«¡No está aquí!» - Giovanni Papini (1881-1956)

¡Surrexit Dominus vere, alleluya!

No había nacido aún el sol del día que, para nosotros, es el domingo, cuando las mujeres se encaminaron al Huerto. Sobre las colinas de oriente una esperanza blanca, ligera como el reflejo remoto de una tierra vestida de lirios y de plata, se levantaba lentamente entre el palpitar de las constelaciones, venciendo, poco a poco, la claridad opaca y el centelleo de la noche. Era una de aquellas albas serenas, que invitan a pensar en los inocentes que duermen y en la belleza de las promesas, y el aire puro y suave parece que hubiera sido agitado poco antes por un vuelo de ángeles. Jornadas virginales que se preparan con lucientes palideces, con alegre pudor, con frescos estremecimientos, con animadoras candideces.

Las mujeres iban, abstraídas por la tristeza, en el ventoso crepúsculo, casi encantadas por una inspiración que no habrían podido justificar. ¿Regresaban a llorar sobre la roca? ¿O por ver una vez más iban a quien supo apoderarse de sus corazones sin ajarlos? ¿O a colocar en torno del cuerpo del inmolado, aromas más penetrantes que los de Nicodemus? Y, hablando entre ellas, decían:

–¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del Sepulcro?

Eran cuatro, porque a María de Magdala y a María de Betania se habían unido Juana de Cusa y Salomé; pero eran mujeres y debilitadas por la pena.

Mas cuando llegaron a la roca, el estupor las detuvo. La obscura entrada de la gruta se abría en la obscuridad. No creyendo a sus ojos, la más atrevida tanteó con mano temblorosa los umbrales. A la luz del día que a cada instante se intensificaba advirtieron la piedra allí a un lado, apoyada en los peñascos.

Las mujeres, mudas de espanto, miraron en torno, como si esperaran que viniera alguien, para preguntarle lo sucedido en esas dos noches en que habían estado ausentes. María de Magdala pensó inmediatamente que los judíos hubieran hecho robar, en ese intervalo, el cuerpo de Cristo, no satisfechos aún con lo que le habían hecho sufrir estando vivo. O, acaso, despechados al ver esa sepultura demasiado honrosa para un hereje, lo habían hecho arrojar en la huesa infame de los lapidados y de los crucificados.

Pero no era sino un presentimiento. Tal vez Cristo descansaba todavía allá dentro, envuelto en sus vendas olorosas. No se atrevían a entrar; y sin embargo, no podían resolverse a regresar sin saber algo cierto. Y apenas el sol, surgido finalmente por entre la cresta de los collados, hubo iluminado triunfalmente la entrada de la gruta, cobraron bríos y entraron.

En el primer momento no vieron nada, pero se sintieron agitadas por un nuevo terror. A la derecha, sentado, un joven vestido de blanco –su vestido, en aquella obscuridad, era blanco y resplandeciente como nieve– parecía esperarlas.

–No os asustéis. Aquel a quien buscáis no está aquí. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? ¿No os recordáis de lo que os habló en Galilea de que sería entregado a los pecadores y que al tercer día resucitaría?

Las mujeres escuchaban, asombradas y medrosas, sin poder contestar. Pero el joven prosiguió:

–Id donde sus hermanos y decidles que Jesús ha resucitado, y que pronto lo volverán a ver.

Las cuatro, temblando de miedo y de alegría, salieron de la gruta para correr inmediatamente hacia donde eran mandadas. Pero a los pocos pasos, y estando ya casi fuera del huerto, María Magdalena se detuvo, mientras las otras, sin esperarla, seguían por el camino que llevaba a la ciudad. Ni ella misma sabía por qué se quedaba. Acaso las palabras del desconocido no habían llegado a persuadirla, y no había podido comprobar tampoco si el lóculo estaba realmente vacío; ¿no podría, por ventura, ser éste un cómplice de los sacerdotes que se propusieron engañarla?

Repentinamente se vuelve y ve a su lado, contra el verde y el sol, a un hombre. Mas no le reconoció ni aun cuando le hubo hablado.

–Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?

María creyó que fuera el jardinero de José que hubiera acudido temprano a ese lugar, para trabajar.

–Lloro porque me han llevado al Señor e ignoro dónde lo han puesto. ¡Si tú lo has llevado de aquí, dime en dónde lo has puesto y yo lo llevaré!

El desconocido, enternecido en presencia de aquel candor apasionado, en presencia de aquel ingenuo fervor, no contestó más que una palabra, un solo nombre, el nombre de ella, pero con la voz conmovedora e inolvidable con que tantas veces la había llamado:

–¡María!

Entonces, como despertada bruscamente, la desesperada volvió a encontrar a su perdido:

–¡Rabboni! ¡Maestro!

Y se arrojó a sus plantas, en la yerba mojada por el rocío, y le apretó con sus manos aquellos pies desnudos que mostraban todavía la doble rojura de los clavos.

Pero Jesús le dijo:

–No me toques, porque aún no he subido a mi Padre. Mas ve donde mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Y diles que voy delante de ellos a Galilea.

E inmediatamente se apartó de la arrodillada y se alejó por entre las plantas, nimbado de sol.

María se estuvo mirándolo hasta que hubo desaparecido; luego se levantó de la yerba, descompuesta en el semblante, fuera de sí, ciega de dicha, y corrió a alcanzar a las compañeras.

Estas habían llegado poco hacía, a la casa donde se escondían los discípulos, y habían narrado con palabras precipitadas y afanosas el caso increíble: el sepulcro abierto, el joven vestido de blanco, las cosas que había dicho, el Maestro resucitado, la embajada a los hermanos.

Mas los hombres, no repuestos aún de la catástrofe, y que en esos días de peligro se habían mostrado más torpes y faltos de iniciativa que las pobres mujeres, no querían creer esas extravagantes novedades. «Alucinaciones, delirios de mujeres», decían. «¿Cómo puede haber resucitado? Nos dijo, es cierto, que volverá, mas no inmediatamente: ¡se han de ver cosas terribles antes de aquel día!».

Creían en la resurrección del Maestro, pero no antes del día en que todos los muertos han de resucitar; en la venida de él en la gloria, al principio del Reino. Pero no ahora: era demasiado pronto, no podía ser cierto. Sueños mañaneros de exaltadas, engaños de espectros.

Pero entretanto, llegó, jadeante por la corrida y la emoción, María Magdalena. Todo lo que habían dicho las otras era la pura verdad. Pero había algo más: ella misma lo había visto con esos ojos, y le había hablado. En el primer momento no lo había conocido, pero apenas la llamó por su nombre, inmediatamente lo reconoció; había tocado sus pies con sus manos, había visto las llagas de sus pies; era Él, vivo, como antes, y le había mandado, como el desconocido, que viniera donde los hermanos para que supieran que había resucitado según había prometido.

Simón y Juan, sacudidos al fin, salieron fuera de casa precipitadamente y echaron a correr hacia el huerto de José. Juan, que era el más joven, se adelantó al otro y llegó primero al sepulcro. E introducida la cabeza, vio en tierra las vendas, mas no entró. Simón lo alcanzó, fatigado, y se precipitó dentro de la gruta. Las fajas estaban esparcidas por el suelo; pero el sudario que había cubierto la cabeza del cadáver estaba a un lado, plegado y envuelto. Entró también Juan y vio y creyó. Y sin decir una palabra, dispararon hacia casa, como si esperaran encontrar al Desconocido en compañía de los otros que habían quedado en ella.

Pero Jesús, al dejar a María, se había alejado de Jerusalén. 

* En «Historia de Cristo», Ed. Mundo Moderno, Buenos Aires, 1951, pp. 578-581.

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