«Ensayo sobre el Nacionalismo» - José Antonio Primo de Rivera (1903–1936)
He aquí una magistral clase de ciencia política, donde quedan diáfanamente explicados los conceptos de «individuo y persona» y de «pueblo y nación», en la luminosa doctrina joseantoniana.
La tesis romántica de Nación
Aquella fe romántica en la
bondad nativa de los hombres fue hermana mayor de la otra fe en la bondad
nativa de los pueblos. «El hombre ha nacido libre, y, sin embargo, por todas
partes se encuentra encadenado», dijo Rousseau. Era, por consecuencia, ideal rousseauniano
devolver al hombre su libertad e ingenuidad nativas; desmontar hasta el límite
posible toda la máquina social que para Rousseau había operado de corruptora.
Sobre la misma línea llegaba a formularse, años después, la tesis romántica de
las nacionalidades. Igual que la sociedad era cadena de los libres y buenos
individuos, las arquitecturas históricas eran opresión de los pueblos
espontáneos y libres. Tanta prisa como libertar a los individuos corría
libertar a los pueblos.
Mirada de cerca, la tesis
romántica iba encaminada a la descalificación; esto es, a la
supresión de todo lo añadido por el esfuerzo (Derecho e Historia) a las
entidades primarias, individuo y pueblo. El Derecho había transformado al individuo en
persona; la Historia había transformado al pueblo en polis, en
régimen de Estado. El individuo es, respecto de la persona, lo que el pueblo
respecto de la sociedad política. Para la tesis romántica, urgía regresar a lo
primario, a lo espontáneo, tanto en un caso como en el otro.
El individuo
y la persona
El Derecho necesita, como
presupuesto de existencia, la pluralidad orgánica de los individuos. El único
habitante de una isla no es titular de ningún derecho ni sujeto de ninguna
jurídica obligación. Su actividad sólo estará limitada por el alcance de sus
propias fuerzas. Cuando más, si acaso, por el sentido moral de que disponga.
Pero en cuanto al derecho, no es ni siquiera imaginable en
situación así. El Derecho envuelve siempre la facultad de exigir algo; sólo hay
derecho frente a un deber correlativo; toda cuestión de derecho no es sino una
cuestión de límites entre las actividades de dos o varios sujetos. Por eso el
Derecho presupone la convivencia; esto es, un sistema de normas condicionantes
de la actividad vital de los individuos.
De ahí que el individuo, pura y
simplemente, no sea el sujeto de las relaciones jurídicas; el individuo no es
sino el substratum físico, biológico, con que el Derecho se
encuentra para montar un sistema de relaciones reguladas. La verdadera unidad
jurídica es la persona, esto es, el individuo, considerado, no
en su calidad vital, sino como portador activo o pasivo de las relaciones
sociales que el Derecho regula; como capaz de exigir, de ser compelido, de
acatar y de transgredir.
Lo nativo
y la Nación
De análoga manera, el pueblo, en
su forma espontánea, no es sino el substratum de la sociedad
política. Desde aquí, para entenderse, conviene usar ya la palabra nación, significando
con ella precisamente eso: la sociedad política capaz de hallar en el Estado su
máquina operante. Y con ello queda precisado el tema del presente trabajo:
esclarecer qué es la nación: si la realidad espontánea de un pueblo, como
piensan los nacionalistas románticos, o si algo que no se determina por los
caracteres nativos.
El romanticismo era afecto a la
naturalidad. La vuelta a la Naturaleza fue su consigna. Con
esto, la nación vino a identificarse como lo nativo. Lo
que determinaba una nación eran los caracteres étnicos, lingüísticos,
tipográficos, climatológicos. En último extremo, la comunidad de usos,
costumbres y tradición; pero tomada la tradición poco más que como el recuerdo
de los mismos usos reiterados, no como referencia a un proceso histórico que
fuera como una situación de partida hacia un punto de llegada tal vez
inasequible.
Los nacionalismos más
peligrosos, por lo disgregadores, son los que han entendido la nación de esta
manera. Como se acepte que la nación está determinada por lo espontáneo, los
nacionalismos particularistas ganan una posición inexpugnable. No cabe duda de
que lo espontáneo les da la razón. Así es tan fácil de sentir el patriotismo
local. Así se encienden tan pronto los pueblos en el frenesí jubiloso de sus
cantos, de sus fiestas, de su tierra. Hay en todo eso como una llamada sensual,
que se percibe hasta en el aroma del suelo: una corriente física, primitiva y
encandilante, algo parecido a la embriaguez y a la plenitud de las plantas en
la época de la fecundación [1].
Torpe
política
A esa condición rústica y
primaria deben los nacionalismos de tipo romántico su extremada vidriosidad.
Nada irrita más a los hombres y
a los pueblos que el ver estorbos en el camino de sus movimientos elementales:
el hambre y el celo –apetitos de análoga jerarquía a la llamada oscura de la
tierra– son capaces, contrariados, de desencadenar las tragedias más graves.
Por eso es torpe sobremanera oponer a los nacionalismos románticos actitudes
románticas, suscitar sentimientos contra sentimientos. En el terreno afectivo,
nada es tan fuerte como el nacionalismo local, precisamente por ser el más
primario y asequible a todas las sensibilidades. Y, en cambio, cualquier
tendencia a combatirlo por el camino del sentimiento envuelve el peligro de
herir las fibras más profundas –por más elementales– del espíritu popular, y
encrespar reacciones violentas contra aquello mismo que pretendió hacerse
querer.
De esto tenemos ejemplo en
España. Los nacionalismos locales, hábilmente, han puesto en juego resortes
primarios de los pueblos donde se han producido: la tierra, la música, la lengua,
los viejos usos campesinos, el recuerdo familiar de los mayores... Una actitud
perfectamente inhábil ha querido cortar el exclusivismo nacionalista, hiriendo
esos mismos resortes; algunos han acudido, por ejemplo, a la burla contra
aquellas manifestaciones elementales; así los que han ridiculizado por brusca
la lengua catalana.
No es posible imaginar política
más tosca: cuando se ofende uno de esos sentimientos primarios instalados en lo
profundo de la espontaneidad de un pueblo, la reacción elemental en contra es
inevitable, aun por parte de los menos ganados por el espíritu nacionalista.
Casi se trata de un fenómeno biológico.
Pero no es mucho más aguda la
actitud de los que se han esforzado en despertar directamente, frente al
sentimiento patriótico localista, el mero sentimiento patriótico unitario.
Sentimiento por sentimiento, el más simple puede en todo caso más. Descender
con el patriotismo unitario al terreno de lo afectivo es prestarse a llevar las
de perder, porque el tirón de la tierra, perceptible por una sensibilidad casi
vegetal, es más intenso cuanto más próximo.
El Destino
en lo Universal
¿Cómo, pues, revivificar el patriotismo de las grandes unidades heterogéneas? Nada menos que revisando el concepto de «nación», para construirlo sobre otras bases. Y aquí puede servirnos de pauta lo que se dijo respecto de la diferencia entre «individuo» y «persona». Así como la persona es el individuo considerado en función de sociedad, la nación es el pueblo considerado en función de universalidad.
La persona no lo es en tanto
rubia o morena, alta o baja, dotada de esta lengua o de la otra, sino en cuanto
portadora de tales o cuales relaciones sociales reguladas. No se es persona
sino en cuanto se es otro; es decir: uno frente a los otros,
posible acreedor o deudor respecto de otros, titular de posiciones que no son
las de los otros. La personalidad, pues, no se determina desde dentro, por ser
agregado de células, sino desde fuera, por ser portador de relaciones. Del
mismo modo, un pueblo no es nación por ninguna suerte de justificaciones
físicas, colores o sabores locales, sino por ser otro en lo
universal; es decir: por tener un destino que no es el de las otras
naciones. Así, no todo pueblo ni todo agregado de pueblo es una nación, sino
sólo aquellos que cumplen un destino histórico diferenciado en lo universal.
De aquí que sea superfluo poner
en claro si en una nación se dan los requisitos de unidad de geografía, de raza
o de lengua; lo importante es esclarecer si existe, en lo universal, la unidad
de destino histórico.
Los tiempos clásicos vieron esto
con su claridad acostumbrada. Por eso no usaron nunca las palabras «patria» y «nación»
en el sentido romántico, ni clavaron las anclas del patriotismo en el oscuro
amor a la tierra. Antes bien, prefirieron las expresiones como «Imperio» o «servicio
del rey»; es decir, las expresiones alusivas al «instrumento histórico». La
palabra «España», que es por sí misma enunciado de una empresa, siempre tendrá
mucho más sentido que la frase «nación española». Y en Inglaterra, que es acaso
el país de patriotismo más clásico, no sólo no existe el vocablo «patria», sino
que muy pocos son capaces de separar la palabra king (rey),
símbolo de la unidad operante en la Historia, de la palabra country, referencia
al soporte territorial de la unidad misma.
Lo
espontáneo y lo difícil
Llegamos al final del camino.
Sólo el nacionalismo de la nación entendida así puede superar el efecto
disgregador de los nacionalismos locales. Hay que reconocer todo lo que éstos tienen
de auténticos; pero hay que suscitar frente a ellos un movimiento enérgico, de
aspiración al nacionalismo misional, el que concibe a la Patria como unidad
histórica del destino. Claro está que esta suerte de patriotismo es más difícil
de sentir; pero en su dificultad está su grandeza. Toda existencia humana –de
individuo o de pueblo– es una pugna trágica entre lo espontáneo y lo difícil.
Por lo mismo que el patriotismo de la tierra nativa se siente sin esfuerzo, y
hasta con una sensualidad venenosa, es bella empresa humana desenlazarse de él
y superarlo en el patriotismo de la misión inteligente y dura. Tal será la
tarea de un nuevo nacionalismo: reemplazar el débil intento de combatir
movimientos románticos con armas románticas, por la firmeza de levantar contra
desbordamientos románticos firmes reductos clásicos, inexpugnables. Emplazad
los soportes del patriotismo no en lo afectivo, sino en lo intelectual. Hacer
del patriotismo no un vago sentimiento, que cualquiera veleidad marchita, sino
una verdad tan inconmovible como las verdades matemáticas.
* En «Obras de José Antonio Primo de Rivera – Edición cronológica», Recopilación de Agustín del Río Cisneros. Delegación Nacional de la Sección Femenina de F.E.T. y de las J.O.N.S. – 1964, pp. 211-216.
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[1] Sobre este tema, unos meses antes, José Antonio había escrito «La gaita y la lira», magnífico artículo que ya hemos publicado y puede verse AQUÍ.
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