...la condición de la inteligencia en el catolicismo
TOMÁS D. CASARES (1895-1976)
Por la inteligencia somos imagen y semejanza de Dios, porque mediante la
inteligencia lo conocemos. Y conocer a Dios, es estar Dios en nosotros y
nosotros en Dios. Gracias a su iluminación le conocemos, porque iluminación de
Dios es el conocimiento natural que de Él podemos obtener; y también lo es la
virtud teologal de la Fe por la cual penetramos sobrenaturalmente en el secreto
de su intimidad, que le plugo revelarnos. Y es estar nosotros en Dios, porque
el conocimiento de Dios enciende la Caridad que es unión de amor, mediante la
propia negación; un no ser en nosotros sino en Dios.
Es, sin duda, eminente entre todas la misión de la inteligencia, pero
eminente en la humildad. Destello de Dios en nosotros, es, sin embargo, ceguera
cuando intenta desentenderse de Dios. Una ceguera lúcida; ceguera para los
caminos de Dios, discernimiento claro para los caminos del enemigo. La
actividad intelectual de quien no busca conocer a Dios sino la manera de
negarlo, es siempre una especie de odio. Y, como el odio, primero ciega,
después esteriliza y finalmente aniquila.
Es la consecuencia inevitable para la inteligencia que no reconoce
dócilmente la dependencia necesaria de todo lo que sucede y lo que existe con
respecto a la Causa Primera y el Último fin. Y son los “intelectuales” quienes
la padecen más porque el oficio les obliga a tener una visión del mundo y una
doctrina de la conducta; exigencias a las que no puede dar auténtica
satisfacción espiritual ni el ateísmo explícito, ni ese ateísmo implícito que
es el agnosticismo. Por lo cual, la inteligencia emancipada y acicateada por el
orgullo –no hay peor soberbia que la de la inteligencia–, concluye arriesgando
la aventura de sustituir o sustituirse a
Dios.
Es la inclinación secreta de la inteligencia, el rastro del pecado
original en ella. Siempre está inclinada a sustituir las jerarquías naturales
por las que ella misma dicte como en ejercicio de una soberanía.
Es que entender es tarea cuyos frutos suelen no ser halagadores. Se
necesita ascetismo espiritual para conformarse con ellos; substancialmente
semejante al ascetismo indispensable para tener atada nuestra carne; o al que
deben practicar los verdaderos artistas para mantener bajo sus pies el ídolo de
la forma. Los artistas crean formas, pero dejan de ser artistas, no bien su
creación se detiene en las formas, poniendo en ellas la gloria de su arte, lo
cual es poner su arte al servicio de su gloria y de su orgullo personal, desde
que las formas son obra de ellos. El signo del arte verdadero es la
transparencia de las formas que sus artistas crean; transparencia al través de
la cual resplandece la esencia de la realidad representada o evocada. Las
formas que crea el arte verdadero no constituyen su fin propio; están al servicio
de la realidad esencial, son apariencias que en lugar de velar descubren. La
belleza no es de ellas sino de la esencia que en ellas resplandece. Lo cual
quiere decir que el artista, que no es ni puede ser creador de las esencias
sino sólo de la expresión, no es, estrictamente hablando, creador de la belleza
que esplende en la obra de arte. De ahí la humildad del artista verdadero. Esa
misma humildad fundamental requiere la tarea de la inteligencia que se proponga
el conocimiento de la Verdad por la Verdad misma. Requiere el reconocimiento de
que la Verdad no es objeto de creación sino de descubrimiento. La función de la
inteligencia en el conocimiento puro es, como la del arte, un poner de
manifiesto la realidad recóndita. La verdad, como la belleza, no es la obra del
hombre; es la medida del hombre. Conocer no es someter lo conocido a la
inteligencia que conoce, es someterse; es someter la inteligencia al ser que
preexiste y la trasciende. Por eso la tarea intelectual es una disciplina, vale
decir, una rigurosa sujeción.
Esto explica que no pueda concebirse una intelectualidad católica con
pretensiones de superioridad por el mero hecho de ser intelectualidad. El más
breve destello de Caridad vale infinitamente más que el más alto discernimiento
de la inteligencia. En ese destello está la evidencia inmediata de lo que la
inteligencia halla sólo al término de todos sus esfuerzos discursivos: nuestra
menos que ínfima condición de ser lo que
no somos según la palabra de Dios a santa Catalina de Sena. Esto explica
que la inteligencia, instrumento primordial de todas las rebeldías fuera del
catolicismo, deba ser en él, instrumento de obediencia. El reconocimiento de la
Verdad trae aparejada la adhesión a la Verdad. El conocimiento auténtico es
siempre, necesariamente, reconocimiento de la existencia de Dios y de su
Soberanía sobre todo lo que de Él proviene. De Él proviene el orden natural de
lo creado; ese orden que la inteligencia humana discierne por sí misma con sólo
considerar la realidad que está a su alcance. En este discernimiento se fundan
los deberes naturales que nos mandan conformar nuestra conducta y el orden de
todas nuestras obras con el orden natural de todo lo creado, porque es el orden
conforme con el ser de las cosas que nuestra conducta o nuestra acción pretende
ordenar. Los deberes naturales no son otra cosa que una obediencia al orden
natural.
Y de Él (de Dios), proviene la Revelación que es su Palabra; y la
Revelación enseña el misterio de Su Iglesia y la razón de la Jerarquía que es
en la Iglesia visible sucesión de los Apóstoles y representación augusta de
Jesucristo. De este discernimiento deriva el deber de una nueva obediencia a la
cual por el orden a que se refiere, llamamos sobrenatural; y viva porque es
condición de vida; una obediencia en cuya virtud la voluntad depone sin
violencia toda pretensión de autonomía porque halla en su aceptación la
plenitud de su libertad, la libertad de hijo de Dios que consiste precisamente
en el reconocimiento de esa filiación deificante.
La vida de la inteligencia en el catolicismo es fundamentalmente una
disciplina de obediencia viva. La medida de su discernimiento la hallará el
intelectual católico en la medida de su obediencia. Y la medida de la
obediencia se la dará el discernimiento del orden sobrenatural al cual el
hombre fue llamado originariamente; para el cual nos rescató la sangre de
Jesucristo, y en el cual nos mantiene y nos guía la Iglesia maternalmente. El
orgullo intelectual es en el católico, no sólo un pecado sino un absurdo, es
una forma de imbecilidad. La superioridad eminentísima de la Caridad, que exige
la más grande subordinación de la inteligencia porque la ordena a la
contemplación, y contemplar es negarse porque la contemplación es un medirse la
inteligencia, según la inconmensurable inmensidad de Dios.
Si algo ha de acordársele a la vida intelectual, no es una superioridad
que no tiene, sino una libertad, compatible con la sujeción que acabo de
señalar; y que le es necesaria para que el orden propio de sus actividades no
sea perturbado.
La tarea intelectual tiene su materia propia, y en ella, salvados los
derechos supremos, absolutos y exclusivos de la Verdad, la elección que la
inteligencia haga de sus caminos, de su modo o de su tono, sólo debe ser
juzgado en razón de las exigencias de la inteligencia misma y no de motivos
personales o de conveniencias prácticas o de situaciones consagradas.
Desconocerlo es perturbar la delimitación de los diversos órdenes de la
actividad humana con grave perjuicio para todos.
Para que el ejercicio de la inteligencia en esa libertad se realice sin
menoscabo de la obediencia, deberá provenir de la vida interior y conducir a
ella; debería ser siempre, al través de todas las modalidades posibles,
conocimiento de Dios que mueva al amor de Dios: es decir, que nos coloque y
mantenga en el centro de la vida cristiana.
Este centro, que es el amor de Dios por Jesucristo, en el Espíritu Santo,
es, a un mismo tiempo, término y punto de partida. Considerarlo sólo como el
término de la vida espiritual es despojar a los primeros pasos de ese ímpetu,
de esa intención de vuelo que es el requisito de una efectiva elevación. Pero
adoptarlo como punto de partida, no significa considerarse en un alto grado de
progreso interior, ni muchísimo menos. Es aquello que dice el P. Garrigou Lagrange
en “L’amour de Dieu et la Croix de Jésus”: “Para
llegar a la perfección del amor de Dios... hay dos caminos... Uno consiste en
partir de la consideración del gran misterio del amor de Dios a nosotros,
examinando nuestra conciencia, nuestras faltas, nuestro defecto dominante. Este
examen no debe descuidarse, pero hay que hacerlo a la luz superior del gran
misterio de amor a que nos hemos referido; de otro modo la multiplicidad de
nuestros defectos y la de las virtudes que debemos adquirir, nos
desconcertaría. Además, las virtudes no atraen vivamente si no se las contempla
en Jesucristo y en María. Vayamos, pues, -concluye el P. Garrigou Lagrange–
al corazón mismo de la vida interior...”.
* “Reflexiones sobre la
condición de la inteligencia en el catolicismo”, Cursos de Cultura Católica, Buenos Aires - 1942,
págs. 30-37.
blogdeciamosayer@gmail.com
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