El sentido de la vida
RAFAEL GAMBRA (1920-2004)

    Ante todo, el sentido de las cosas. “Yo he descubierto una gran verdad –dice el Patriarca de Ciudadela[1]: que los hombres habitan, y que el sentido de las cosas cambia para ellos según el orden de la mansión que los alberga. Y que el camino, la colina, son diferentes para el hombres según que formen o no un dominio”. 
    O lo que es lo mismo: el hombre, aunque razone no vive en lo universal, sino que habita en lo concreto, y sólo a partir de lo concreto razona. Precisamente porque él mismo es individual y personal, crea lo concreto determinado y en ello se alberga y protege. De aquí que el conjunto de límites o determinaciones que forman el habitáculo humano sea el bien más precioso que cada hombre y cada generación debe conservar, porque le proporciona el sentido de las cosas y le preserva de la incoherencia y del esencial hastío.
    Nadie más abandonado en un mundo sin límites, de temibles elementos, que el navegante en alta mar. Se enfrenta, sin embargo, con el océano infinito en la pequeña construcción de su navío, que es para él albergue y orden de sus días. Una vez dentro de él, apenas ve ya el mar, o, si lo ve, le parece sólo el fondo o decoración de su nave, algo hecho para sostenerlo y transportarlo. La inmensidad del mar es entonces campo de su tarea, o camino que recorrer o campo de batalla para el navío, es decir, para el pequeño mundo de sentido que el hombre se ha construido a fin de albergarse y realizar su obra. Es la misma verdad que expresó la Gestalt-Psychologie sobre la incapacidad perceptiva del hombre si no es a partir de una previa captación de formas dotadas de unidad y sentido.
    Tal es la razón –dirá Saint-Exupéry– de que los hombres amen espontáneamente su propia casa, y, a través de ella, su remoto y divino origen. Como el que ama a una estatua no ama ni la arcilla ni el bronce sino el sello del escultor. Y yo –el que gobierna– vinculo los hombres a su mansión, la de mi pueblo, a fin de que puedan reconocerla y amarla como propia. Pero no la reconocerán hasta que la hayan alimentado con su sangre y su sacrificio. Y entonces ella podrá exigirles hasta su misma vida porque será su propia significación; y los hombres no podrán desconocerla, ni verla desde fuera, porque es estructura divina con rostro humano. Y experimentarán por ella amor, y sus veladas serán fervorosas; y los padres, en cuanto sus hijos vean y oigan, se ocuparán ante todo de descubrírsela a fin de que no se ahogue para ellos la vida en la incoherencia y el absurdo... Por esto precisamente deseo que respalden sólidamente los bastidores de su navío, a fin de salvarlos de generación en generación. Y así también en el sentido de su tiempo, porque nunca llegará a embellecerse un templo si ha de recomenzarse a cada instante.
    El sentido de las cosas tiene dos aspectos, uno espacial y otro temporal. La “Tierra de los hombres” es mansión en el espacio y rito en el tiempo. El hombre construye su albergue en el espacio, y ese albergue posee límites, estancias, estructura. Y cada estancia un sentido y también un misterio intransferible. Como cada flor es, en sí misma, la negación de las demás. Es la mansión histórica, hecha sustancia de la vida, lo que el hombre ama; no la construcción teórica, en serie, de la que sólo se sirve. “Te resultará imposible amar –leemos en Ciudadela– una casa que no tenga rostro propio y donde los pasos no tengan su sentido. Había (en el palacio de mi padre) una sala reservada a los principales embajadores y que se abría sólo al sol de los grandes días; había aquella otra en que se hacía justicia, y aquella a donde se llevaba a los muertos; y aquella, en fin, siempre vacía, cuya utilidad nunca se conoció, y que quizá no tuviera ninguna salvo la de enseñar el respeto y el sentido del misterio y que nunca se penetra del todo las cosas...”. Este sentido espacial –estructura humana– de las cosas es producto, ante todo, de una aceptación; después, de la continuidad, la costumbre y la tradición.
    Aceptación ante todo de una trascendencia divina y de la religación a ella en un destino común. Historiadores, geógrafos, economistas, explican por factores coincidentes o disociados el brotar histórico de los pueblos a la génesis de las grandes civilizaciones. Sin embargo, nada hubiera unido a los árabes ni los hubiera lanzado sobre el mundo sin la misteriosa acogida de un mensaje superior que hizo irrumpir victorioso lo que dormía en la dispersión y la pasividad. De aquí que nada más inadecuado y disolvente para toda religión que aplicar el método analítico racional a sus fundamentos religadores, haciéndolos abstractos, universales, intercambiables: este método, que puede usarse con eficacia en realidades convencionales y finalistas, como la economía y la gobernación humana, resulta esencialmente aniquilador en el hecho religioso, que es, ante todo, aceptación trascendente, misteriosa, y después, comunión y fidelidad.
    Aceptación, en segundo término, de un orden existencial en el cual el medio se hace mansión y el tiempo adquiere una fisonomía; concreción histórica que se realiza en la remota y legendaria génesis de cada pueblo, y que se santifica con el paso de las generaciones y la memoria sagrada de los que nos precedieron. Cosas, recuerdos y costumbres adquieren así el valor de “lo propio colectivo” y se veneran como encarnación y símbolo de aquella religación originaria. Su consolidación y su mantenimiento –unidas a la grandeza de la Ciudad– se realizan mediante el espíritu de continuidad y el sentido de la prioridad de los antepasados, que acompañan siempre al natural instinto político de los hombres, como reflejo mental de la prioridad de la sustancia sobre la naturaleza, del ser sobre el devenir.
    Tú lo ves –dirá Saint Exupéry– en el orden del cielo, que otorga figura a las estrellas y sirve al caminante para situarse y al hombre para reconocer las estaciones y las horas: en aquella constelación vemos un cisne. Pero quizá aquel otro hombre ha creído descubrir en esas estrellas una mujer tendida, y aun demostrar que la semejanza es mayor. Llega, sin embargo, tarde. Nunca nos evadiremos de la primera determinación: aquellas estrellas serán por siempre el cisne.
    Esta aceptación existencial fragua y se consolida en la creación de una mansión humana (de una civilización histórica) mediante el amor, el dolor y el goce, por los cuales el hombre que nace y crece entre esas determinaciones existenciales las hace sustancia y horizonte de su propia vida, esto es, las domestica. El hombre posee una tendencia natural a la conservación de su mundo visual de cosas, ante todo porque las cosas son –o pueden ser– lo único que en su vida no cambie y que le libre, en su percepción diaria, de la tragedia íntima del envejecimiento y de la anticipación del morir.
    Las civilizaciones históricas se han aferrado siempre a un conjunto de realidades –modos de construir, de habitar, de relacionarse, de vestir–, de costumbres y de símbolos, que han considerado como suyos, y de los que han procurado no separarse, sean cuales fueren sus vicisitudes. Es el impulso que hizo traer a los árabes las palmeras hasta España desde el lejano desierto de Arabia. La continuidad de las cosas y las costumbres, el paso por ellas de las generaciones, les otorga, ese carácter cuasi sagrado que acompaña toda tradición, sea familiar, sea de un pueblo. Tanto la costumbre grecorromana como la germánica conferían a los bienes patrimoniales de la familia un valor religioso que impedía su enajenación, u obligaba, en caso necesario, a hacerla preceder de una ceremonia de des-sacralización.
    Y ese sentido de las cosas, que es en el espacio la estructura y el orden de la casa paterna, es en el tiempo el rito. Los ritos –dice Saint-Exupéry– son en el tiempo lo que la mansión es en el espacio.
        “–¿Qué es un rito? –pregunta el pequeño Príncipe.
        “–Es algo muy olvidado –le contesta el Zorro sabio.
       “–Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días; una hora, de las otros horas. Hay un rito, por ejemplo, en el país de los que me cazan. Bailan los domingos con las mozas del pueblo. Entonces el domingo es para mí un día maravilloso... Me paseo hasta la misma viña. Si mis cazadores bailasen en cualquier día, los días serían todos semejantes, y yo no tendría vacaciones...”.
    Rito, pues, en este amplio sentido, es la estructura del suceder temporal comunitario. Se forma también de una originaria determinación –invención– existencial, de una aceptación y de una costumbre sacralizada en tradición. El rito alberga al hombre en el tiempo, como la mansión lo alberga en el espacio, y le otorga su bien más preciado: el sentido temporal de las cosas, en cuya virtud no se pierde su vida en la incoherencia y el hastío. “Porque es bueno que el tiempo que corre no nos produzca la impresión de algo que nos gasta y que nos pierde, sino de algo que nos realiza y madura. Es bueno que el tiempo sea una construcción. Así puedo yo marchar de fiesta en fiesta, de santo en santo, de vendimia en vendimia, como marchaba de niño de la sala de consejos a la sala de reposo en el palacio de mi padre, donde cada paso tenía su sentido.” 
    La solemnidad es compañera natural del rito, y lo preserva, y subraya su santificación en el correr del tiempo. Así la oración al comenzar la comida en común hace de ésta un rito familiar, respetable por sí mismo y fijo en un tiempo y en un orden, distinto por completo de una función fisiológica, regida sólo por normas de economía o de higiene. Así la oración del mediodía o de la puesta del sol, o el día dedicado al Señor... Así la solemnidad en el acto de administrar justicia o de enseñar en cátedra o de otorgar culto a Dios, por la que quienes lo ejercen se sienten ministros de algo más alto que ellos mismos. El rito forma la estructura misma del tiempo humano y libra al hombre de perderse en un día sin horas o en una semana sin días o en un año sin fiestas “que no muestre rostro alguno”.
    Por esto, aplicar al rito el método racional-finalista es esencialmente destructor, como era aplicarlo a la aceptación religiosa. Pensar que, por motivos de utilización o economía, se pueda trasladar al sábado el culto que a Dios se tributó siempre en domingo; creer que la voluntad organizadora de una autoridad humana puede sustituir por sí sola la costumbre ritualizada –todo rito y toda costumbre– es ignorar la raíz sagrada, de aceptación y fidelidad, que constituye la esencia de todo orden humano concreto. Al término de los cambios, el rito habrá desaparecido sustituido por una mera respuesta voluntaria a una voluntad directiva. Aplicado el escalpelo racional a la concreción de los ritos, ceden uno tras otro en su raíz fáctico-sagrada, y al cabo, el mes que iba para el hombre de la Asunción a la Sanmiguelada, o de la Navidad a la Candelaria, se convierte en el mes “del quinto día”, mes sin domingos ni fisonomía de la Unión Soviética, en el que cada cinco días descansa un grupo distinto de trabajadores para así, en la uniformidad del tiempo, “no interrumpir jamás la construcción del Socialismo”.

* “El silencio de Dios”, págs.57-62, Librería Huemul, Buenos Aires, 1981.

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[1] Se refiere Gambra a Antoine de Saint Exupéry, autor de “Ciudadela” (N. de “Decíamos Ayer...).

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