El Patriotismo; el destierro
NUMA DIONISIO FUSTEL DE COULANGES (1830-1889)

La palabra patria significaba, entre los antiguos, la tierra de los padres, terra patria. La patria de cada hombre era la parte del suelo que su religión doméstica o nacional había santificado, la tierra donde reposaban los huesos de sus antepasados, y ocupada por sus almas. La patria chica era el recinto familiar con su tumba y su hogar. La patria grande era la ciudad, con su pritaneo y sus héroes, con su recinto sagrado y su territorio marcado por la religión. «Tierra sagrada de la patria», decían los griegos. No era ésta una frase vana. Este suelo era verdaderamente sagrado para el hombre, pues estaba habitado por sus dioses. Estado, Ciudad, Patria; estas palabras no eran una abstracción, como entre los modernos; representaban con fidelidad un conjunto de divinidades locales, con un culto cotidiano y creencias arraigadas en el alma.
Así se explica el patriotismo de los antiguos; sentimiento enérgico, que era para ellos la virtud suprema, a la que todas las virtudes se subordinaban. Todo cuanto había de más caro para el hombre se confundía con la patria. En ella encontraba su bien, su seguridad, su derecho, su fe, su dios. Al perderla, lo perdía todo. Era casi imposible que el interés privado estuviese en desacuerdo con el interés público. Platón dice: «La patria nos da la vida, nos sustenta, nos educa». Y Sófocles: «La patria nos conserva».
 Tal patria no sólo es un domicilio para el hombre. Que abandone sus santas murallas, que rebase los límites sagrados del territorio, y ya no encuentra para él religión ni lazo social de ninguna especie. Fuera de su patria, vive exento de la vida regular y del derecho; en todas partes se encuentra sin dios y ausente de la vida moral. Sólo en su patria encuentra su dignidad de hombre y sus deberes. Sólo en ella puede ser hombre.
La patria tiene sujeto al hombre por un lazo sagrado. Conviene amarla como se ama una religión, obedecerla como se obedece a Dios. «Es preciso entregarse a ella todo entero, dárselo todo, consagrárselo todo». Es preciso amarla en sus actos bienhechores, y amarla también en sus rigores. Sócrates, condenado sin razón por ella, no debe amarla menos. Es preciso amarla como Abraham amó a su Dios, hasta sacrificarle su propio hijo. Y, sobre todo, es preciso saber morir por ella. El griego y el romano apenas mueren por una adhesión a un hombre, o por punto de honor;  pero consagran su vida a la patria. Pues si se ataca a la patria, se ataca a la religión. En realidad, combaten por sus altares, por sus hogares, pro aris et focis; pues si el enemigo se apodera de la ciudad, caerán sus altares, sus hogares se apagarán, sus tumbas serán profanadas, destruidos sus dioses, extinto su culto. El amor de la patria es la piedad de los antiguos.
Preciso es que la posesión de la patria fuese para ellos muy preciosa, pues apenas imaginaron castigo más cruel para el hombre que el privarle de ella. El castigo ordinario de los grandes crímenes era el destierro.
El destierro no sólo era la prohibición de morar en la ciudad y el alejamiento del suelo de la patria: era al mismo tiempo alejamiento del culto; contenía lo que los modernos han llamado excomunión. Desterrar a los hombres era, según la fórmula empleada por los romanos, negarles el fuego y el agua. Por fuego hay que entender el fuego de los sacrificios; por agua, el agua lustral. Luego el destierro ponía al hombre fuera de la religión. También en Esparta, cuando un hombre quedaba privado del derecho de ciudadano, se le negaba el fuego. Un poeta ateniense pone en boca de uno de sus personajes la fórmula terrible que caía sobre el desterrado. «Que huya –decía la sentencia– y que jamás se acerque a los templos. Que ningún ciudadano le hable ni le reciba; que nadie le admita en sus oraciones ni sacrificios; que nadie le ofrezca el agua lustral». Cualquier casa quedaba manchada con su presencia. El hombre que le acogía resultaba impuro con su contacto. «El que haya comido o bebido con él, o le haya tocado –decía la ley– tendrá que purificarse». Bajo el peso de esta excomunión, el desterrado no podía tomar parte de ninguna ceremonia religiosa: ya no participaba del culto, de las comidas sagradas, de las oraciones; quedaba desheredado de su parte de religión.
Conviene recordar que, para los antiguos, Dios no estaba en todas partes. Si acaso poseían alguna vaga idea de una divinidad universal no era aquella que creían en su providencia y que invocaban. Los dioses de cada hombre eran los que habitaban en su casa, en su cantón, en su ciudad. El desterrado, al dejar a su patria detrás, también dejaba a sus dioses. Ya no encontraba en ninguna parte religión que pudiera consolarle y protegerle; ya no sentía ninguna providencia que sobre él velase; se le arrebataba la dicha de orar. Todo cuanto pudiera satisfacer las necesidades de su alma se le negaba.
En consecuencia, la religión era la fuente de donde emanaban los derechos civiles y políticos. El desterrado perdía, por lo mismo, todo lo demás al perder la religión de la patria. Excluido del culto de la ciudad, se le arrebataba al mismo tiempo su culto doméstico, y tenía que apagar su hogar. Ya no gozaba del derecho de propiedad: su tierra y todos sus bienes quedaban confiscados en provecho de los dioses o del Estado. No poseyendo culto, carecía de familia: dejaba de ser esposo y padre. Sus hijos ya no permanecían bajo su dependencia; su mujer ya no era su mujer, y podía tomar inmediatamente otro esposo. Ved a Régulo: prisionero del enemigo, la ley romana le asimilaba a un desterrado; si el Senado romano le pide su opinión, se niega a darla, porque el desterrado ya no es senador;  si su mujer y sus hijos corren a él, rechaza sus abrazos, pues para el desterrado no hay hijos ni esposa:
Fertur pudicae conjugis osculum
Parvosque natos, ut capitis minor,
A se removiesse[1].
Así el desterrado perdía, con la religión y los derechos del ciudadano, la religión y los derechos de familia; no le quedaba hogar, ni mujer, ni hijos. Muerto, no se le podía enterrar en el suelo de la ciudad ni en la tumba de sus antepasados, pues se había convertido en extranjero.
 No es sorprendente que las repúblicas antiguas hayan permitido casi siempre al culpable que escapase a la muerte por la fuga. El destierro no parecía suplicio más dulce que la muerte. Los jurisconsultos romanos lo consideraban como una pena capital.

* “La Ciudad Antigua”¸ Ed. Obras Maestras, Barcelona, España – 1971.



[1] “Se cuenta que el beso de su casta esposa y a sus hijos pequeños los apartó de sí, como ciudadano decaído en sus derechos” Horacio, Odas, III, 5.


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