«San Martín y nosotros los argentinos» (fragmento) - Carlos Steffens Soler (1901-2001)
En un nuevo aniversario de la muerte del General Don José de San Martín, publicamos este fragmento de un gran libro cuya lectura recomendamos vivamente, que documenta y acredita la firme oposición del Libertador con el pensamiento y accionar de los liberales, sostenedores de una perniciosa ideología lamentablemente hoy tan en auge en nuestra dolorida Patria.
Siendo esto así, para ubicarlo históricamente a San Martín es
conveniente dedicarles unas palabras previas a los liberales argentinos, entre
los que se entremezclan masones e ingleses en América. Esta especie humana
habitaba el puerto de Buenos Aires y apareció con la Revolución de Mayo, pero
luego –caído Rosas– se desparramó por las provincias, llevando consigo las
ideas de la secta y sus modalidades inconfundibles. Es una tribu de gran
vitalidad política y su habitat preferido es la masonería del Gran Oriente
Inglés, pero existen y subsisten en todos los partidos políticos; y en el
Congreso y en las Legislaturas de provincia, se distingue su presencia porque
desde distintas agrupaciones partidarias, votan en idéntico sentido cuando se
trata de intereses extranjeros y muy particularmente si están relacionados con
actividades británicas o sionistas.
Se le suele llamar también «la generación del ochenta», pero con error
cronológico notable, porque históricamente con el nombre de unitarios, se
remontan a Moreno y Rivadavia.
Estos liberales –casi todos ellos de larga y sólida tradición católica–
no fueron católicos; es decir, lo fueron en razón del bautismo, a una edad en
que verosímilmente no pudieron oponerse; pero ocuparon un lugar de honor en el
proceso de descristianización de la cultura en nombre de las luces, frente al
oscurantismo o tinieblas que era de rigor consignarle al mundo católico. No
asumieron, sin embargo, una actitud abiertamente hostil contra la Iglesia;
salvo raras excepciones, se casaban bajo el rito católico, bautizaban a sus
hijos y respetaban y hasta mantenían buenas relaciones con la jerarquía
eclesiástica, que anduvo siempre en las proximidades de una pasividad cómplice.
Estos liberales eran escépticos en materia religiosa, no creían en el Dios Vivo
de la Biblia, pero creían en cambio fanáticamente que la escuela laica y la
democracia representativa, ambas de la mano de la ciencia, nos conducirían
hacia un mundo mejor; porque además creían en el progreso indefinido de la
humanidad y en las «cabezas pensadoras», como decía el General Paz, que también
creía en ellas.
Esta posición ambigua prestó sus servicios a la causa, ya que eludía la
polémica dentro del catolicismo y dentro del catolicismo liberal; y no hería
sentimientos religiosos que habían prendido vigorosamente en Hispanoamérica,
que después de todo había surgido a la vida civilizada como una expresión de la
fe en la Resurrección de Jesucristo que trajeron los misioneros españoles; y
que arraigó con fuerza en América, más que en ninguna otra parte del mundo. La
religión fue así atacada desde adentro, una especie de vaciamiento dejando la caparazón
intacta; y esto parece haber sido general en América Española: Julio Tobar Donoso,
comentando la constitución del Reino de Quito, bajo la masónica influencia del
General José María Flores, ateo y enemigo de la Iglesia, dice: «En el viejo tronco del regalismo, ya roído
por el tiempo se injertó, tímidamente y a traición, el liberalismo religioso y económico,
un liberalismo semi devoto aún, que no se atrevía a negar la sustancia de la Fe
tradicional, pero que trataba a todo trance de limitar la órbita de la Iglesia»
(«La Iglesia Ecuatoriana en el Siglo XIX», Tomo I, pág. 501, Quito 1943).
Inclinados a la izquierda aunque el bolsillo permanecía a la derecha
–todos los izquierdistas tienen un desaforado amor por el dinero–, volterianos
aún sin haber leído a Voltaire, libres de la preocupación religiosa acerca de
una condena imperdonable en este siglo y en el venidero –como la que recae en
la blasfemia contra el Espíritu de Verdad (San Mateo XII, 31-33)– perdieron el
sentido moral y calumniaron con Sarmiento, concienzudamente a los caudillos, al
país adjudicándole una barbarie que no tenía; y a sus adversarios en la lucha y
aun después de ella; dueños del poder como consecuencia del simulacro bélico
que fue Pavón (1861), se abalanzaron a escribir algo que se pareciera a la
historia y que sirviera de antecedente lógico al régimen liberal que se
propusieron establecer; y lo lograron bajo la sombra protectora de los
empréstitos y del comercio inglés y de sus naves de guerra, que siempre
estuvieron presentes en el Río de la Plata; como aconteció hace relativamente
poco tiempo, en 1876, cuando una cañonera británica apuntó al Banco de la
Provincia de Santa Fe, para poner fin a un conflicto de intereses con el Banco
de Londres; y los liberales celebraron regocijados el acontecimiento.
En realidad no alteraron tales o cuales hechos históricos en
particular, sino que armaron una historia cuyo argumento era la lucha de la
civilización contra la barbarie; y asunto de tal jerarquía le sirvió para
justificar las alianzas con las potencias extranjera, cuando éstas pretendieron
apoderarse de nuestro territorio: Brasil, Francia e Inglaterra; pero aún así,
el pretexto no daba para tanto, porque la historia –tomada esta palabra en la
acepción de hechos pasados– los condenaba abiertamente, pues en las guerras
internacionales que había tenido el país, muchos de ellos integraron los
ejércitos extranjeros; pero todos –sin excepción– ampararon de alguna manera
los intereses agresores y no gratuitamente; de manera que había que desviar la
curiosidad de la posteridad hacia otra variante y así lo hicieron, no sin astucia;
y con su cuota de ingenio, transmutaron en dioses a los protagonistas de la
lucha contra el mundo católico encarnado en Rosas y los caudillos, es decir, los
bárbaros según ellos; y la idea no era mala, pues a los dioses se les rinde
culto y no se les investiga; y de esta suerte asentaron un principio tan
aferradamente prendido en el Derecho Argentino, que desde entonces no se
investigó a nadie en el país; el juicio de residencia que los sombríos españoles
no reaparecería en ninguna de sus formas posibles, para perturbar la alegre
libertad e no rendir cuentas, algunas de ellas abultadas y no nada limpias,
porque la traición a la patria asomaba por todas partes; y fue precisamente San
Martín, el que señaló esa «felonía».
Esa desviación del sentido religioso –del que estaba en la tradición de
sus mayores– dejaría impune a la mentira calumniosa, la actividad propia del
bíblico Satanás (San Juan, VIII 44-45); y los llevaría al paganismo que
endiosaba a sus emperadores en una operación pseudo religiosa, que el
cristianismo nunca pudo desterrar del todo: la apoteosis caía allí
sobre políticos sospechados de los más surtidos desafueros, porque el paganismo,
aún el ilustrado, no actuó con sentido moral, aunque lo tuvieran –por ejemplo–
Platón o Aristóteles; el sentido moral de la vida lo predicaron los profetas
hebreos y estableció su imperio espiritual con Nuestro Señor Jesucristo.
Pero la deificación entre nosotros de estos supuestos próceres quedó
gracias al cristianismo a medio camino: fueron especies de semidioses,
demiurgos de la supuesta grandeza argentina, en medio de una execrable
literatura al margen de la historia.
Nació así un estilo tropológico; y el tropo preferido fue algo parecido
a la sinécdoque; o sea, cuando por ejemplo queremos decir en lenguaje florido
cuarenta naves, decimos románticamente cuarenta velas; así, Sarmiento fue «El maestro
de América», o «El profeta de la pampa»; Mariano Moreno, «El numen de Mayo»;
Rivadavia, «El genio que se adelantó a su tiempo»; Echeverría, «El albacea de
Mayo»; Urquiza, «El padre de la Constitución»; Mitre, «El héroe de la
inteligencia»; y así, el grueso de la gente se fue habituando desde la escuela
primaria, a rendirles culto con inalterable regularidad en los respectivos
aniversarios o centenarios, con una idea muy vaga –y desde luego enteramente convencional–
de las respectiva hazañas de estos dioses laicos.
Cuando llegaron a San Martín, lo llamaron con toda justicia «El padre
de la Patria»; pero lo trajeron adherido a una actitud que se le atribuyó sin
muchas preocupaciones de exactitud histórica: la de su renunciamiento, que
estaba destinado a producir una conmoción en el mundo político, escenario en
donde nadie tiene la más leve inclinación a renunciar a cosa alguna, y otra
conmoción en el mundo militar, de suerte que no cayeran en la tentación de
sustituirse a los civiles, así éstos entregaran el país, como efectivamente lo
hicieron.
Así quedaron las aguas durante muchos años, tranquilas como en un
estanque; el General colocado en los altares cívicos, fue ensalzado a granel,
en prosa y en verso, por estos encomiastas profesionales, una verdadera fiesta
para literatos desdeñados por las Musas –que como aquel Belianís de Grecia (el
del soneto de Cervantes), que traía del copete a la calva ocasión al estricote[1]–
no perdieron la oportunidad que la historia les prestaba para derramar galas
retóricas proliferantes e iterativas; mala literatura que no tenía salido por
otro lado; embadurnadores de brocha gorda, como diría Groussac; y perpetraron
así toda suerte de tropos en medio de una marejada de adjetivos laudatorios,
que aplastaron al muy ilustre Capitán de los Andes; que, ciertamente, no se
merecía semejante responso, tan contrario a su elegancia natural, a su recato y
a ése su estilo puntual, directo, expresivo, sobrio, «soldadesco», como solía decirlo él.
Los panegíricos continuaron en un crescendo a medida que se
alejaban del verdadero San Martín, hasta que en tiempos harto conocidos se
obligó a integrar toda fecha con la frase «Año del Libertador General San Martín»; y la Argentina gardeliana, celebró a su modo a quien era
rigurosamente la anítesis de lo gardeliano; en todo esto no faltó la cursilería
que crece allí donde hay fingimiento y mala calidad, que Ricaro Rojas había
alcanzado ya con su indigerible «Santo de la espada», un libro sustancialmente
falso, en donde el general San Martín no es el general San Martín, sino el
propio Ricardo Rojas con su liberalismo nebuloso a cuestas, que se ha colgado
al cinto un imaginario sable corvo. En su conocida y alarmante vanidad, creyó
que el mejor homenaje que le podía rendir, era hacer un San Martín parecido a
él.
La reacción, aunque aplastada por la «prensa seria», se produjo al fin:
es que era ilógico que un país cayera en un embobamiento colectivo por un
hombre a quien sólo conocían el trasluz de un par de batallas, sobre todo si
después de ganarlas se habría ido sin motivo a Europa, dejando al país –que la
Independencia había perturbado– navegando al garete; por eso cayó sobre San
Martín, convertido en un gran espectáculo incesantemente repetido, la incredulidad,
el aburrimiento y hasta la indiferencia; indiferencia que, por lo demás,
resultaba de una historia argentina reducida a admirar sin motivo conocido, a
una lista de hombres que los liberales habían izado por ensalmo a la proceridad;
media juventud se corrió al marxismo desorientada por este desabrido
espectáculo tan falto de sinceridad, de fundamento y de lógica, que en realidad
redondeaba una estupidez sin rescate posible; y no es menester tener ojos de
lince para ver que la falsa antinomia civilización (Buenos Aires, próspera y rica) y la barbarie
(el interior empobrecido), prefiguraba ya la lucha de clases; de ahí que los
socialistas y comunistas adhirieran sin reserva a la historia oficial, como el
comunista Puiggrós en su «Rosas el pequeño»; y los socialistas cipayos de la
Casa del Pueblo, con Américo Ghioldi y su mujer, a la cabeza.
Alguien debía alguna vez, «pegar
el grito» que ya se hacía esperar por demás: don Carlos Ibarguren, una insobornable
figura prócer –uno de los pocos sino el único que vio claro en la gran confusión
de su tiempo– dio con la verdad escondida y denunció la acechanza en su «San
Martín Íntimo, el hombre y su lucha». Dijo entonces este ilustre argentino
(sobre cuyo pensamiento político ha caído un silencio cómplice), algo que
merece transcripción:
»El autor de este estudio –sigue
diciendo Ibarguren– ha prescindido, pues,
en absoluto, de escarceos literarios y ha sofocado la natural tentación,
provocada por las sugestiones “sanmartinianas”, de remontarse a alturas ideales
o de pintar cuadros, escenas, panoramas o ambientes imaginados; la fantasía
lleva a veces al escritor, a pesar suyo, a envolver al personaje que trata con
una aureola que no es la que éste irradió. El presente libro procura que el
lector se aproxime a San Martín, que lo vea, lo sienta, escuche su voz, su
lenguaje, sus modismos peculiares, sus exclamaciones, sus ímpetus, la reflexión
serena de sus juicios, sus simpatías y sus repulsiones. Las personas que
aparecen flageladas, enaltecidas o alabadas, lo son por él y no por el autor.
En estas páginas San Martín habla siempre, se transcribe textualmente lo que él
dijo, sin que el autor se interponga, de manera alguna, entre aquél y el que
las lea. Tal procedimiento permite familiarizarse con nuestro Libertador,
conocerlo íntimamente, comprenderlo, quererlo y admirarlo mucho más que visto
en el mármol o bronce de su estatua, o a través de las nubes de incienso con
que se lo oscurece, se lo esfuma y se lo desfigura en altares cívicos.
Oigámosle en sus cartas privadas, en sus papeles secretos, en sus notas
íntimas, en sus confidencias, en sus arrebatos, en sus expansiones y sus
tristezas; acerquémonos a él y así, a su lado, le veneraremos de verdad» (pág. 10-11, Edit. Peuser, Bs. Aires, 1950,
2ª ed.).
Y tenía razón don Carlos Ibarguren, porque hay un misterioso acuerdo en
mantener una imaginaria historia del general San martín, que ha sido
tácitamente aceptada por los propios revisionistas, incluido José María Rosa,
en su «Historia Argentina» (obra ésta que por tendenciosa y hasta mezquina,
desmerece notoriamente a «La caída de Rosas» y sobre todo a «Nos los
representantes del pueblo», donde sube muy alto la gracia y el ingenio de su
autor). Hay otro acuerdo igualmente misterioso en atribuirle al general un
renunciamiento en términos patéticos; y otro acuerdo más misterioso aún, en
celebrar con unción ese renunciamiento, como si fuera un suceso venturoso que
un hombre extraordinario –como realmente lo era San Martín– desapareciera del
país; lo que, cierto es, no dice demasiado de la perspicacia de los argentinos.
Sería sin duda más claro y más limpio, prescindir de los desmanes literarios
y ofrecer de llamo los hechos y hazañas de los próceres, sus virtudes y sus errores,
con lo que nos acostumbraríamos a enfrentar a la verdad y a no engañarnos a
nosotros mismos: feísima costumbre ya endémica en el país.
La falsificación de la historia, la menguada y triste hazaña de los
liberales, ha descaminado a los argentinos, los ha deslinajado separándolos de
su verdadero pasado heroico y triunfal; el de las guerras contra el Brasil,
Francia e Inglaterra, que condujo Rosas el Grande –el que salvó la libertad de
América, según Spengler, el destinatario del legado del sable de San Martín–,
«smarrita, la diritta via», todo quedó al revés como corresponde a una
filosofía política y a una filosofía de la historia que se asienta sobre la
adulteración: así se perdió la mitad de la Patagonia y el Brasil se apoderó de
las Misiones Orientales.
El General San Martín, monárquico, reaccionario, amigo de los caudillos
«bárbaros» y admirador de Rosas, pudo haberse equivocado; los que así lo
creyeron debieron decirlo, pero no falsificarlo; pero si en cambio acertó,
correspondía entonces la pertinente celebración; y de paso llegarían a nuestro
conocimiento los problemas de ayer que son también los de hoy; lo que no
correspondía era inventar un San Martín para uso de los liberales, porque eso
era ignorar al general y a los problemas.
[...]
* En «San Martín en su conflicto con los liberales», Librería Huemul, Buenos Aires, 1983 - págs. 9-17.
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