La vuelta de la bandera
JOSÉ MARÍA PEMÁN (1897-1981)
Se cumple hoy un nuevo
aniversario del glorioso «Alzamiento» que dio origen a la última Cruzada. Publicamos
entonces este magnífico discurso radiofónico pronunciado por Pemán en Sevilla, a los
pocos días de dicha gesta.
Sevillanos; españoles
todos que me escucháis:
Ante
todo agradezco en el alma al glorioso general Queipo de Llano la honra que me
concede cediéndome este micrófono, por el que quisiera, si fuera posible la
paradoja, describir algo del indescriptible día de hoy.
Pasó,
al fin, la dura cuaresma de la Patria. Hoy se ha rasgado el velo morado que
habían echado sobre su semblante auténtico. ¡Hoy es la Pascua florida de la
resurrección de España! Porque hoy has llegado tú, vieja bandera nuestra. Has
llegado con exactitud de enfermera, a la hora del dolor y del consuelo; con
puntualidad de novia, a la hora en que nuestra impaciencia no admitía ya más
espera.
Cuando
tenías que llegar: ni antes ni después. Ni antes, que hubiera sido sacrilegio
traerte a presidir la ignominia de España; ni después, que hubiera sido
crueldad no traerte a presenciar la gloria de su resurrección.
Tan
exactamente has llegado que ni nos has sobrecogido. Te presentíamos, te
esperábamos, te sabíamos cercana. Trepaste esta mañana por las astas viudas que
te aguardaban, con la sencillez del sol por el horizonte, a su hora exacta,
cada día. Tenía que ser así. Era una ley histórica, como la otra una ley
física. Tu llegada estaba legislada por Dios, como lo está la de la aurora.
Además,
no llegaste de improviso... Se te sintió venir como se siente venir la
primavera.
Te
precedió un estallar de viejas virtudes españolas que parecían dormidas. Sobre
la nieve del aquel invierno frío, laico y antinacional que padecíamos,
volvieron a cantar, de pronto, todos los pájaros de antaño. Toda la España
verdadera se puso de pie con una recia voluntad de salvación. Toda ella se
estremeció de ondas que contaban heroicidades y enterezas del mejor aire
antiguo. Allí tres soldados que se defendían solos y hambrientos en una
torreta; allá un guardia civil que repitiendo la hazaña de Guzmán el Bueno
prefería que le mataran a su hijo antes que entregarse; aquí un general que
reía por un micrófono mientras su corazón lloraba. Por todas partes, girones de
epopeya. Temblaban los hilos del teléfono como cuerdas de arpas. Los telegramas
volvían a tener garbo de romance y los partes oficiales gallardía de crónicas.
Los aires sabían a Historia; la tierra olía a España. Se presagiaba algo
inminente... ¡Y era que venías tú, bandera mía: y se te sentía venir como se
siente venir la primavera!
Y
ya estáis aquí. Hoy es día de pocas palabras. Día de luna de miel, de encuentro
tras la ausencia larga: día de besos, de miradas, de silencios. Pocas palabras.
Nada más que ésta: ¡Bien venida seas! ¡Ya tienen una enseña digna nuestros
héroes! ¡Ya tienen una digna mortaja nuestros mártires!
Porque
no es este cambio de colores mera ceremonia suntuaria, sino reflejo exacto de
una más honda verdad.
La
España oficial que padecíamos -incendiaria de iglesias, segadora de cruces,
asesina de sus mejores hombres- no era la España auténtica. Era un ejército invasor
que había acampado en nuestros órganos de vida oficial.
Esto
ya lo sabíamos. Pero ahora, de pronto, en la crudeza realista de la guerra,
esto se ha visto, aún más, en todo su descaro. Quitado su antifaz, se ha visto
en toda su desnudez, la sustancia antinacional de las almas alquiladas al
extranjero que nos gobernaban. Como eran transeúntes de la Historia, temporeros
y esquiroles de la españolidad verdadera, faltos de toda responsabilidad y de
todo sentido nacional, al presentarse el crudo dilema, no han vacilado de
entregar a España antes que entregarse ellos. Bombardean el Pilar de Zaragoza o
la Alhambra de Granada con la misma frialdad con que lo haría un turco o un
ucraniano: porque se sienten tan insolidarios como ellos de todo lo que estas
grandes piedras líricas significan o representan. Es el final lógico, la
trayectoria fatal, de la sustancia antinacional de sus espíritus. Tenía que
ocurrir así. Los que tuvieran insensibilidad suficiente para amoratar nuestra
bandera, ahora la tienen para acardenalar de golpes el rostro bendito de la
Patria.
Por
eso la guerra que contra ellos sostenemos, no es contienda de bandos: es nueva
guerra de la Independencia; nueva reconquista, nueva expulsión de moriscos.
Y
por eso, como decía yo en Jerez hace poco, al luchar contra ellos, no luchamos
por esto o por aquello: luchamos íntegramente por España y por la civilización.
No luchamos solos: veinte siglos de civilización occidental y cristiana están
movilizados detrás de nosotros. Peleamos por Dios, por nuestra tierra y por
nuestros muertos. Peleamos por nuestras mujeres, por nuestros hijos, por
nuestras cruces y por nuestras iglesias. Peleamos por el amor y el honor, por
la ternura y por la ironía, por todos los matices del alma civilizada que
quiere ahora aplastar el bloque asiático de una pura concepción económica.
Peleamos
por los cuadros de Velázquez y por las comedias de Lope, por el Quijote y por
el Escorial: por todas las creaciones y los valores de veinte siglos que,
detrás de nosotros, nos empujan al asalto de un porvenir que nos querían
arrebatar gentes extrañas con intenciones de colonización. Y peleamos también,
hermanos españoles, por el Partenón y por San Pedro de Roma: porque peleamos
por Europa y por el mundo.
La
causa de la civilización que defendemos no es solo nuestra, sino del mundo
entero.
La
misión providencial e histórica de España, ha sido siempre ésta: redimir al
mundo civilizado de todos sus peligros: expulsar árabes, detener turcos,
bautizar indios; abrir sus energías hacia Oriente y hacia Occidente, hacia
Lepanto o hacia el Nuevo Mundo y ofrecerse así crucificada y desangrada, en
generosas funciones de humana redención.
Ahora
unos nuevos turcos, unos nuevos asiáticos rojos y crueles, vuelven a amenazar a
Europa. Una estrella de cinco puntas turba, otra vez, las noches serenas de
Occidente, que ayer turbara la media luna. Por Oriente, Rusia -como una nueva
Constantinopla- cede y les abre paso. Pero, por Occidente, España, segunda
puerta de Europa, como ayer, opone su pecho y salva y redime la civilización.
El mundo lo comprenderá y lo agradecerá algún día. Otra vez es toda España,
Gólgota y Calvario; otra vez es para todos la sangre que empapa sus tierras; y
otra vez por los duros caminos extremeños, por los desfiladeros de Guadarrama o
Somosierra, España va caminando con la cruz a cuesta, en funciones de redención
histórica, por amor de toda la humanidad. Y por eso, porque esta es guerra
santa y cruzada de civilización, el llamamiento se hace a todos.
Porque todos hacen
falta. Confortaba el alma, si, la alegría de esta mañana de Sevilla: pero nadie
se olvide, en medio de esta alegría, de que quedan todavía, millares de
hermanos nuestros que sufren la tiranía roja, que esta mañana no han podido
disfrutar una alegría semejante. Es preciso sentir en todo momento una
solidaridad de dolor con esos hermanos. Es preciso que todos se alisten como
soldados para ir a salvarlos.
Marchar
a la guerra, alistarse en ella, es, resolver cada uno su problema. Porque la
guerra santa que peleamos, que es guerra por la restauración eficaz de la
nación y del Estado, incluye todos los problemas en sí. Ella, la guerra, por si
sola, es política de abastos y reforma agraria, y restauración de cultura y
protección de industria y repoblación forestal: porque todas estas no son sino
ruedas menores, movidas por la rueda madre de la Patria grande y el Estado
eficaz por el que peleamos... No piense, pues, cada uno en su problema. Marche
cada uno al frente: que el fusil es ahora, azada y pluma, pincel y buril; que
cada empuje en el campo de batalla es un empuje en nuestro negocio o nuestra
empresa, que sólo prosperarán en la fecunda paz que buscamos, y el grito de
¡Viva España! que llena ahora los aires españoles, es el grito totalitario que
lleva incluido en sí la parcial voluntad de vivir de cada individuo, de cada
clase y de cada profesión.
Y
vosotras, mujeres de España, a vuestro puesto también: socorred a los heridos,
a los niños, a los necesitados; alentad a los hombres; sonreíd a los héroes;
afead la conducta de los remisos; sed gracia y luz de la epopeya.
Y
vosotros, finalmente, obreros; hombres de la blusa y del trabajo, victimas del
más trágico engaño que registra la Historia. Yo
sé que todavía se os dice por las esquinas que este movimiento es contra el
pueblo. ¡Contra el pueblo! ¡Como si el Ejército no fuera pueblo también, y como
si la Falange y los Requetés no estuvieran estremecidos de aliento popular!
Yo
os digo, obreros, que este movimiento es por encima de todo para vosotros: que
vosotros vais a coger las espigas más gordas de la cosecha que ahora se está
plantando.
Abrid
ya los ojos. Ved que estabais dando hachazos a la misma rama que os sostenía,
que estabais abriendo boquetes al mismo buque en que ibais navegando. Gritabais
¡muera España!, sin comprender que al morir teníais que morir también vosotros,
que no sois más que su dotación humana y su contenido vivo.
No
tengáis recelos: que este es momento de amor y no de odio. Dejaos llevar por el
impulso de vuestro corazón, que yo estoy seguro que si no es de piedra, os
empujaba esta mañana a sumaros definitivamente a aquella muchedumbre delirante
que, frente al Ayuntamiento, daba gritos de vida y no de muerte como a vosotros
os enseñaron, y levantaba el brazo, no con el puño cerrado en señal de lucha,
sino con la mano abierta en señal de acogimiento; e izaba en el cielo sereno
una bandera de colores francos y vivos, sin morado de luto o penitencia, que
arrullaban, trenzándose en el aire, como un torzal de oro, las notas
majestuosas de ese Oria Mendi que
habla de Dios y de la Patria, y los compases juveniles de ese himno de Falange
que habla de los luceros, de la primavera y del amanecer.
Y
con esto voy a terminar. Esta es la honda perspectiva histórica de la hora que
vivimos, cifrada y representada ya en la vieja bandera auténtica, que hoy le ha
devuelto a los sevillanos la Virgen de los Reyes.
¡Porque
ha sido Ella! Cuando esta mañana, a las ocho en punto, madrugadora como una
gitanilla que saliera a espigar al duro sol de Agosto, salía por la puerta de
los Palos, sobre una peana de amor y de delirio, a mí me ha parecido que, al
mirar, con aire de protección, la Virgen a los sevillanos, y con aire de
fidelidad los sevillanos a la Virgen, Ella, resumiendo aquel cruce y diálogo de
miradas, iba murmurando suavemente unas palabras que transfigurando el viejo
lema de Sevilla, explicaban todo el milagro de esto que vemos: Sevilla «no
me ha dejado... y por eso yo no he dejado a Sevilla».
Y
es verdad: Tú no has dejado a Sevilla.
¿Verdad,
general Queipo de Llano: general-speaker, torre de buen humor y de optimismo,
segunda Giralda de esta Sevilla de hoy? ¿Verdad que en aquellas primeras
veinticuatro horas, había algo superior a lo humano, detrás de ti? ¿Verdad que
tú sentiste en el hombro, aconsejándote y animándote, el rostro de niña de la
Virgen de los Reyes?
Sí;
todo ha tenido el sello de lo providencial. Dios permitió días antes que aquel
que muchos miraban como gobernante, Calvo Sotelo, se convirtiera en símbolo y
en mártir. Murieron en inesperados accidentes, generales como Balmes y
Sanjurjo. Se cerraron caminos que se esperaban por el mar y se abrieron por el
aire. Dios quiso apartar planes y cálculos y prudencias, para quedarse sólo
frente a frente con la Historia y enseñarnos que nada hay imposible para quien
saca de una semilla un árbol, de un huevo un cóndor, y de un portal y un
pesebre un mundo redimido. Y en verdad que viendo la maravilla de estos días
pasados, aun dando un buen tanto al valor y al genio de los hombres gloriosos
que nos guían, todavía queda asombro para mirar a la Virgen de los Reyes y
repetir aquellos versos de Gonzalo de Berceo:
Vieron que venía todo de la
Gloriosa,
ca ningún otro puede facer tamaña
cosa.
Virgen Santa de los
Reyes: Patrona de Sevilla: termina ya la obra que empezaste. Tú lo eres todo.
Nosotros no somos más que los estorbos de tu obra... Pero así y todo ofrecemos
a tus pies lo poco que somos y podemos.
Por
todos los que sufren y luchan en esta hora; por las madres que lloran; por la
viudez y la orfandad, por el yugo y la gavilla de flechas, haces de la nueva
cosecha de España; por esos ríos de boinas rojas que bajan por los desfiladeros
y las llanuras como una transfusión de sangre histórica y tradicional; por la
sangre joven y fresca de Recasens, de Murube, de Moría, de Medina y de
Trechuelo, de tantos y tantos otros; por la serenidad exacta de Franco; por el
arrojo de Queipo; por el brazo vacío y colgante de Millán Astray; por tanto
dolor y por tanto heroísmo, haz, Virgen de los Reyes, que pronto la bandera que
hoy hemos izado en Sevilla pueda izarse en el Alcázar de Madrid, presidiendo
una España libre, grande e imperial.
* Discurso pronunciado desde el micrófono de la
División de Sevilla, el 15 de Agosto de 1936; publicado en «Arengas y crónicas de guerra», Escelicer-Cerón, Cádiz, 1937.