Los Apóstoles se duermen mientras el traidor conspira
SANTO TOMÁS MORO (1478-1535)
Con
ocasión de la reciente declaración realizada por los miembros de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal
Argentina (v. Agencia Informativa Católica Argentina – AICA, del 22-8-18) en la
que expresan vivamente su «alegría por la inminente beatificación de Mons.
Enrique Angelelli, los sacerdotes Carlos Murias y Gabriel Longueville y el
laico Wenceslao Pedernera», «Decíamos
ayer...» quiere recordar el testimonio de un
verdadero MÁRTIR, realmente ejecutado por «odio a la Fe», expresado en uno de los libros que escribió durante su cautiverio, poco antes de su ejecución.
«Levantándose del suelo y volviendo a sus discípulos, hallólos dormidos por causa de la tristeza. Les dijo: ¿por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la tentación. Dormid y descansad. Pero basta ya. He aquí que llegó la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos y vámonos de aquí. Ya se acerca el que me ha de entregar»[1].
Vuelve Cristo
por tercera vez adonde están sus Apóstoles, y allí los encuentra sepultados en
el sueño, a pesar del mandato que les había dado de vigilar y rezar ante el
peligro que se cernía. Al mismo tiempo, Judas, el traidor, se mantenía bien
despierto, y tan concentrado en traicionar a su Señor que ni siquiera la idea
de dormirse se le pasó por la cabeza. ¿No es este contraste entre el traidor y
los Apóstoles como una imagen especular, y no menos clara que triste y
terrible, de lo que ha ocurrido a través de los siglos, desde aquellos tiempos
hasta nuestros días? ¿Por qué no contemplan los obispos, en esta escena, su
propia somnolencia? Han sucedido a los Apóstoles en el cargo, ¡ojalá
reprodujeran sus virtudes con la misma gana y deseo con que abrazan su
autoridad! ¡Ojalá les imitaran en lo otro con la fidelidad con que imitan su
somnolencia! Pues son muchos los que duermen en la tarea de sembrar virtudes entre la gente y mantener la
verdadera doctrina, mientras que los enemigos de Cristo, con objeto de sembrar
el vicio y desarraigar la fe (en la medida en que pueden prender de
nuevo a Cristo y crucificarlo otra vez), se mantienen bien despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las
tinieblas son mucho más astutos que los hijos de la luz[2]. Aunque esta comparación con los Apóstoles
dormidos se aplica muy acertadamente a aquellos obispos que se duermen mientras
la fe y la moral están en peligro, no conviene, sin embargo, a todos los
prelados ni en todos los aspectos.
Desgraciadamente,
algunos de ellos (muchos más de
los que uno podría sospechar) no se duermen «a causa de la tristeza», como era el
caso con los Apóstoles. No. Están,
más bien, amodorrados y aletargados en perniciosos afectos, y ebrios con
el mosto del demonio, del mundo y de la carne, duermen como cerdos revolcándose
en el lodo. Que los Apóstoles sintieran tristeza por el peligro que
corría su Maestro fue bien digno de alabanza; pero no lo fue el que se dejaran
vencer por la tristeza hasta caer dormidos. Entristecerse y dolerse porque el
mundo perece, o llorar por los crímenes de otros, es un sentimiento que habla
de ser compasivo, como sintió este escritor: «Me senté en la soledad y lloré», y este otro: «Me dolía el corazón porque los pecadores se
apartaban de tu ley». Tristeza de esta clase la colocaría yo en
aquella categoría de la que se dice […][3].
Pero la pondría ahí sólo si el efecto, aunque bueno, es controlado y
dirigido por la razón. Si no es así, si la pena oprime tanto al alma que ésta
pierde vigor y la razón pierde las riendas, si se encontrara un obispo tan vencido por la pesadez de su sueño que se
hiciera negligente en el cumplimiento de los deberes que su oficio exige para
la salvación de su rebaño, se comportaría como un cobarde capitán de navío que,
descorazonado por la furia del temporal, abandona el timón y busca refugio
mientras abandona el barco a las olas. Si un obispo se comportara así, no
dudaría yo en juntar esta tristeza con aquella otra que conduce, como dice San
Pablo, al infierno. Y aún peor la consideraría yo, porque esta
tristeza en las cosas espirituales parece originarse en quien desespera de la
ayuda de Dios.
Otra clase de
tristeza, peor si cabe, es la de aquellos que no están deprimidos por la
tristeza ante los peligros que otros corren, sino por los males que ellos
mismos pueden recibir; temor tanto más perverso cuanto su causa es más
despreciable, es decir, cuando no es ya cuestión de vida o muerte, sino de
dinero. Cristo mandó tener por nada la pérdida de nuestro cuerpo por su
causa. «No temáis a quienes matan
el cuerpo, y no pueden hacer más. Yo os mostraré a quién habéis de temer: Temed
al que después de quitar la vida, puede mandar también el alma al infierno. A
ése, os repito, habéis de temer»[4]. Para
todos, sin excepción, dijo estas palabras, caso de que hayan sido encarcelados
y no haya escapatoria posible. Pero
añade algo más para aquellos que llevan el peso y la responsabilidad episcopal:
no permite que se preocupen sólo de sus propias almas, ni tampoco que se
contenten refugiándose en el silencio, hasta que sean arrastrados y forzados a
escoger entre una abierta profesión de fe o una engañosa simulación. No. Quiso que dieran la cara si ven que la
grey a ellos confiada está en peligro, y que hicieran frente al peligro con su
propio riesgo, por el bien de su rebaño.
El buen pastor
da su vida por sus ovejas, dice Cristo. Quien salve su vida con daño de las
ovejas, no es buen pastor. El que pierde su vida por Cristo (y así hace quien la pierde por el bien del
rebaño que Cristo le confió) la salva para la vida eterna. De la
misma manera, el que niega a Cristo (como hace el que no confiesa la verdad cuando el silencio daña a su
rebaño), al querer salvar su vida empieza de hecho a perderla. Tanto peor, desde luego, si llevado por el
miedo, niega a Cristo abiertamente, con palabras, y lo traiciona. Tales obispos no duermen como Pedro, sino
que, con Pedro despiertos, niegan a Cristo. Al recibir, como Pedro, la mirada
afectuosa de Cristo, muchos serán los que con su gracia llegarán un día a
limpiar aquel delito salvándose a través del llanto. Sólo es necesario que respondan
a su mirada y a la invitación cariñosa a la penitencia, con dolor, con amargura
de corazón y con una nueva vida, recordando sus palabras, contemplando su
pasión y soltando las amarras que los ataban a sus pecados.
Si tan amenazado estuviera alguien en el mal
que no haya dejado de profesar la verdadera doctrina por miedo, sino que, como
Arrio y otros como él, predica falsa doctrina bien por una sórdida ganancia o
por una corrupta ambición, ese tal no duerme como Pedro, ni niega como Pedro,
sino que permanece bien despierto como el miserable Judas y, como Judas, a
Cristo persigue. La
situación de ese hombre es mucho más peligrosa que la de los otros, como
muestra el horrendo y triste final de Judas. No hay límite, sin embargo, en la
bondad de un Dios misericordioso, y ni siquiera tal pecador ha de desesperar
del perdón. De hecho, incluso al mismo Judas ofreció Dios muchas oportunidades
de volver en sí y arrepentirse. No le arrojó de su compañía. No le quitó
la dignidad que tenía como Apóstol. Ni tampoco le quitó la bolsa, y eso que era
ladrón. Admitió al traidor en la última cena con sus discípulos tan queridos. A
los pies del traidor se dignó agacharse para lavar con sus inocentes y
sacrosantas manos los sucios pies de Judas, símbolo de la suciedad de su mente.
Con incomparable bondad le entregó para comer, bajo la apariencia de pan, aquel
mismo cuerpo suyo que el traidor ya había vendido. Y, bajo la apariencia de
vino, le dio aquella sangre que, mientras bebía, pensaba el traidor cómo
derramar. Finalmente, al acercarse Judas con la turba para prenderle, ofreció a
Cristo un beso, un beso que era, de hecho, la muestra abominable de su
traición, pero que Cristo recibió con serenidad y con mansedumbre.
¿Quién habrá incapaz de pensar que cualquiera
de estos detalles podría haber removido el corazón del traidor a mejores
pensamientos, por muy endurecido que estuviera en el crimen? Es
cierto que hubo un principio de arrepentimiento al admitir su pecado, cuando
devolvió las monedas de plata (que
nadie recogiera) gritando que era traidor y confesando haber
entregado sangre inocente. Me inclino a pensar que Cristo le movió hasta este
punto para salvarle de la ruina, lo que hubiera sido posible si no hubiera
añadido a su traición la desesperación. Así se portaba Cristo con quien, con
tanta perfidia, le había entregado a la muerte.
Después de ver
de cuántas maneras mostró Dios su misericordia con Judas, que de Apóstol había pasado a traidor, al
ver con cuánta frecuencia le invitó al perdón, y no permitió que pereciera sino
porque él mismo quiso desesperar, no hay razón alguna en esta vida para que
nadie, aunque sea como Judas, haya de desesperar del perdón. Siguiendo el santo
consejo del Apóstol: «Rezad unos
por otros para ser salvos»[5],
si vemos que alguien se desvía del camino recto, esperamos que volverá algún
día a él, y mientras tanto, recemos sin cesar para que Dios le ofrezca
oportunidades de entrar en razón; para que con su ayuda las coja, y para que,
una vez cogidas, no las suelte ni rechace por la malicia, ni las deje pasar de
lado por culpa de su miserable pereza.
* En «La agonía de Cristo», Ed. Rialp,
S.A. – Madrid, 1999; págs. 95-101
[1]
Mt. 26; 45-46; Mc. 14,41, y Lc. 22, 45-46
[3]
Moro dejó el espacio en blanco. Muy
probablemente citaba de memoria. C. H. Miller sugiere con acierto el texto de 2
Cor 7, 10: «Puesto que la tristeza que es según Dios produce una penitencia
constante para la salud; cuando la tristeza del siglo causa la muerte». Cfr. CW
14, p. 1026.