«¡No está aquí!» - Giovanni Papini (1881-1956)
¡Surrexit Dominus vere, alleluya!
Las mujeres iban, abstraídas por
la tristeza, en el ventoso crepúsculo, casi encantadas por una inspiración que no
habrían podido justificar. ¿Regresaban a llorar sobre la roca? ¿O por ver una
vez más iban a quien supo apoderarse de sus corazones sin ajarlos? ¿O a colocar
en torno del cuerpo del inmolado, aromas más penetrantes que los de Nicodemus?
Y, hablando entre ellas, decían:
–¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del Sepulcro?
Eran cuatro, porque a María de
Magdala y a María de Betania se habían unido Juana de Cusa y Salomé; pero eran
mujeres y debilitadas por la pena.
Mas cuando llegaron a la roca,
el estupor las detuvo. La obscura entrada de la gruta se abría en la
obscuridad. No creyendo a sus ojos, la más atrevida tanteó con mano temblorosa
los umbrales. A la luz del día que a cada instante se intensificaba advirtieron
la piedra allí a un lado, apoyada en los peñascos.
Las mujeres, mudas de espanto,
miraron en torno, como si esperaran que viniera alguien, para preguntarle lo
sucedido en esas dos noches en que habían estado ausentes. María de Magdala
pensó inmediatamente que los judíos hubieran hecho robar, en ese intervalo, el
cuerpo de Cristo, no satisfechos aún con lo que le habían hecho sufrir estando
vivo. O, acaso, despechados al ver esa sepultura demasiado honrosa para un
hereje, lo habían hecho arrojar en la huesa infame de los lapidados y de los
crucificados.
Pero no era sino un
presentimiento. Tal vez Cristo descansaba todavía allá dentro, envuelto en sus
vendas olorosas. No se atrevían a entrar; y sin embargo, no podían resolverse a
regresar sin saber algo cierto. Y apenas el sol, surgido finalmente por entre
la cresta de los collados, hubo iluminado triunfalmente la entrada de la gruta,
cobraron bríos y entraron.
–No os asustéis. Aquel a quien buscáis no está aquí. ¿Por qué buscáis
entre los muertos al que vive? ¿No os recordáis de lo que os habló en Galilea
de que sería entregado a los pecadores y que al tercer día resucitaría?
Las mujeres escuchaban,
asombradas y medrosas, sin poder contestar. Pero el joven prosiguió:
–Id donde sus hermanos y decidles que Jesús ha resucitado, y que pronto lo volverán a ver.
Las cuatro, temblando de miedo y
de alegría, salieron de la gruta para correr inmediatamente hacia donde eran
mandadas. Pero a los pocos pasos, y estando ya casi fuera del huerto, María
Magdalena se detuvo, mientras las otras, sin esperarla, seguían por el camino
que llevaba a la ciudad. Ni ella misma sabía por qué se quedaba. Acaso las
palabras del desconocido no habían llegado a persuadirla, y no había podido
comprobar tampoco si el lóculo estaba realmente vacío; ¿no podría, por ventura,
ser éste un cómplice de los sacerdotes que se propusieron engañarla?
Repentinamente se vuelve y ve a
su lado, contra el verde y el sol, a un hombre. Mas no le reconoció ni aun
cuando le hubo hablado.
–Mujer, ¿por qué lloras? ¿A
quién buscas?
María creyó que fuera el
jardinero de José que hubiera acudido temprano a ese lugar, para trabajar.
–Lloro porque me han llevado
al Señor e ignoro dónde lo han puesto. ¡Si tú lo has llevado de aquí, dime en
dónde lo has puesto y yo lo llevaré!
El desconocido, enternecido en
presencia de aquel candor apasionado, en presencia de aquel ingenuo fervor, no
contestó más que una palabra, un solo nombre, el nombre de ella, pero con la voz
conmovedora e inolvidable con que tantas veces la había llamado:
–¡María!
Entonces, como despertada
bruscamente, la desesperada volvió a encontrar a su perdido:
–¡Rabboni! ¡Maestro!
Y se arrojó a sus plantas, en la
yerba mojada por el rocío, y le apretó con sus manos aquellos pies desnudos que
mostraban todavía la doble rojura de los clavos.
–No me toques, porque aún no
he subido a mi Padre. Mas ve donde mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y
vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Y diles que voy delante de ellos a
Galilea.
E inmediatamente se apartó de la
arrodillada y se alejó por entre las plantas, nimbado de sol.
María se estuvo mirándolo hasta
que hubo desaparecido; luego se levantó de la yerba, descompuesta en el
semblante, fuera de sí, ciega de dicha, y corrió a alcanzar a las compañeras.
Estas habían llegado poco hacía,
a la casa donde se escondían los discípulos, y habían narrado con palabras
precipitadas y afanosas el caso increíble: el sepulcro abierto, el joven
vestido de blanco, las cosas que había dicho, el Maestro resucitado, la
embajada a los hermanos.
Mas los hombres, no repuestos
aún de la catástrofe, y que en esos días de peligro se habían mostrado más
torpes y faltos de iniciativa que las pobres mujeres, no querían creer esas
extravagantes novedades. «Alucinaciones, delirios de mujeres», decían. «¿Cómo
puede haber resucitado? Nos dijo, es cierto, que volverá, mas no
inmediatamente: ¡se han de ver cosas terribles antes de aquel día!».
Creían en la resurrección del
Maestro, pero no antes del día en que todos los muertos han de resucitar; en la
venida de él en la gloria, al principio del Reino. Pero no ahora: era demasiado
pronto, no podía ser cierto. Sueños mañaneros de exaltadas, engaños de
espectros.
Pero entretanto, llegó, jadeante
por la corrida y la emoción, María Magdalena. Todo lo que habían dicho las
otras era la pura verdad. Pero había algo más: ella misma lo había visto con
esos ojos, y le había hablado. En el primer momento no lo había conocido, pero
apenas la llamó por su nombre, inmediatamente lo reconoció; había tocado sus
pies con sus manos, había visto las llagas de sus pies; era Él, vivo, como
antes, y le había mandado, como el desconocido, que viniera donde los hermanos para
que supieran que había resucitado según había prometido.
Simón y Juan, sacudidos al fin,
salieron fuera de casa precipitadamente y echaron a correr hacia el huerto de José.
Juan, que era el más joven, se adelantó al otro y llegó primero al sepulcro. E
introducida la cabeza, vio en tierra las vendas, mas no entró. Simón lo
alcanzó, fatigado, y se precipitó dentro de la gruta. Las fajas estaban esparcidas
por el suelo; pero el sudario que había cubierto la cabeza del cadáver estaba a
un lado, plegado y envuelto. Entró también Juan y vio y creyó. Y sin decir una
palabra, dispararon hacia casa, como si esperaran encontrar al Desconocido en
compañía de los otros que habían quedado en ella.
Pero Jesús, al dejar a María, se había alejado de Jerusalén.
* En «Historia de Cristo», Ed. Mundo Moderno, Buenos Aires, 1951, pp. 578-581.
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