Tercera parte - La hoz y el martillo (fragmentos)
AGUSTÍN DE FOXÁ (1903-1959)
José Félix, ayudado por la vieja criada y la mujer del portero, quemaba,
en la estufa del cuarto de baño, los periódicos de Falange y unos retratos del
Rey.
–Aquí tenía esto la señorita.
–No hay más remedio que quemarlo.
Era un retrato de Calvo Sotelo dedicado días antes de su muerte. Ya ardía
entre las astillas una banderita española. La noche anterior habían enterrado
en la cueva un viejo revólver.
Se despidió de los porteros.
–Bueno; yo ya me voy. Si preguntan por mí, que me he marchado a Valencia.
Salió a la calle. Encontró un Madrid desolado, diferente; con los mismos
edificios y la misma gente, aquélla era ya otra ciudad. Se daba cuenta así, de
la fuerza enorme de las ideas. A pesar de la geografía, aquello ya no era
España. En la Gran Vía, en Alcalá, acampaba la horda; visión de Cuatro Caminos
y de Vallecas, entre los hoteles suntuosos de la Castellana, bajo los
rascacielos de la avenida del Conde de Ferialver. Los «paqueos» habían cesado,
pero los autos ocupados por milicianos recorrían incesantes las calles de la
sierra al grito de «FAI, FAI», «CNT», amenazando con los puños cerrados,
agitando los fusiles, en mangas de camisa, con correaje, mezclados, con
milicianas de anchas caderas, sargentos y hombres con pantalón de pana.
Quedaban todavía residuos del mundo antiguo: los escaparates, las
tiendas, los cafés abiertos. Los milicianos, con las pistolas ametralladoras al
cinto, entraban en la Granja El Henar y pedían cañas y cócteles.
Llevaban una vida divertida. Por las mañanas tomaban el aperitivo en
Chicote. Así se comprobaba que no odiaban a los señoritos, sino que querían ser
ellos los señoritos; en realidad no eran marxistas, sino envidiosos.
Marchaban al frente de la sierra, como a una excursión, con milicianas
fáciles. Muchos no pasaban de Villalba. Cuando habían tirado unos cuantos tiros
contra los «facciosos», se volvían a Madrid a merendar en Aquarium.
Por la noche era más divertido. Al atardecer comenzaban los registros.
Les gustaba mucho entrar en los pisos lujosos, humillar a los burgueses, hacer
que les sirvieran copas y puros, y que les llorara la señora que iba en
automóvil cuando ellos marchaban a pie. Siempre, además, se llevaban algún
recuerdo, una pitillera de oro o un encendedor. Todavía no habían empezado los
saqueos en regla.
Milicanos y anarquistas en Madrid |
Aquello, sin embargo,
no les bastaba. Necesitaban sangre.
Afortunadamente, en aquellos registros casi siempre encontraban un
muchachito pálido, de dieciocho a veinte años, hijo de los señores, cuya cédula
ponía «estudiante».
En seguida decían que era un fascista y que había disparado por el
balcón.
Sentían un placer sádico escuchando los gritos de la madre y de las
hermanas. Le sacaban a empellones. A veces el padre se empeñaba en acompañar a
su hijo.
–Venga usted también.
Y se miraban, sonriendo, con sorna.
Los fusilaban a la madrugada, en la afueras, en la Casa de Campo, en los
altos de Maudes, en los alrededores de la plaza de toros de Tetuán. Hacían
chistes con la muerte.
–Ponte de perfil, que te voy a retratar.
–Vamos a «marearos» un poquito.
No creían que se trataba de hombres con sangre y lágrimas y sistema
nervioso. Jugaban con ellos como si fueran muñecos; se reían de las familias.
Lloraba una esposa, y algún miliciano, más humano intervenía. Cortaba seco el
responsable:
–Déjala que llore. Así sudará menos.
O les decían a los niños:
–¿Qué queréis que hagamos con papá? ¿Le damos una vuelta?
Rasgaban con las bayonetas los cuadros religiosos, tiraban al suelo los
crucifijos de marfil o de nácar.
–¡Por Dios, eso no!, que lo tuvo mi hijo entre sus dedos después de
muerto.
Dogmatizaban:
–Dios no existe. Eso ya se acabó.
No les desarmaba el pudor, ni la belleza, ni la valentía. Eran fuerzas
telúricas o abismales, sueños prehistóricos que resucitaban. Y un odio
químicamente puro.
*****
Los milicianos del Café de Roma se vanagloriaban de sus proezas.
–No sé qué me pasa ahora que a mí ya no me saltan cuando les pego en la
nuca. Antes ¡pegaban unos brincos...!
Isidoro estaba en la columna Mangada.
Yo no dejo al general. Llevo apuntados en este cuaderno todos los curas
que hemos «apiolado».
A aquel café acudían también los milicianos elegantes del Ministerio de
Industria y Comercio con sus monos impecables, las gorras con visera, las alas
doradas de aviación y unas pistolas sin estrenar con fundas espléndidas.
Porque los hijos de los ministros y de los subsecretarios del Frente
Popular se vestían de milicianos para asustar a las mecanógrafas del
Ministerio, pero generalmente no iban al frente. Alguna vez, con el pretexto de
llevar víveres, llegaban con un camión hasta cerca del Alto del León.
–Te advierto que los rebeldes zumban de lo lindo. No es tan fácil como
parece.
Todos se orientaban hacia la diplomacia o las comisiones para la compra
de armas. Porque lo interesante era salir de allí, cobrar en oro en un país
capitalista, mientras se preparaban nuevas ofensivas, y los desgraciados
milicianos, los panaderos y los ferroviarios, los de siempre, eran descabezados
en el Pingarrón a tiro directo de cañón, machacados en Jarama o aniquilados en
la sierra.
Y ellos, en París o en Londres, a la vuelta de una cena en una boîte elegante, ponían una banderita
tricolor sobre el mapa, diciendo a la muchacha que les acompañaba:
–Mira lo que hemos avanzado desde ayer.
*****
Asesinatos en la Casa de Campo, Madrid |
Había sobre la hierba unos puestecillos con toldos blancos donde se
vendían azucarillo y copas de anís.
Y acudían las mujeronas de aquellas barriadas con sus críos, como si
fueran a una novillada, las lavanderas del Manzanares y los chulillos que viven
al otro lado del puente, en el camino de los Sacramentales. Perspectiva lúgubre,
de cipreses oscuros, puntiagudos, sobre los cielos descompuestos del amanecer.
Llegaban los pelotones de la ejecución con los reos. Militares retirados,
sacerdotes, muchachos acusados de falangistas. El público aplaudía o silbaba,
según como morían.
Se retorcía, llorando el muchachito enloquecido por el miedo.
–¡Fuera, cobarde!
Le abucheaban como si fuera un toro manso.
Figuraba en aquella tanda el padre Anselmo, el archivero de los condes de
Sajera. Le habían prendido al día siguiente de la muerte de don Carlos, por una
carta firmada por Calvo Sotelo, que encontraron en su despacho. Parecía que el
capellán había querido seguir a su viejo señor más allá de la muerte. Bramaban
las mujeres:
–Dadle a ese cura. Hay que acabar con ellos.
Había pedido permiso para vestir la negra sotana y calzar sus zapatos con
hebillas plateadas, de clérigo elegante. Estaba sereno. Miraba al cielo fresco,
que ya se abría con charcos de luz rosa. Y los primeros pájaros. Detrás
imaginaba sinfonías y arpas. Le apuntaron. Extendió el crucifijo hacia sus verdugos.
–A éste no le matáis.
Cayó en medio de una ovación.
–Ha estado valiente el curita.
–Como un jabato.
–Mira, en cambio, ése.
Y señalaba a un hombre joven que se agarraba, suplicante, a las piernas
de los milicianos. Voceaban:
–¡A diez céntimos la copa de anís!
Se fusilaba ya menos en la checa de la Casa de Campo, abarrotada de
cadáveres. Allí juzgaba un tribunal compuesto por cuatro mujeres y un hombre
maduro.
Habían abierto enormes zanjas cerca del campo de polo. Y en el barro del
estanque, que se iba secando, yacían abotargados más de tres mil cuerpos de
infelices ciudadanos.
A los falangistas los metían en pozos, los enterraban hasta la cintura,
les rociaban el tronco con gasolina, quemándolos vivos. Se les oía aullar a través
del humo.
Se fusilaba en todo Madrid: en el barrio de la China, en la colonia del
Viso, en las afueras con desmonte y campo y las cocheras taciturnas de los
tranvías. Morían más de trescientos diarios. Algunos aparecían mutilados, con
los órganos vitales en la boca y hojitas de perejil, imitando en burla a los
cochinillos de Botín. Les ponían sobre el pecho el carnet o salvoconducto para
que supieran su nombre y, encima, «UHP» o un cartelito donde ponía «Quinta
Columna».
*****
José Félix, venciendo el temor, había ido a la Dirección para identificar
el cadáver de Jacinto Calonge. Le había telefoneado su madre:
–Entérese usted, José Félix. Hace seis días que no sé nada de él ni de
mis otros hijos. Búsquelo por la checas y por las cárceles.
Un funcionario le ofreció aquellos álbumes siniestros. Eran rostros
desorbitados, con terror fijo en las pupilas opacas, erizados los pelos del
bigote, las cabelleras encrespadas. Algunos eran verdaderos monstruos,
inflamados los labios por los culatazos, los ojos saltados por la explosión y
la boca torcida.
Aquella oficina funcionaba perfectamente. A las seis de la mañana los
automóviles de limpieza recogían los muertos. Los clasificaban, los amontonaban
en los depósitos. Colocaban junto a la fotografía un trocito del traje que
llevaba y las iniciales de la camisa. Y lo reseñaban al dorso: «Ojos claros,
nariz aguileña, boca grande». Para guardar las apariencias legales de una
democracia, los médicos extendían la papeleta de defunción. Diagnosticaban
siempre «Muerto por hemorragia». Y era verdad.
Los funcionarios, corteses, del Frente Popular daban toda clase de
facilidades. Sonaban los timbres y teléfonos.
Se acercaba una señora joven, guapa, conteniéndose las lágrimas. Miraba
el álbum.
–Éste es.
Y un funcionario consultaba el fichero.
–Ah, sí. El capitán de infantería Arturo Hernández. Ha aparecido en un
solar al final de Lista. Le encontrará usted en el depósito.
La gente permanecía aterrorizada, recluida en las habitaciones interiores
de los pisos, escuchando las radios «facciosas».
Como los primitivos cristianos en las catacumbas, reuníanse los fieles de
la otra España en torno de los aparatos encendidos, escondidos en los rincones
junto a los pequeños balcones de los patios interiores.
Uno, de rodillas, buscaba la onda con fervor religioso. Sonaban lejanas
las marchas españolas, alegres clarines de la infantería, voces de esperanza.
*****
Y José Félix, de noche, escondido en una casa, ante su radio encendida
imaginaba, al otro lado de los montes, la verdadera España. Imaginaba a Franco,
joven, con la espada desnuda en la belleza severa de Burgos, edificando una
Patria nueva, en un cuartel general, sin palaciegos ni aduladores, rodeado de
alegres requetés navarros, de falangistas vestidos de azul que defendían una
Patria alegre entre el ruido de talleres, con un Estado Mayor de jóvenes
capitanes con la Laureada.