«Independencia» - Enrique Díaz Araujo (1934–2021)
En un nuevo aniversario de nuestra
independencia patria, vaya este conciso pero excelente análisis de las verdaderas causas
que originaron aquel histórico suceso.
De nuevo: veamos.
El antiguo profesor de la
Universidad de Harvard, Clarence Haring, nos explica que:
«...de no haber surgido la
circunstancia de las guerras en Europa, y de haber existido la posibilidad de
que Fernando VII, después de su restauración hubiera acordado a sus súbditos
una moderada libertad política y económica, el imperio se habría conservado, al
menos por un tiempo.
Las guerras de la
independencia fueron esencialmente guerras civiles. Uno de los rasgos más
llamativos de todo el movimiento fue la prueba de lealtad a España, que dio
gran parte de la población. En muchas regiones, el núcleo de las fuerzas
realistas estaba constituido por hispanoamericanos…
En un principio, la mayoría
de los criollos que tomaron y condujeron los movimientos revolucionarios no se
mostraron propensos a romper por completo con España. Fácilmente podía haberse
llegado a una reconciliación, otorgándose un tratamiento justo y razonable y
adecuadas concesiones de autonomía…
Se convirtió gradualmente en
un movimiento contra la autoridad española por la fuerza de las circunstancias
imperantes en Europa».
Sí; así es.
La independencia surgió de las
pugnas entre peninsulares para otorgar mayor o menor poder al Rey y del interés
de la Restauración francesa en evitar reiteraciones más o menos revolucionarias
en sus fronteras. Pero, sobre todo, nació de la personalidad del rey
restablecido en el trono, un sujeto digno de estudios psiquiátricos, quien de
haber sido el «deseado», cuando estaba preso en Valencay (donde se dedicaba a
tejer calcetas), pasó a ser el «odiado», tanto en la Península como en América.
Si el adjetivo «estúpido» le cabe a un gobernante, ése tal fue Fernando VII
(Napoleón Bonaparte había descrito la familia real española, esto es, a la
Reina María Luisa, al rey Carlos IV, y al Príncipe de Asturias, Fernando, con
estas palabras: «la madre era adúltera, el padre consentido, el hijo traidor»).
Y, pues, fue ese mismo Fernando
VII quien, el 30 de mayo de 1816, ordenó la expulsión del ministro argentino
plenipotenciario Bernardino Rivadavia quien había ido a rendirle pleitesía.
Datos anteriores y similares a éste, conocidos en el Río de la Plata,
provocaron la Declaración del 9 de Julio de 1816, de Tucumán. Cual lo había
adelantado en un sermón patriótico, fray Francisco de Paula Castañeda, el 25 de
mayo de 1815:
«Diremos, que si el mal
aconsejado Fernando no quiere unirse con sus leales vasallos, él mismo es el
que, cual otro Roboam, se ha dado a sí mismo la sentencia, y no es regular que
lloremos mucho, porque tal sentencia se cumpla y se ejercite; diremos que
Fernando VII… que rehúsa nuestros homenajes con melindre desdeñoso, para que en
adelante lo tratemos con desprecio. Diremos, que si este mal aconsejado joven
le desagradó tanto nuestra lealtad, busque vasallos desleales, que los encontrará
en la Península a millares y millones. Diremos, que el haberlo reconocido y
jurado cuando estaba preso en Francia, no fue más que un rasgo de generosidad
americana, y que al ver su indigesta y cruda ingratitud, no queremos
continuarle por más tiempo un obsequio tan indebido».
Estólida ingratitud hispana ante
la generosidad americana: causa de la Independencia.
Quienes no habían tenido que
esperar al desenvolvimiento de las potencialidades negativas encerradas en los
talentos borbónicos, fueron dos hombres que conocían de cerca la escandalosa
intimidad de esa Casa Real. Nos referimos, claro está, a Simón Bolívar (que
había estado en la guardia de corps, junto a Mallo y a Godoy, amantes de la
Reina María Luisa) y José de San Martín (cuyo hermano Justo Rufino también
había sido oficial de aquel regimiento de favoritos de la Reina). Esos dos
hombres principales que, con Agustín de Iturbide, conforman el trío de
Libertadores de América, no habían alentado ninguna ilusión acerca de la
evolución favorable de la postura autonómica. En consecuencia, ellos fueron los
anunciadores, adelantados y ejecutores de la Independencia.
Queremos subrayar que fueron
ellos, y no los denominados «precursores», que tan sólo estaban interesados en
las «reformas» (religiosas) del sistema español, los artífices de la
Independencia. Los «precursores» (del tipo de Mariano Moreno) querían cortar
con la Madre Iglesia, no con el Padre Rey.
San Martín no hacía un secreto
de su opinión sobra la conducta española –«España se halla reducida al
último grado de imbecilidad y corrupción»: Proclama a los habitantes del
Perú, 13.11.1818, y Bolívar menos, al punto que estaba dispuesto a llevar una «guerra
a muerte» a los «godos», si se empeñaban en rechazar la emancipación americana.
Pues, antes y después de la restauración de Fernando VII, absolutistas y
liberales peninsulares combatieron por igual la independencia americana.
Especialmente enemigas de América fueron las Cortes liberales de Cádiz, que
sancionaron la Constitución laicista de 1812. Luego, hubo guerra, decidiéndose
la suerte de las armas en Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824. Hecho memorable
que, un siglo después, hizo decir al poeta Leopoldo Lugones que las espadas de
los granaderos nos dieron «lo único enteramente logrado que tenemos hasta
ahora, y es la Independencia».
Independencia tuvimos, sin ayuda
de nadie, gracias al valor y al coraje de nuestros bravos paisanos. Y eso es
algo de lo que siempre deberemos enorgullecernos, repitiendo aquellas estrofas
originales del Himno: «se levanta a la faz de la tierra una nueva y gloriosa
Nación».
Lo importante, didácticamente,
es que se eviten confusiones. Así, Mayo es Autonomía (no: «Libertad», ni «Revolución»,
por lo menos si a lo acontecido en la Semana del 18 al 25 de mayo de 1810, se
le pretende adjudicar una motivación ideológica), y Julio es Independencia. E «Independencia»
supuso contar con una Nación Soberana (donde los elementos de «pueblo», «territorio»,
«religión» y «costumbres» preexistían, pero formando parte de otro Estado).
Desde el 9 de julio de 1816 existió la Nación Argentina, para la cual el poeta
Francisco Luis Bernárdez cantó las estrofas siguientes:
«Dios la fundó sobre la
Tierra para que hubiera menos hambre y menos frío.
Dios la fundó sobre la Tierra
para que fuera soportable su castigo.
Podemos dar gracias al Cielo
por la belleza y el honor de su destino.
Y por la dicha interminable
de haber nacido en el lugar donde nacimos.
La patria vive dulcemente de
las raíces enterradas en el tiempo.
Somos un ser indisoluble con
el pasado, como el alma con el cuerpo.
Dios la fundó sobre la Tierra
para que hubiera menos llanto y menos luto.
En las tinieblas de la
Historia la Cruz del Sur le dicta el rumbo más seguro.
Ninguna fuerza de la Tierra
podrá torcer este designio y este rumbo»[1].
Digamos, por fin, que aquél de
otrora fue un designio combatiente; actitud que siempre debiera estar vigente.
Para lo cual, para mantener la bandera realmente izada, en estas épocas de
globalización esclavizante, deberíamos quedar obligados a permanecer doblemente
atentos y vigilantes. Tal cual lo indicaba el poeta Carlos Obligado, al
recordarnos, en 1943:
«Mas, ved, que el campo es de
aluvión, inmenso.
Y el cardo amaga entre la
mies fecunda;
Y en este mundo, a la
abyección propenso,
Oro socava lo que acero funda».
* En «Aquello que se llamó la Argentina». Ed. El Testigo, Mendoza, 2002, pp. 26 – 31.
[1]
Fragmento del poema «La Patria», cuyo texto completo hemos publicado
anteriormente en este blog. Su lectura, que también resulta propicia para
esta fecha, puede realizarse AQUÍ.
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Para ver publicaciones anteriores relacionadas con la presente, pueden descargarse AQUÍ, AQUÍ y AQUÍ.