«Y al tercer día resucitó de entre los muertos» - Santo Tomás de Aquino (1225-1274)

Con la presente publicación, «Decíamos Ayer...» desea a todos sus lectores unas muy felices y santas Pascuas de Resurrección.

Vemos en la Escritura que muchos resucitaron de entre los muertos, como por ejemplo Lázaro, el hijo de la viuda, la hija del jefe de la sinagoga. Pero, la Resurrección de Cristo difiere de la resurrección de éstos y de otros en CUATRO COSAS.

PRIMERO, en cuanto a la causa de la resurrección. En efecto, los otros resucitados no resucitaron por su propia virtud sino por el poder de Cristo o por las oraciones de algún santo; en cambio Cristo resucitó por su propia virtud, ya que no sólo era hombre sino también Dios, y la Divinidad del Verbo nunca quedó separada ni de su alma ni de su cuerpo, por lo cual, cuando quiso, el cuerpo recobró el alma, y el alma recobró el cuerpo. Cristo dijo de sí mismo: Tengo poder para dar mi alma, y tengo poder para retomarla de nuevo (Jo. 10,18). Y si bien es cierto que Cristo murió, ello no fue por debilidad ni por necesidad impuesta desde fuera, sino por su propio poder, porque murió voluntariamente, como se ve por el hecho de que cuando entregó su espíritu, gritó con fuerte voz, cosa que no pueden hacer los otros hombres porque mueren en razón de su debilidad. Por lo cual dijo el centurión: Verdaderamente éste era el Hijo de Dios (Mt 27,54). Y por eso, así como por su propio poder entregó su alma, así también por su propio poder la recobró. Por ello decimos: Cristo «resucitó», siendo su resurrección obra suya, y no decimos: «fue resucitado», como si su resurrección fuese obra de otro. Me acosté, y me dormí, luego me levanté, dice el Salmo (3, 6). Ni esto es contrario a lo que dijo S. Pedro en su discurso a los judíos: A este Jesús lo resucitó Dios (Act. 2, 32) porque en efecto el Padre lo resucitó, y también el Hijo; ya que el Padre y el Hijo tienen un solo y único poder.

En SEGUNDO lugar, difiere por la vida a la cual resucitó. Porque Cristo resucitó a una vida gloriosa e incorruptible. Dice el Apóstol: Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del padre  (Rom. 6, 4). En cambio los otros resucitaron a la misma vida que habían tenido antes de su muerte, como consta de Lázaro y de otros.

En TERCER lugar, difiere por su fruto y por su eficacia. Efectivamente, todos resucitan por el poder de la resurrección de Cristo. Leemos en el Evangelio: Los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron (Mt. 27, 52). Y el Apóstol escribe: Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que duermen (1 Cor. 15, 20).
No olvidemos, sin embargo, que por su Pasión Cristo llegó a la gloria, como Él mismo se lo dijo a los discípulos de Emaús: ¿No era preciso que Cristo padeciese de ese modo y así entrara en su gloria? (Lc. 24, 26). Así nos enseña cómo nosotros podemos llegar a la gloria. Dice el Apóstol: Es preciso que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (Act. 14, 21).

En CUARTO lugar, difiere por el tiempo en que se realizó. En efecto, la resurrección de los demás es diferida hasta el fin del mundo, salvo a algunos privilegiados para los cuales se anticipa, como la Santísima Virgen, y, según una piadosa creencia, S. Juan Evangelista; en cambio Cristo resucitó al tercer día. Y la razón de ello es que la resurrección, la muerte y la natividad de Cristo acontecieron para nuestra salvación, y por lo tanto sólo quiso resucitar cuando nuestra salvación quedó completamente realizada. Si hubiese resucitado en seguida que murió, los hombres no hubieran creído que hubiese muerto. Asimismo, si hubiese demorado mucho, sus discípulos no habrían perseverado en la fe, y así su Pasión hubiera sido absolutamente inútil. ¿Qué utilidad acarreará mi muerte si desciendo a la corrupción?, dice el Salmo (39, 10). Por eso resucitó al tercer día, para que no dudasen de su muerte, y para que los discípulos no perdiesen la fe.

De lo dicho acerca de la resurrección podemos sacar CUATRO consecuencias para nuestra ilustración.

PRIMERO, que nos apliquemos por resucitar espiritualmente de la muerte del alma, en la que incurrimos por el pecado, a la vida de justicia, que se logra por la penitencia. Dice el Apóstol: Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará (Ef. 5, 14). Ésta es la resurrección primera, de la que dice S. Juan: Bienaventurado el que tiene parte en la resurrección primera (Ap. 20, 6).

SEGUNDO, que no esperemos la hora de la muerte para resucitar del pecado, sino que volvamos pronto a la vida de la gracia, puesto que Cristo resucitó al tercer día. Dice la Escritura: No tardes en convertirte al Señor, y no lo difieras de un día para otro (Eccli. 5, 8), porque agobiado por la debilidad, no podrás pensar en las cosas que pertenecen a la salvación, y también porque pierdes parte de todos los bienes que se comunican en la Iglesia, e incurres en muchos males por la perseverancia en el pecado. Además, el diablo, dice S. Beda, cuanto más tiempo posee a alguno, con tanta mayor dificultad lo deja.

En TERCER lugar, que hemos de resucitar a la vida incorruptible, de tal modo que no volvamos a morir a la vida de la gracia. Tal debe ser nuestro propósito que no pequemos más. Escribe San Pablo: Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más... Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias. Ni tampoco ofrezcáis más vuestros miembros como instrumentos de iniquidad al servicio del pecado; antes bien ofreceos a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida (Rom. 6, 9 y 11-13).

En CUARTO lugar, que hemos de resucitar a una vida nueva y gloriosa, de tal suerte que evitemos todo aquello que antes haya sido para nosotros ocasión y causa de muerte y de pecado. Escribe S. Pablo: Así como Cristo resucitó de ente los muertos para la gloria del padre, así también nosotros caminemos en novedad de vida (Rom. 6, 4). Esta nueva vida es la vida de la justicia, que renueva al alma y la conduce a la vida de la gloria. Amén.

* En «El Credo comentado», (Introducción y traducción del P. Alfredo Sáenz), 2ª edición, Ed. Athanasius/Scholastica, Buenos Aires, Argentina,  1991; pp. 103-109.

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