecado original, de modo que el
castigo de la muerte no le era debido; murió para seguir en todo a su Hijo en
la obra de la Redención del hombre; así como cumplió la ley de la Purificación
después del Parto, que no la obligaba a ella; y Cristo se sometió a la
Circuncisión y al bautismo de penitencia de su primo el Bautista. Y así María
debía seguirlo también en la Resurrección.
«¿Quién es ésta que sube del desierto,
Enchida de delicias
Apoyada en su Amado?
¿Quién es ésta que sube del desierto
Como una columnita de zahumo
De perfume de incienso y mirra
Y toda clase de aromas?...
Ven del Líbano, esposa mía
Ven del Líbano y serás coronada...»
Estos y otros versículos del Cantar de los
Cantares aplica la Iglesia a María en su gloriosa Asunción.
Cristo y su Santísima Madre resucitaron para
nosotros; y entraron en la gloria como representantes de todo el cuerpo de la
Iglesia, como primicias de la resurrección de la carne, de nuestra resurrección
futura. Esto nos alegra. Es difícil alegrarse de la alegría de otros cuando
ella no nos toca para nada: dicen que la compasión es propia de hombres; pero
la congratulación (o sea, alegrarse con la alegría ajena) es propia de ángeles.
Pero en este caso la alegría y gloria de la Reina de los Ángeles nos toca de
cerca. Los bienes de nuestra Madre son nuestros.
Un cuerpo de varón y un cuerpo de mujer están ya
en el cielo, transformados por Dios en algo semejante a los Ángeles. En esta
vida el cuerpo nos pesa muchas veces, sujeto como está a la concupiscencia, a las
enfermedades y a la muerte. El amor, que parecería inventado por Dios para la
felicidad del hombre (y así fue al principio) resulta que ahora es causa de
muchísimas penas, molestias, contrastes; y aún crímenes, desastres y tragedias,
como vemos cada día; porque la naturaleza del hombre está desordenada por la
pasión y el desenfreno. Pero no es el destino final de nuestros cuerpos
estorbar al alma, decaer a la vejez y las dolencias, y pudrirse para siempre en
el sepulcro. Su destino final es ser renovado, enderezado y perfeccionado por
el Creador en forma extraordinaria y espléndida como lo fueron ya el cuerpo de
Cristo Nuestro Señor y el cuerpo de María Santísima. Así sea.
* En «El Rosal de Nuestra Señora» Ed.
Epheta – Buenos Aires, 1979; págs. 126-130.