«Las Rutas del Apóstol» - Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B (1895-1979)

En la fiesta del Apóstol Santiago, patrono de España, vaya este fragmento del excelente libro «Santiago y Compostela en la Historia».

«...Oíd mi voz, celtíberos generosos. Luego me crucificaréis si es vuestro gusto, pues debo beber el cáliz que mi Señor y mi Dios me ha prometido. Os anuncio a ese Dios, que es el único Dios verdadero, el que hizo los cielos y la tierra, el mar y las montañas. No tiene templo entre los hombres, pero el empíreo es su morada. Desde ella vio un día la miseria de su heredad terrena, vio al poderoso bebiendo el sudor del débil, vio al pobre aplacando su sed con sus propias lágrimas, vio al vicio sentado con veste sacerdotal sobre el ara de la virtud. Y para devolver la alegría al que llora, para evangelizar a los pobres y hacerlos ricos, para romper las cadenas de la esclavitud y sacar a los presos de la cautividad, envió a su Hijo vestido de nuestra propia carne; le envió menesteroso y desnudo, en el dolor y en la tristeza, para enseñar a sufrir a los que sufren y compadecerse de los que no tiene consolador. Nació en un establo y murió en una cruz. Compañero de sus caminos y testigo de su vida, yo puedo dar testimonio de sus obras. En el país lejano que riega el Jordán conviví con Él y fui uno de sus amigos. Yo le vi poner la mano sobre el cuerpo de una niña, marchito por la muerte, y devolverle en un segundo la vida; yo le vi saciar el hambre de muchos miles de hombres con cinco panes; yo le vi rechazar el fulgor de las grandezas humanas para abrazarse al sufrimiento por el amor de los hombres. Una mirada suya transformaba las almas; una palabra suya arrancaba a los muertos de las hoscas murallas del sepulcro. Envuelto en su cándida túnica de lino, con gesto de gracia y de dulzura, nos anunciaba el reino de su Padre; nos mandaba amarnos los unos a los otros; nos hablaba de un Dios bueno, protector de los que lloran, de los pacíficos, de los pequeños, de los humildes; nos anunciaba un juez insobornable, castigador de los soberbios y de los engañadores y galardonador de los virtuosos; nos prometía una vida inmortal y verdadera, por él era el camino, la verdad, la vida...».

Así dicen que hablaba el Apóstol de las Españas. Hablaba con vehemencia y con pasión, con la llama fervorosa de sus primeros años. En su cuerpo tostado por los soles de la meseta y curtido por el cierzo pirenaico crepitaba todavía el fuego de la juventud. Ahora más que nunca era el «Hijo del Trueno», el hombre cuya voz se derramaba por las extremidades de la tierra, de aquella tierra ibérica, sentada en las regiones donde se oculta el sol, sobre las ondas rugientes del mar tenebroso. Sus habitantes son altivos, ásperos, rebeldes al yugo extranjero. Toda la Iberia está sembrada de huesos de las legiones romanas y sus campos fueron regados con sangre de cónsules y tribunos.  Pero el hijo de Cebedeo necesita aventuras peligrosas; sombras de naufragios, océanos ignotos, selvas impenetrables y resistencias de bronce; necesita el tormento y la muerte. Un conquistador impetuoso para un pueblo duro, bravío, impetuoso y conquistador.

Sigamos piadosos el hilo de la tradición, pero ¿qué hay de verdad en ella? Se le representa evangelizando a través de las vías romanas, recorriendo los valles galaicos, subiendo a la meseta de los vacceos y los arévacos, recorriendo las márgenes del Sil dorado y atravesando los campos del Ebro y del Duero. Los celtíberos tienen fama de hospitalarios y él aprovecha la generosa acogida de aquellos hombres para mezclar en las conversaciones el nombre de su Maestro, la palabra buena, la sentencia regeneradora. Un día llega a una ciudad mientras las casas se llenan de luces y los habitantes danzan a las puertas celebrando la alegría del plenilunio. Su alma se llena de compasión por la ceguera de aquellos hombres y empieza a predicar la verdadera luz de donde toman su luz la luna, el sol y los luceros de la noche. Otro día penetra en un bosque sagrado entre cuyo ramaje se reúne la cohorte de los dioses y cuyo paso está prohibido a los mortales. Las gentes se irritan de su atrevimiento y le amenazan, pero él cae de rodillas, levanta su oración al todopoderoso y los demonios salen aullando por entre la fronda de los robles y los pinos como bandadas de murciélagos que atraviesan las sombras de la noche. «De este modo –decía Sisnando, Obispo de Iria en el año 900– fue purificado Pico Sacro por el Apóstol, y los siete pontífices y sus discípulos, con el sacramento del agua y de la sal, de toda mancha diabólica y del hálito pestilencial del dragón». Y en los valles gallegos hay un viejo cantar que dice:

Pico Sacro, Pico Sacro,
a quien consagró el bendito Santiago
con sus bueyes y con su carro,
líbranos de este fuero airado.

¡Lo que daríamos por saber de aquel caminar fabuloso!

¡Lo que daríamos por seguir las huellas que sobre nuestra tierra heroica iría marcando la sandalia del evangelizador de la paz! Iríamos con él entre la cortina ingrata del orballo gallego, atravesaríamos a su lado las estrechas gargantas de nuestras sierras, le acompañaríamos bajo los soles ardientes que doran las mieses de la meseta central y junto a él nos pararíamos bajo la sombra de algún sauce solitario en la llanura, al margen de una fuente, o en alguna de esas posadas de los cruces de los caminos, donde más tarde aparecerá la figura riente de Santa Teresa, o velará sus armas el caballero de la Triste Figura. Debía ser el mismo portalón, la misma chimenea amplia y cubierta de hollín, el mismo trasiego de viandantes, la misma confusión de asnos y de mulas, de bueyes y de perros, a uno y a otro lado de la puerta. Los carreros vociferan, los animales juegan unos con otros y se muerden; el posadero cruza el patio con la criba en la mano, la moza llega con la sopa humeante y el apóstol se mezcla al corro donde charlan el recuero y el mercader, el soldado de Roma y el alcabalero judío; tercia en la conversación, observa las costumbres de los habitantes de la tierra, analiza su carácter y se informa de los países que ha de atravesar y de la ruta que debe seguir.

Las rutas son ásperas y polvorientas, pero el viajero oriental las recorre gozoso y lleno de esperanza. Un grupo de discípulos le sigue y le ayuda en el ministerio sagrado. Son pocos, pero el misionero se consuela pensando en aquella pequeña grey que seguía a su Maestro por tierras de Galilea. El anuncio de la buena nueva brota de su boca como el óleo santo; sus manos hacen saltar los prodigios y su camino se constela de maravillas. Las gentes hispanas, sin embargo, parecen indiferentes a todas aquellas cosas. Acogen al misionero con su generosidad proverbial para todos los que vienen de fuera, pero no se entusiasman con aquella filosofía sutil de paz y de amor, de penitencia y de sacrificio, de misericordia y de perdón. Aquí y allá algunos hombres lloran al oír hablar del Crucificado, algunos corazones se conmueven y algunos ídolos ruedan hechos pedazos. La mayoría levanta los ojos o desprecia a aquel hombre pobremente vestido, que sólo tiene su manto raído y su bordón de viaje, o bien sonríen con un aire escéptico, que parece decir: «Un nuevo dios que nos viene del Oriente».

 En poco tiempo han visto llegar muchos dioses: los fenicios les trajeron a Molok y Astarté; los griegos, a Apolo y Artemis; los romanos, a Júpiter y al César. Últimamente han venido los predicadores de Isis, la diosa egipcia de cabeza de vaca, y los predicadores de Mitra, el señor del disco solar. Ninguno de estos intrusos vale más que las antiguas divinidades: Moinake, la diosa que protege a los marinos; Ategina, la dulce enfermera que sabe de medicina tanto como el Esculapio helénico; Netón, el que infunde valor a los guerreros y da a los caídos una vida mejor; Endovélico, «el muy bueno», que habla en sueños a sus devotos y descubre el oro a los pescadores del Sil y da buenas cosechas a los agricultores de Clunia, Deóbriga y Palancia...

Y he aquí que este judío sin gloria viene hablando de un nuevo Dios oriental; un Dios que ha sido crucificado por sus enemigos, y predica la mansedumbre y la pobreza, y declara bienaventurados a los que aman la paz. Aquellos hombres, que se embriagaban en el ardor guerrero, que prefieren la libertad a la vida, que dejan en el campo los cuerpos de sus héroes para que las águilas y los buitres lleven sus almas a los palacios radiantes del sol, contemplan atónitos al extranjero, levantan los hombros y desfilan hacia sus casas juntando y meneando los pulgares y los índices de ambas manos, como si dijeran con este remedo burlón del pico de la cigüeña: «¡Este hombre está loco!»

Cuentan que, al llegar a Césaraugusta, sintióse el apóstol envuelto en una nube de mortal congoja. A la fatiga se juntaba el desaliento, y al desaliento la melancolía de la nostalgia. ¿Cómo es posible, se preguntaba, que aquellos hombres generosos mirasen con tanta indiferencia las maravillas de la revelación divina? Pensaba en aquel desprecio que se hacía al nombre de su Señor, en la esterilidad de sus sudores, en la patria lejana, en los días de Genesaret y de Cafarnaúm, en la dicha de su hermano que podía alegrar su corazón y sus ojos con la presencia del Arca Santa, que había recibido el precio de la Redención. Hay noches en que los más valientes se acuestan agotados y desesperanzados. San Francisco Javier sentirá este agotamiento delante del palacio del Emperador del Japón, donde había creído poder entrar como conquistador. Y San Pablo podrá decir en el momento del desamparo: «Hasta tal punto me sentí abrumado, que tenía el tedio de vivir».

Y dicen que también el «Hijo del Trueno» pasó por esa hora de la carne, que hizo germinar el asco de la vida en el alma gigantesca del Apóstol de las gentes. Era a la orilla del Ebro, y abatido, el peregrino reza, poniendo su alma en los brazos de Aquel que resucita a los muertos. De repente, una luz delante de él, y un susurro y una ráfaga de aromas. No son las flores que crecen junto al Ebro, ni el cantar de las aguas en el cauce profundo; es una aparición celeste, una mirada que él conoce muy bien, que otras veces ha iluminado su corazón y ha encaminado su vida: es la Virgen María, que le sonríe y le habla y le consuela...

Dicen más: que en aquel momento tuvo Santiago la visión de un glorioso porvenir. No había trabajado en vano pues la semilla estaba echada y con el riego de sus sudores, germinaría en aquellas almas tercas, para producir frutos espléndidos de renunciamiento y de santidad. Su corazón fulmíneo pasaría a inflamar al gran pueblo ibérico, levantándole hasta la cumbre de los heroísmos cristianos. Le había anunciado el mensaje, el mensaje de Cristo vencedor de la muerte y dador de la vida y de la bienaventuranza. La puerta estaba abierta y las multitudes no tardarían en agolparse delante de ella.

¡Ah la vieja tradición! ¿Será posible hallar ecos de aquella voz entre el remanso de nuestros valles? Para un hombre como para un pueblo no hay cosa más grata que un sueño feliz.

* En «Santiago y Compostela en la Historia (con amor y con verdad)» - Instituto Salazar y Castro – Madrid 1977, pp.51-56.
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