Labriegos
TEODORO HAECKER (1879-1945)
¿Quién en la
antigüedad hubiera podido escribir la máxima: Labor vincit omnia, labor improbus: Todo lo vence el trabajo, el
trabajo con el sudor del rostro; en la antigüedad, en una economía basada en la
esclavitud, cuando todo noble sólo en el otium
veía algo noble y no en el negotium,
cuando nadie pensaba siquiera en la posibilidad del moderno extravío, que
considera el trabajo ya en sí, como
una especie de religión? Ningún griego, ningún pueblo marinero, ningún pueblo
comerciante o consagrado a la rapiña, o aunque sólo fuera guerrero o de
pastores, sino únicamente un pueblo agricultor, podía llegar a un pleno
conocimiento de la esencia del trabajo. El hijo de un labrador italiano, que
elevó hasta la cumbre del arte más sublime, sin ser superado por nadie, su
inalterable amor a la humanidad del campo laborable, pudo escribir las Geórgicas, la canción más hermosa del
mundo acerca del cultivo de la tierra y de las viñas, de la jardinería y de la
ganadería, y de la abeja, el animal más venerado y misterioso en la literatura
de la antigüedad desde Platón hasta Virgilio. Esta poesía no tiene, en verdad,
nada de romántico, sino que es la obra más clásica que puede imaginarse. Es un
error grotesco querer compararla con el sentimentalismo de los rusonianos,
aunque también en éstos había una justificación: el derecho a huir de la
mentira cartesiana, que mataba el alma de la naturaleza; pero esta huida dio en
otra mentira. Virgilio, es esta su segunda obra, ha unido al primitivo amor del
poeta hacia la naturaleza el conocimiento intuitivo del labrador nato acerca
del campo y de lo que a él se refiere, y el conocimiento de la agricultura,
logrado por la observación pensante y por el pensamiento observador. Sus dotes
de observación son afines y se aproximan a las del mayor naturalista de
nuestros tiempos, el magníficamente virgiliano J. H. Fabre. Los primeros monjes
de Occidente tenían como padre espiritual a San Benito y como padre secular a
Virgilio. Se dirigieron al Norte como hijos de San Benito, a fin de roturar las
selvas de las almas agrestes y cultivarlas para la siembra de la Palabra, y lo
hicieron por medio de su orare, su
rezar; pero también fueron como hijos de Virgilio, a fin de roturar las selvas
de los campos agrestes y cultivar la tierra para sembrar el grano y plantar la
vid, y lo consiguieron por medio de su laborare,
por el trabajo con el sudor de su rostro, expresión bíblica que continúa siendo
la mejor traducción del labor improbus
virgiliano: eran Benedictinos en el orden de la gracia, Virgilianos en el orden
de la naturaleza. Esto sólo puede ya indicarnos el abismo que hay ente Virgilio
y Rousseau, entre la verdadera hermosura de lo real y el hermoso esplendor de
una ficción romántica. Cuál es la esencia de un trabajo inteligente, tenía que
decirlo el hijo de un labriego y artesano, pues estos dos, el labriego y el
artesano, ofrecen el paradigma del trabajo inteligente, por el cual se rige a
sí mismo y rige su calor todo el trabajo, el labor improbus, que, objetivamente, se da ya en ciertos animales,
pero que, en el campo de la libertad y de la consciencia, pertenece por
completo al hombre, está en el medio, como mediador, entre la iustissima tellus, la justísima Madre
Tierra, vibrante de fuerzas germinativas, y Eros; entre ella, que es el principio,
y el futuro sazonado, que alimenta y recrea el cuerpo, el alma y el espíritu
del hombre.
“Cultura”:
esa palabra que hoy mueve y ocupa los espíritus de todo el Occidente, no
procede de los griegos, quienes, por lo demás, nos han hecho presente de casi
todas las palabras católicas, sino que es un don de los labriegos latinos y
designa la esencia y el arte del cultivo del campo; “cultura” es la encarnación
y unidad inseparable de tres cosas: de la materia muerta o animada, que se da
previamente, que no es creada por el hombre, de la que, más bien, es creado él
mismo, de la que él mismo es una parte; en segundo lugar, del labor improbus del hombre, que es
indispensable, imprescindible, intermediario, el que abre camino; finalmente,
del fruto sazonado y del alimento agradable, conseguidos por la íntima unión de
la materia y del trabajo, de los cuales la primera tiene un carácter gratuito,
el segundo un carácter de obra. Pero esto no es aún todo; a toda auténtica
cultura se añade, además, la gloria,
a la que pertenece tanto la espontaneidad como la ilimitación de la belleza. La
espontaneidad sólo se da al principio y sólo, nuevamente, al fin; se pierde lo
que queda enterrado en el labor improbus.
Hay un largo camino desde la espontaneidad de una canción popular hasta la espontaneidad
de una sinfonía de Beethoven; pero ambas la tienen, y el hecho de que la
última, que arrastra consigo y deja entrever una infinita riqueza de contenido,
sólo se logre por el labor improbus y
nunca sin él, es una paradoja de las más misteriosas de nuestra vida. Virgilio
se hubiera asombrado ante la mediocridad de una estética y preceptiva del poeta
que aconseja a éste esperar pasivamente la inspiración y vivir sólo de ella –en
este escollo ha naufragado ya más de uno–. Es verdad que no hay trabajo, ni
siquiera con el sudor del rostro, que supla la inspiración –como no hay trabajo
de labrador que pueda hacer crecer trigo sobre piedras–; pero conserva la que
ya existe y la lleva a punto de madurez; incluso hace todavía más, atrae otra
nueva y centuplica su fuerza; no la crea, pero la saca a luz por medio del ablandamiento,
de la entrega y de la disposición. La belleza está al principio y al fin.
Hermoso es un cerezo silvestre, y hermosa una cepa salvaje. ¿Pero qué es esto
ante la noble magnificencia de un cerezo cargado de fruta, y ante la ardiente
negrura de un racimo? ¿Qué es una hierba florida ante un mar de rubias espigas,
ante la maravillosa suavidad de una manzana, ante la tierna delicadeza de una
pera, ante la turgidez azul de una ciruela, ante las sedosas mejillas de un
melocotón? ¿Qué es ante la gloria
humilde del pan, del vino, del aceite, cosas todas que sólo existen por la “cultura”,
cuyo principio es Eros, cuyo medio es el trabajo que lo sujeta, lo dirige y lo
gobierna, cuyo fin es el alimento corporal y espiritual del hombre y la gloria de las cosas mismas? Esto llega
más lejos y más alto. Es hermoso un color; ¿pero qué es ante la gloria de un cuadro de Fra Angélico?
Hermoso es un sonido; ¿pero qué es ante la gloria
de una sonata de Mozart? Hermosa es una palabra sonora; pero qué es ante la gloria de un verso virgiliano? El camino
de lo uno a lo otro, partiendo de la insondable realidad de los colores, de los
sonidos y del lenguaje con sus relaciones y leyes inmanentes, que no son
creadas por el pintor, el músico o el poeta, y de la fuerza creadora
combinadora del pintor, músico y poeta, que desde su nacimiento –pues lo más es
obra del nacimiento– tienen acceso a esta realidad y derecho de ciudadanía en
ella, conduce a la meta y al fruto con ayuda del labor improbus. Conseguir lo “fácil” con el mayor esfuerzo, con
todo el esfuerzo posible, y lo “sencillo” con la más intrépida complejidad, es
arte perfectísimo. Este es uno de los pocos principios absolutos de una
estética absoluta en su aspecto subjetivo. Y ésta es también, a su vez,
auténtica “imitación de la naturaleza” en sentido aristotélico. La complejidad
de nuestras máquinas más complicadas no es, verdaderamente, más que una
vergonzosa chapucería ante los complicados aparatos y sus funciones, que crea
la naturaleza. ¿Se da algo más complicado y más dependiente de una infinidad de
condiciones que el aparato y el funcionamiento de nuestro ojo? , por otra parte:
¿Se da algo más asombrosa y divinamente sencillo que la vista? Aquí está la
gran diferencia entre una máquina y la naturaleza: el servicio de aquella permanece siempre, hasta el final, en la complejidad; nunca es su resultado
la redentora simplicidad de un acto vital, y no digamos espiritual.
La grandeza
normativa de las Geórgicas de
Virgilio, del libro de la agricultura y de los labriegos, del trabajo y de la iustissima tellus, radica en que
descubre con la mirada más segura el sentido del trabajo, formidable problema para
la humanidad, uno de los más atormentadores y confusos precisamente para la
actual, que ha perdido hace ya mucho tiempo este sentido; y lo descubren allí
donde tiene su primer asiento, entre
los labradores, en la agricultura. Entre los pastores de las Bucólicas no pasa de ser un juego, sin
llegar a ser trabajo con el sudor del rostro, labor improbus. Virgilio no supervalora el trabajo ni le quita
valor. El trabajo en sí no crea nada, pues lo mismo el fruto mezquino y pobre
que el rico y abundante los da sólo la Madre Tierra. Pero hay una diferencia,
la diferencia del trabajo, de la cultura
en sentido estricto, entre la espiga silvestre y la cultivada; aquélla la da
gratuitamente la tellus, ésta la da en
cuanto iustissima, en cuanto
justísima, sólo al precio del labor
improbus. En toda elevada o elevadísima cultura,
palabra tomada del cultivo del campo, desempeña el trabajo, el labor improbus, un papel análogo; es la
condición imprescindible para que algo originariamente gratuito se colme aún más de gracia; a la manera que una sinfonía
de Beethoven tiene más plenitud de gracia que una bella canción popular. El triunfo del trabajo auténtico se
manifiesta por el triunfo de la gracia.