«Polémica sobre la Cruzada: Maritain y Menéndez-Reigada O.P.» - Vicente Marrero (1922-2000)
En un nuevo aniversario del «Alzamiento» que dio comienzo a
la gran gesta del pueblo español contra el intento de dominación soviética,
vayan estas esclarecedoras líneas que indican indudablemente el carácter de
aquella epopeya.
No dudaron las voces más
autorizadas de nuestro catolicismo en señalar el aspecto religioso, de Cruzada,
de nuestra gesta. Entre los que se plantearon el problema con la altura moral e
intelectual que el caso requería, figuran varios teólogos españoles[1],
resaltando, a nuestro juicio, los folletos publicados en los primeros meses de
la guerra y traducidos a varios idiomas de fray Ignacio G. Menéndez-Reigada,
O.P.:
La guerra nacional española ante la Moral
y el Derecho, y su Contestación a
Maritain acerca de la «Guerra Santa». Quien haya leído los artículos que
Maritain dedicó a nuestra guerra, se encontrará con los tópicos y las
exageraciones más usadas que desde entonces han tratado de denigrar el carácter
de nuestra contienda. Palabras que más parecen de un orador de un mitin que de
un filósofo, máxime de un filósofo catolicísimo, que los enemigos de la
Religión en España consideraron como alentador y defensor de su causa, aunque
él mismo hiciera protestas en sentido contrario.
El P. Ignacio G.
Menéndez-Reigada, profesor de Teología Moral y miembro de la Asociación
Francisco de Vitoria, a quien Maritain cita para combatir sus posiciones en el
artículo La guerra nacional española ante
la Moral y el Derecho, le contesta insistiendo que «la guerra nacional
española es guerra santa, en el sentido propio y propísimo de la palabra, según
la filosofía, la teología y la historia». Y para ello, el sabio dominico invoca
una argumentación clásica, tomista, de lo más sólido que se ha dicho sobre el
significado espiritual de nuestra guerra. Insiste cómo la razón de ser de dos
cosas contrarias es la misma, como reza un antiguo principio escolástico, y
siendo por parte de nuestros enemigos la razón fundamental de la guerra lo santo, en sentido contrario, la guerra por parte de los nacionales
tiene consiguientemente por razón fundamental lo santo, y es por
tanto guerra santa, porque tiene por
razón principal de ser el defender lo santo. Para echar por tierra el argumento
habría que demostrar la falsedad del principio establecido y negar que no son
contrarios los dos bandos beligerantes.
El blanco a donde dirige sus
tiros la revolución que se había adueñado de la zona roja, es la religión. Así
lo declara solemnemente el Episcopado español en su Carta Colectiva: «Sobre todo, la revolución fue “anticristiana”»,
revolución que venía preparándose con varios años de antelación, de tal modo
que el delegado de los rojos españoles enviados al Congreso de los «sin Dios»,
en Moscú, pudo decir: «España ha superado en mucho la obra de los Soviets, por
cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada». Podríamos seguir
amontonando textos de los que, desde hacía años, venían predicando e incitando
a la supresión de la religión de nuestro pueblo. Pero ¿para qué? Son mucho más
elocuentes los hechos. Como resumen de su documentada y reciente Historia de la persecución religiosa en
España, 1936-1939, su autor, don Antonio Montero, escribe en las
aclaraciones introductorias[3]:
«Debemos hacer notar que en toda la historia de la universal Iglesia no hay un
solo precedente, ni siquiera en las persecuciones romanas, del sacrificio
sangriento, en poco más de un semestre, de doce obispos, cuatro mil sacerdotes
y más de dos mil religiosos. Se trata de un hecho eclesial de primera magnitud
que sería miope querer reducir a los estrechos límites de la historia de
España». La elocuencia de los hechos es muy superior a la de las palabras.
Sistemáticamente, en todo el territorio dominado por los rojos, se ha
perseguido y destruido lo santo. A
sacerdotes y religiosos se les ha buscado con un empeño incomparablemente mayor
que a los ricos o a los enemigos políticos si no eran católicos, y se les ha
asesinado, en la mayoría de los casos sin formación de proceso, por el solo
hecho de ser ministros de Cristo. Con un odio no menor se ha perseguido a todos
lo que eran conocidos como católicos, y el mero hecho de llevar consigo algún
objeto religioso, como una medalla, un rosario, un escapulario, o encontrársele
en sus cosas, era motivo suficiente para condenarles a muerte. De igual modo que
contra las personas, se ensañó la furia roja contra las cosas santas. Los
templos arrasados, cuando no dedicados a usos profanos y aun de los peores; el
culto prohibido en todas partes, en público y en privado; profanación de
imágenes, sacrilegios; violación de sepulturas; prohibición del matrimonio
católico... ¿Cómo negar que por parte de los que combatían a los nacionales la
guerra no era antisanta? ¿Cómo no ver
que por parte de los nacionales se defendía y quería salvar precisamente lo
contrario, lo santo?
Las confusiones existentes sobre
la significación de nuestra guerra como Cruzada, como guerra santa, tiende a
creer que para que una guerra pueda considerarse santa ha de ser una entidad
santa quien la haga obrando precisamente bajo su aspecto de santidad. Si este
concepto fuese verdadero –como replica el P. Menéndez-Reigada, y parece ser el
único que Maritain considera– tendría que concederse, «hablando con propiedad,
que la única sociedad santa que existe en el mundo es la Iglesia Católica, y
ésta, en cuanto tal, nunca ha declarado la guerra, porque no es esa su misión.
Las guerras siempre las han hecho los Estados, los pueblos, los monarcas, que
pueden ser santos, como San Luis de Francia o San Fernando de España, pero que
no hacen la guerra precisamente como santos, sino como jefes del Estado o de la
Nación»[4].
Pero Maritain parte de una distinción entre sociedad sacral y sociedad profana,
que le impide dar un paso en este terreno, perdiéndose en entelequias de su
personal filosofía de la historia, al servicio del «mito de la Nueva
Cristiandad» que cada día, por sus frutos, tiene menos adeptos y la razón más
flaca. Maritain enmaraña de tal manera la madeja del raciocinio, que el P.
Menéndez-Reigada se ve en la necesidad de recordarle el ejemplo clásico que de
niño aprendió en la escuela de Lógica: «Medicus
cantat. No canta en cuanto médico, sino en cuanto que es hombre, y por eso
será un sofisma decir que, porque el
médico canta, el canto es cosa medicinal»[5].
Pone claramente de manifiesto el P. Menéndez-Reigada que la guerra no es santa
por lo que es en sí misma. La guerra, considerada en sí misma, sería ridículo
decir que es cosa santa. Es una cosa humana, de orden temporal, que ni incluye
la santidad ni tampoco la excluye. Pero Maritain va más allá, al afirmar que la
guerra «no sólo es algo profano, sino una cosa abierta al mundo de las
tinieblas y del pecado». Pero no tiene entonces sentido discutir si una guerra
puede ser santa, si se afirma que es algo intrínsecamente malo, incurriendo el
mismo Maritain en contradicción, porque afirma también que la guerra puede ser
justa. De no creerse así, estaría en oposición con toda la teología católica
que admite la licitud de la guerra. Pero si sólo ha querido decir que la guerra
no puede ser santa porque es una cosa «profana» en sí misma, ¡cuántas cosas, en
sí mismas profanas, pasan a ser santas por algo que les sobreviene de fuera!
Maritain también supone que la guerra consiste en matar, cuando no es más que
la lucha violenta para reparar la justicia lesionada y restablecer la paz, que
pudiera conseguirse sin una sola muerte. Piensa que los nacionales tenemos por
santa nuestra guerra porque «se mata en nombre de Cristo Rey», olvidando que
una guerra puede ser santa y no hacerse santamente, así como lo contrario:
puede hacerse santamente sin que por eso sea santa. En la Cruzada llevada a
cabo por San Luis de Francia, ¿piensa Maritain que no existirían algunos
excesos por parte de la soldadesca, sin que dejase por ello de ser guerra
santa?[6].
La guerra es santa por su objeto. La guerra es un acto humano y los actos se
especifican y denominan por sus fines. Un acto será santo cuando su fin sea
santo, y será malo o indiferente cuando malo o indiferente sea su fin. Por
consiguiente, si no hemos dicho que nuestra guerra fuera santa por el sujeto
que la ejecuta, aunque sea un pueblo católico en su mayoría, ni por aquello que
se ejecuta, aunque se ejecute en general de un modo santo, sólo nos queda ver
si por el fin de la guerra puede denominarse «santa». Y no hay duda que la
guerra por parte de los nacionales ha tenido por fin defender la Patria; la
civilización tradicional y cristiana, que los contrarios pretendían destruir;
la religión católica, la que más fuertemente ha levantado el espíritu del
pueblo y a la que el enemigo con mayor ardor intentaba aniquilar. Hasta Unamuno
puesto al lado del Movimiento declaró públicamente que «éste representaba la
defensa de la civilización occidental y cristiana
contra la barbarie asiática». «Ahora bien –y aquí viene otra argumentación de
la mejor escuela del P. Menéndez-Reigada–, si los actos humanos se especifican,
cualifican y denominan por sus fines, la guerra actual debe especificarse,
cualificarse y denominarse en función de los fines indicados diciendo, por lo
tanto, que es una guerra patriótica,
por su fin de defensa de la Patria; una guerra sociológica, por su fin histórico de defensa de la civilización
tradicional; y una guerra religiosa
(o lo que es igual, «guerra santa», puesto que la religión es cosa santa), por
su fin de defender la causa de Dios y de la Religión cristiana. Y aunque
podemos denominarla con toda propiedad de estas tres maneras, mejor le va la
denominación de «guerra santa» que ninguna otra, porque es un principio de la
filosofía, que Maritain parece ignorar, que «las cosas se denominan por lo que
tienen de más principal» (res denominatur
a potiori), y lo más principal aquí no discutirá nadie que es la religión[7].
Teniendo presente otro punto que olvida Maritain: la posibilidad de que en una
guerra santa, lo terreno, lo humano, desempeñe sólo una función instrumental en
orden a lo divino. Puede lo humano ser fin de la guerra, con tal que no sea
total y adecuado, sino subordinado y parcial, y la guerra ser santa. ¿O es que
olvida Maritain –le recuerda el P. Menéndez-Reigada– que un solo acto puede
tener distintos fines, bien sea en dependencia unos de otros, o bien
independientes entre sí? Y cada uno de esos fines especifica y denomina el
acto, porque a diferencia de lo que ocurre con los seres de la naturaleza, el
acto humano puede pertenecer a distintas especies al mismo tiempo. El P.
Menéndez-Reigada pone un ejemplo: «Yo hago un viaje a Roma para visitar el
sepulcro de los Santos Apóstoles, para conocer los monumentos artísticos de la
Ciudad Santa y para tratar algún problema científico con los profesores de
aquellos centros docentes. Mi viaje será al mismo tiempo religioso, artístico y
científico, en conformidad con estos tres fines. Si esos fines son
independientes entre sí y tienen la misma importancia, todos especifican el
acto por igual; más si están subordinados y uno de ellos tiene la primacía, ese
es el que principalmente especifica y denomina el acto. Pues bien, ya hemos
visto que la guerra española tiene tres fines: patriótico, histórico y religioso,
por este último nuestra guerra es santa,
sin que los otros desciendan a la categoría de medio o de cosas meramente
instrumentales. Nuestro pueblo, especialmente el que hizo la guerra por el lado
nacional, es además católico en su inmensa mayoría. Las apuntaciones
exacerbadamente nacionalistas que hay en algunos textos falangistas como en
Ledesma Ramos, no pueden sobrevalorarse, porque además de ser ridícula su
significación, se anula totalmente por la de otros falangistas más o tan
caracterizados como son la de José Antonio y Onésimo Redondo.
En Maritain aparece por vez
primera en nuestro tiempo una serie de mitos sobre nuestra guerra que han
alimentado a muchos de los que después han pretendido combatir su significado.
Habla de la «islamización de nuestra conciencia religiosa», antes de que lo
hiciera Américo Castro, autor especializado en hablar de la guerra santa como
si fuese algo que los españoles aprendimos de los moros. Maritain habla también
de los «golpes duros que recibirá nuestro cristianismo por adoptar los
españoles una actitud así», como si hasta entonces nuestra religión hubiese
sido tratada con excesiva delicadeza o como si en el mundo pudiera darse un
desencadenamiento de odios todavía más enconado. Habla igualmente de «ni
vencedores ni vencidos», de la comprensión, de una paz blanca, de soportarse
mutuamente en el camino del tiempo, de emprender «una acción pacificadores, muy
difícil, sin duda, pero no imposible», despreciando la sangre de tanto mártir,
traicionando a tanto héroe, incitándonos a renegar de nuestra estirpe, para que
España siguiera arrastrando una existencia vergonzosa. El Evangelio
interpretado a su manera, eso sí, siempre por delante, aunque no deja de
confesar su temor de que la guerra que se hace en España «amenaza gravemente
nuestro país (Francia) en ciertas condiciones primeras de su seguridad
exterior», sin que inquiete lo más mínimo a su conciencia tan sensible las
actividades del Frente Popular que le gobierna.
Maritain es el sofista por
antonomasia de la Cruzada. Precisamente, por su actitud ante ella, comenzó a
declinar su estrella en Hispanoamérica donde su influencia era considerable.
Pero su sombra llega hasta nuestros días en muchos de los que se ocupan de
nuestra guerra. Tan es así que cuando Laín Entralgo insiste en calificar de
«error peligroso» la definición de Cruzada aplicada a nuestra gesta, juzgándola
como «retórica propia de una oratoria seudofalangista, desenfrenada, falso
ringorrango y apellido carente de adecuación», Ángel María Pascual y Fermín Yzurdiaga,
desde el diario falangista «Arriba España», de Pamplona, tachan sus palabras de
«refinada codicia maritainiana», además de decirle que apunta demasiadas cosas,
demasiado zumo biliar o sanguíneo, para quien se ufane de poseer la verdad y
las razones de la verdad por mucho diltheyanismo que Laín quiera echarle. El
nombre de Maritain, según estos dos escritores, aparece sombreando al de Laín y
al de la revista «Escorial» que igualmente considera que no es la de Cruzada la
designación de nuestra guerra, aunque en tan buena parte fuera librada por
razones religiosas. Esto sucedía ya en el mes de abril de 1941 y los que le
replicaban desde el «Arriba España», de Pamplona, Ángel María Pascual y Fermín
Yzurdiaga, encabezaban algunos artículos con este título tan expresivo: Nuestro sesenta y ocho editorial contra los
intelectuales y el 98; desenmascarando razones tan especiosas como ésta,
muy prodigada ya en aquellos tiempos: «es preciso integrar a todos los
intelectuales, para que las gentes de fuera puedan ver cómo están con
nosotros», y sufriendo la dolorosa «desilusión al ver el pensamiento y el
estilo nuevos de España en las mismas manos de los intelectuales que abrieron
la negra tumba de la ruina», a «los responsables directos –los “intelectuales”–
que no pueden volver a regir, ni a influir, los rumbos culturales de nuestra
generación»[8].
Lo que empezaron diciendo
algunos de nuestros «comprensivos» intelectuales, se ha visto después repetido
inclusive en algunas revistas específicamente católicas tanto nacionales como
extranjeras, que olvidan, silencian o combaten el derecho a la rebelión, que
según los principios de Santo Tomás y de otras grandes figuras de la
Escolástica, legitiman, sin lugar a dudas, nuestro Movimiento nacional; así
como la moral de nuestra guerra, sacando a relucir las manidas objeciones de
nuestros adversarios que consideran como un problema vidrioso lo que está bajo
la luz más clara. Manidas objeciones contra una guerra justa y santa que siguen
hoy destilando veneno, aun a través de un cristianismo corrompido que invade y
entenebrece muchas conciencias católicas.
* El texto aquí publicado es un fragmento del capítulo titulado «La guerra española ¿fue una Cruzada?», del libro «La guerra española y el trust de cerebros», Ediciones Punta Europa, Madrid 1961, pp.170-177.