La Amistad (fragmento)
CLIVE STAPLES LEWIS (1898 -1963)
A la memoria de nuestros entrañables
amigos de la «Guardia de San Miguel» que ya se han ido: Andrés Bonello,
Fernando Giudice, Cristián Coronado, Juan Walker; y al amigo de la «Guardia de
San Miguel», Fernando Córdoba; «Decíamos Ayer...» dedica estas amables y
luminosas líneas.
Cuando
el tema de que hablamos es la amistad, o el eros, encontramos un auditorio
preparado. La importancia y belleza de ambos ha sido reiteradamente destacada,
y hasta exagerada una y otra vez. Aun aquellos que pretenden ridiculizarlos,
como consciente reacción contra esa tradición de encomios, lo hacen también
influidos por ellos. Pero muy poca gente moderna piensa que la amistad es un
amor de un valor comparable al eros o, simplemente, que sea un amor. No puedo
recordar ningún poema desde In Memoriam, ni ninguna novela que la haya
celebrado. Tristán e Isolda, Antonio y Cleopatra, Romeo y Julieta tienen innumerables
imitaciones en la literatura moderna; pero David y Jonatán, Pílades y Orestes,
Rolando y Oliveros, Amis y Amiles no las tienen. A los antiguos, la amistad les
parecía el más feliz y más plenamente humano de todos los amores: coronación de
la vida y escuela de virtudes. El mundo moderno, en cambio, la ignora. Admite,
por supuesto, que además de una esposa y una familia, un hombre necesita unos
pocos «amigos»; pero el tono mismo en que se admite, y el que ese tipo de
relación se describa como «amistades» demuestra claramente que de lo que se
habla tiene muy poco que ver con esa philia que Aristóteles clasificaba entre
las virtudes, o esa amicitia sobre la que Cicerón escribió un libro. Se
considera algo bastante marginal, no un plato fuerte en el banquete de la vida;
un entretenimiento, algo que llena los ratos libres de nuestra vida. ¿Cómo ha
podido suceder eso?
La primera y
más obvia respuesta es que pocos la valoran, porque son pocos los que la
experimentan. Y la posibilidad de que transcurra la vida sin esa experiencia se
afinca en el hecho de separar tan radicalmente a la amistad de los otros dos
amores (el afecto y la caridad). La amistad es –en un sentido que de ningún
modo la rebaja– el menos «natural» de los amores, el menos instintivo,
orgánico, biológico, gregario y necesario. No tiene ninguna vinculación con
nuestros nervios; no hay en él nada que acelere el pulso o lo haga a uno
empalidecer o sonrojarse. Es algo que se da esencialmente entre individuos:
desde el momento en que dos hombres son amigos, en cierta medida se han
separado del rebaño. Sin eros ninguno de nosotros habría sido engendrado, y sin
afecto ninguno de nosotros hubiera podido ser criado; pero podemos vivir y
criar sin la amistad. La especie, biológicamente considerada, no la necesita. A
la multitud o el rebaño –la comunidad– hasta puede disgustarles y desconfiar de
ella; los dirigentes muy a menudo sienten de ese modo: los directores y
directoras de escuelas, los rectores de comunidades religiosas, los coroneles y
capitanes de barco pueden sentirse incómodos cuando ven surgir íntimas y fuertes
amistades entre sus súbditos.
Este carácter
«no natural», por así llamarlo, de la amistad explica sobradamente por qué fue
enaltecida en las épocas antigua y medieval, y que haya llegado a ser algo
fútil en la nuestra. El pensamiento más profundo y constante de aquellos
tiempos era ascético y de renunciamiento al mundo. La naturaleza, las emociones
y el cuerpo eran temidos como un peligro para nuestras almas, o despreciados
como degradaciones de nuestra condición humana. Inevitablemente, por tanto, se
valoraba más el tipo de amor que parece más independiente, e incluso más
opuesto, de lo meramente natural. El afecto y el eros están demasiado
claramente relacionados con nuestro sistema nervioso, y son demasiado
obviamente compartidos con los animales. Los sentimos cómo remueven nuestras
entrañas y alteran nuestra respiración. Pero en la amistad –en ese mundo
luminoso, tranquilo, racional de las relaciones libremente elegidas– uno se
aleja de todo eso. De entre todos los amores, ése es el único que parece
elevarnos al nivel de los dioses y de los ángeles.
Pero surgió
entonces el Romanticismo y «la comedia lacrimógena» y el «retorno a la
naturaleza» y la exaltación del sentimiento y, como séquito suyo, todo ese
cúmulo de emociones que, aunque fuera a menudo criticado, perdura desde
entonces. Por último surgieron la exaltación del instinto y los oscuros dioses
de la sangre, cuyos hierofantes suelen ser incapaces de una amistad masculina.
Bajo esa nueva consideración, todo lo que antaño se elogiaba en el amor de
amistad comenzó a ir en contra suya. No había en él sonrisas llenas de
lágrimas, ni finezas, ni ese lenguaje infantil que pudiera complacer a los
sentimentales. No estaba suficientemente envuelto en sangre y visceralidad para
que pudiera atraer a los primarios. Se le veía como un amor flaco y descolorido,
como una especie de sustitutivo para vegetarianos de amores más orgánicos.
Otras causas
han contribuido a eso. Para quienes –y ahora son mayoría– ven la vida humana
como una vida animal más desarrollada y más compleja, todas las formas de
comportamiento que no puedan mostrar el certificado de su origen animal y un
valor de supervivencia resultan sospechosas. Los certificados de amistad no son
muy satisfactorios. Una vez más, esa actitud que valora lo colectivo por encima
de lo individual necesariamente menosprecia la amistad, que es una relación
entre hombres en su nivel máximo de individualidad. La amistad saca al hombre
del colectivo «todos juntos» con tanta fuerza como puede hacerlo la soledad, y aún
más peligrosamente, porque los saca de dos en dos o de tres en tres. Ciertas
manifestaciones de sentimiento democrático le son naturalmente hostiles, porque
la amistad es selectiva, es asunto de unos pocos. Decir «éstos son mis amigos»
implica decir «ésos no lo son». Por todas estas razones, si alguien cree (como
yo lo creo) que la antigua apreciación de la amistad era la correcta,
difícilmente escribirá un capítulo sobre ella sino es para rehabilitarla.
Esto me obliga
a llevar a cabo, como comienzo, una muy ardua tarea de demolición, porque en
nuestra época se hace necesario refutar la teoría de que toda amistad sólida y
seria es, en realidad, homosexual.
La peligrosa
expresión «en realidad» es aquí importante. Decir que toda amistad es
consciente y explícitamente homosexual sería, es obvio, demasiado falso; los
pedantes se escudan tras la acusación menos palpable de que es homosexual «en
realidad», es decir, inconscientemente, crípticamente, en un cierto sentido
propio del Club Pickwick. Y esto, aunque no se puede probar, no puede tampoco
nunca, desde luego, ser rebatido. El hecho de que no pueda descubrirse ninguna
positiva evidencia de homosexualidad en el comportamiento de dos amigos no
desconcierta en absoluto a esos pedantes. Dicen gravemente: «Esto es justo lo
que se podía esperar». La mismísima falta de pruebas es así valorada como una
evidencia; la falta de humo es la prueba de que el fuego ha sido cuidadosamente
ocultado. Sí, supuesto que exista; pero primero hay que probar que existe. De
otro modo estaríamos argumentando como uno que dijera: «Si en esa silla hubiera
un gato invisible, parecería vacía; como la silla parece vacía, luego, en ella
hay un gato invisible».
La creencia en
gatos invisibles quizá no se pueda refutar de un modo lógico, pero dice mucho
acerca de quienes sostienen esa creencia. Los que no pueden concebir la amistad
como un amor sustantivo, sino sólo como un disfraz o una elaboración del eros,
dejan traslucir el hecho de que nunca han tenido un amigo. Los demás sabemos
que aunque podamos sentir amor erótico y amistad por la misma persona, sin
embargo, en cierto sentido, nada como la amistad se parece menos a un asunto
amoroso. Los enamorados están siempre hablándose de su amor; los amigos, casi
nunca de su amistad. Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos
el uno en el otro; los amigos van el uno al lado del otro, absortos en algún
interés común. Sobre todo, el eros (mientras dura) se da necesariamente sólo
entre dos. Pero el dos, lejos de ser el número requerido para la amistad, ni
siquiera es el mejor, y por una razón importante.
Lamb dice en
alguna parte que si de tres amigos (A, B y C) A muriera, B perdería entonces no
sólo a A sino «la parte de A que hay en C», y C pierde no sólo a A sino también
«la parte de A que hay en B». En cada uno de mis amigos hay algo que sólo otro
amigo puede mostrar plenamente. Por mí mismo no soy lo bastante completo como
para poner en actividad al hombre total, necesito otras luces, además de las
mías, para mostrar todas sus facetas. Ahora que Carlos ha muerto, nunca volveré
a ver la reacción de Ronaldo ante una broma típica de Carlos. Lejos de tener
más de Ronaldo al tenerle sólo «para mí» ahora que Carlos ha muerto, tengo menos
de él.
Por eso, la
verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten
felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto,
siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo.
Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, «Aquí llega
uno que aumentará nuestro amor»; porque en este amor «compartir no es quitar».
Por supuesto
que la escasez de almas afines –por no hacer consideraciones prácticas sobre el
tamaño de las habitaciones y su acústica– pone límites a la ampliación del círculo;
pero dentro de esos límites poseemos a cada amigo no menos sino más a medida
que crece el número de aquellos con quienes compartimos. En esto la amistad
muestra una gloriosa «aproximación por semejanza» al Cielo, donde la misma
multitud de los bienaventurados (que ningún hombre puede contar) aumenta el
goce que cada uno tiene de Dios; porque al verle cada alma a su manera
comunica, sin duda, esa visión suya, única, a todo el resto de los
bienaventurados. Por eso dice un autor antiguo que los serafines, en la visión
de Isaías, se están gritando «unos a otros» «Santo, Santo, Santo» (Isaías,
6,3). Así, mientras más compartamos el Pan del Cielo entre nosotros, más
tendremos de Él.