Después del pecado
FRAY ALBERTO GARCÍA VIEYRA O.P. (1912 – 1985)
Consumado el
pecado, la Escritura nos señala diversos episodios que jalonan las
consecuencias del mismo.
“Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que
estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones”
(Gen. III,7).
En el estado
de inocencia no sentían para nada el estímulo de la concupiscencia, y no se
avergonzaban de la desnudez; después del pecado pierden la inocencia. Como dice
el P. Ceuppens, no hay que introducir doctrinas o explicaciones extrañas al
contexto. “El hombre sabía que estaba desnudo –dice J. Chaine–; ahora él
encuentra esto inconveniente porque la concupiscencia se ha despertado; la
concupiscencia es posterior al pecado; es efecto y no causa de la caída” (Le Livre de la Genese, 48).
Esto último
es importante contra explicaciones más o menos absurdas del pecado original. Es
ridículo poner el pecado original en algo sexual; entre Adán y Eva podía haber
acto sexual, pero no pecado propiamente dicho. El pecado original fue algo
inmenso, contra el honor divino, desobediencia, profanación de lo sagrado,
etc., pero nunca algo para lo cual la misma naturaleza está ordenada.
Lo importante
en esta materia es no pasar de largo por el primer pecado, sino contemplar su
gravitación, su peso en la vida de la humanidad y del hombre. La severa
narración bíblica, nada nos dice, pero nosotros vemos ya todo su peso en la
vida del mundo. No es posible plantearse ningún problema humano, con
implicancias en el quehacer del hombre, sin que haya que considerar la
presencia del pecado, en sí mismo o a través de sus consecuencias.
“Oyeron a Dios que se paseaba por el jardín
al fresco del día, y se escondieron de Dios, Adán y su mujer” (ib. v.8).
Dios quiere
al hombre en la bienaventuranza eterna, y esa voluntad no se retracta. La
voluntad divina que eleva a Adán al orden sobrenatural de la gracia, reaparece
misteriosamente al principio, patente después, como voluntad de salvación. A
través de este versículo de indudable plasticidad, reaparece el amor divino de
salvación. Después del pecado, Adán y su mujer oyen a Dios; aunque la vergüenza
los hace esconder entre los árboles, es por un sentimiento de menosprecio de sí
mismos, ante la majestad del Creador. Humildad, confusión, temor de Dios. Adán
y su mujer, caídos en el pecado, y después del pecado, no abandonarán los
caminos de la misericordia.
Oyeron,
significa que aún podían oír a Dios y entenderle. Oyeron la voz del demonio y
cayeron en la seducción; oyeron la voz de Dios y entraron por los caminos del
temor de Dios y la salvación.
Dice el
salmista “No endurezcáis vuestro corazón”
(ps. 94). Existe un misterio de dureza y obstinación, que conduce
necesariamente a la muerte; pero Dios no quiere la muerte del pecador, sino que
viva; por eso la vida siempre se le ofreció a nuestro primer padre. Debemos los
cristianos pedir la gracia de oír; de oír la Palabra de Dios; no embaucarnos en
la “mentalidad semita” o en la “cultura oriental”, que son los grandes
vaciaderos donde se lleva la Palabra de Dios, por una exégesis negativa, para
que nada diga, que nada signifique.
“Pero llamó Dios a Adán diciendo; Adán
¿dónde estás? y este contestó: te he oído en el jardín y, temeroso porque estaba
desnudo, me escondí; ¿Y quién, le dijo, te ha hecho saber que estabas desnudo?
¿Es que has comido del árbol que te prohibí comer?” (ib. vv. 9-11).
Dios no
quiere condenar definitivamente a su creatura humana. La palabra de Dios,
palabra sustancial, tiene el efecto inmediato hacia lo cual va dirigida. Dios
quiere suscitar en el primer hombre sentimientos de contrición, petición,
esperanza. Las preguntas de Dios no son para obtener una respuesta, sino
suscitar un modo de ser, una actitud, que podría explicar la posterior parábola
del Hijo Pródigo.
Los
versículos siguientes (vv.12-13), enteramente psicológicos, constituyen una
tímida respuesta a la requisitoria del Señor. Adán se excusa, y hace
responsable a la mujer; la mujer declina su responsabilidad en la serpiente; “La serpiente me engañó y comí”.
La primera
mujer, Eva, asume la responsabilidad del pecado, y confiesa el engaño de la
serpiente. Otra mujer, que vendrá después, María, asumirá la responsabilidad de
la Redención, después de recibir la verdad, por ministerio del ángel.
Responsabilidad de la Redención, no significa que sea causa principal de la
misma; pero como creatura, a la par de Eva, debía recibir en su seno, el Fruto
bendito de salvación. La serpiente, o sea el demonio, siempre procurará
destruir el linaje de la mujer, hasta caer vencido por la Nueva Eva que ni fue
engañada ni es engañada en los fieles que la invocan.
“Y dijo Dios a la serpiente: Por haber hecho
esto maldita serás entre todos los ganados y bestias del campo; te arrastrarás
sobre tu pecho, y comerás el polvo todo el tiempo de tu vida. Pondré perpetua
enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la
cabeza; y tú le morderás a él el calcañar” (vv. 14-15).
La atención
del lector recae sobre este último versículo por su indudable sentido
profético. El triunfo de la serpiente, o sea de Satanás, será momentáneo.
Llegará un momento en que se levantarán enemistadas entre la mujer y el
demonio. Esas
enemistades, aquella oposición se levantaría en el futuro, cuando viniera la
mujer capaz de sostener dichas enemistades. En la exégesis de origen
protestante, aún católica, se ha hecho lo imposible para negar que aquella
mujer fuera la Santísima Virgen. La tradición de los Padres y teólogos hasta
tiempos muy recientes, han sostenido que se trataba de María, la hija de
Joaquín y Ana. La “posteridad de Eva” era llamada a ocupar su lugar. Pero resulta
que en la “posteridad de Eva”, la única mujer capaz de sostener enemistades
contra el diablo es María, la Inmaculada Concepción. María nunca estuvo en
poder del demonio; siempre pudo y puede enfrentarlo, como lo enfrentó en casa
de Isabel, arrancando de su poder al que sería el Precursor de su Hijo. El
instinto de la fe, el sentir del pueblo cristiano invoca a María como madre, y
como capaz contra los poderes del diablo.
Para
nosotros, y el común sentir de la cristiandad, la mujer es María; nadie puede
imaginar enemistades entre Eva y el diablo; tenemos que pasar sobre todas las
heroínas del Antiguo Testamento, para llegar a la gran heroína, la hija de Sión,
que recibió el saludo del ángel.
Después de
esto el Señor decreta el castigo para Eva y para Adán. A Eva anuncia el dolor
en el parto y la sujeción con relación al marido. El castigo de Adán fue el
siguiente:
“Por ti será maldita la tierra, con trabajo
comerás de ella todo el tiempo de tu vida. Te dará espinas y abrojos. Y comerás
de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan; hasta que
vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres y al polvo
volverás” (vv. 16-20).
* “El Paraíso, o el
problema de lo sobrenatural”; ed. San Jerónimo, Sta. Fe, 1980.
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