«Los Reyes de Oriente» - P. Agustín Berthe C.Ss.R. (1830-1907)
Más allá de las fronteras de
Israel, bajo el hermoso cielo de Oriente, existían pueblos que esperaban
también un Salvador. Persas, Árabes y Caldeos, alimentaban esta misma esperanza.
Cuando los Hebreos desterrados lloraban en las márgenes del Éufrates, los
sabios del país los interrogaban acerca de sus destinos, hojeaban con ellos los
libros proféticos y se iniciaban en los secretos del porvenir. Sabían que la
venida del Mesías de Israel sería anunciada por un signo celeste, porque un
profeta, hablando de él, había dicho: «Yo lo veo, pero no existe aún. Lo
contemplo, aunque todavía está lejos. Una estrella brillará sobre Jacob y un cetro
se levantará en Israel». Habituados a leer en los fenómenos celestes el
presagio de los grandes acontecimientos, los sabios grabaron en su memoria el
recuerdo de esta predicción.
Un día, tres jefes de tribu,
mirando el firmamento, observaban con atención las estrellas que conocían por
sus nombres, como conoce el hortelano las plantas que riega cada mañana. De
improviso ¡oh prodigio! notaron un astro nuevo de magnitud extraordinaria y
brillo maravilloso. Al mismo tiempo, una voz interior les hizo comprender que aquella
estrella anunciaba el nacimiento del gran rey esperado por los Judíos.
Pero esto no era todo: una
fuerza extraña, sobrehumana, les impelía irresistiblemente a ponerse en busca
de aquella Majestad divina. A todas las dificultades, la voz interior respondía
que la brillante estrella les guiaría en todos los caminos que hubieran de
recorrer.
Fieles al celestial atractivo,
los tres magos, (así se les llamaba) se decidieron a emprender un viaje cuyo
término ignoraban.
Acompañados de sus servidores y
provistos de ricos presentes, se pusieron en marcha con los ojos fijos en la estrella
misteriosa. Por largo tiempo la caravana siguió el derrotero de Abraham al
emigrar de la Caldea; por muchos días las ágiles cabalgaduras removieron la
arena del desierto y la estrella marchaba siempre. En fin, llegaron a las
orillas del Jordán y luego al monte de los Olivos frente a Jerusalén.
A la vista de la gran ciudad y
del famoso templo que ostentaba ante sus ojos la masa imponente de sus muros y torres,
los Magos se detuvieron creyendo que aquella era la ciudad del gran rey. Al
mismo tiempo la estrella desapareció, lo cual les indujo a creer que habían
llegado al término de su peregrinación. Apresuráronse, pues, a entrar en la
ciudad santa y preguntaron con toda ingenuidad a sus habitantes: «¿Dónde está
el rey de los Judíos que acaba de nacer?».
Con gran asombro respondieron
los interrogados que, Herodes rey de los Judíos, tenía el cetro en sus manos hacía
ya treinta y seis años y que no tenían noticia de que hubiese nacido un nuevo
príncipe. «Sin embargo, exclamaron los tres viajeros, hemos visto en Oriente la
estrella del nuevo rey y hemos venido a adorarle». Más y más sorprendidos, los
Judíos se miraban unos a otros y comentando las extrañas palabras de aquellos
extranjeros, se preguntaban con emoción si el rey anunciado por la estrella misteriosa
no sería el Mesías esperado por Israel.
El mismo viejo Herodes, sabedor
de las preguntas hechas por los magos comenzó a temblar en su palacio. ¿Un rey
recién nacido? ¿Acaso el usurpador habría olvidado algún vástago de los
Macabeos? ¿O bien, el Mesías en quien los Judíos fundaban sus esperanzas de
restauración nacional, había realmente aparecido? Devorado por la inquietud, el
tirano reunió con presteza el gran Consejo compuesto de los príncipes de los
sacerdotes y doctores de la Ley.
Según vuestros profetas, les
dijo ¿dónde debe nacer el Cristo que esperáis? –«En Belén de Judá», respondieron
unánimemente. Y citaron como prueba la profecía de Miqueas.
Feliz al saber dónde podía
encontrar a su odiado rival, si por acaso existía, Herodes despidió a sus
consejeros; pero para completar sus informaciones, quiso interrogar él mismo a
los tres viajeros sobre las malhadadas preguntas que causaban su turbación.
Disimulando la importancia que daba a este incidente, los hizo venir
secretamente a su palacio, se informó por ellos de la significación de la
estrella, del momento preciso de su aparición y de todas las circunstancias que
podían revelarle la edad del niño; luego, fingiendo tomar parte en sus piadosas
intenciones les dijo: «Id a Belén, allí le encontraréis. Buscadle con cuidado,
y cuando le hayáis encontrado, hacédmelo saber, para ir yo también a adorarlo».
Desde este momento, un nuevo homicidio quedó resuelto en el corazón de Herodes; con todo, temeroso de exasperar a los Judíos, que confiaban en que el Mesías rompería sus cadenas, resolvió hacerlo desaparecer sin ruido. De esta manera había hecho ahogar a su cuñado Aristóbulo pocos años antes, vistiéndose de pomposo luto para ocultar su crimen a los ojos de la nación.
Apenas fijaron su mirada en la
santa Familia, un sentimiento del todo divino penetró en el alma de los tres
viajeros. Parecióles que la humilde casa brillaba con un resplandor tan dulce y
vivo a la vez, que se creyeron transportados al cielo. Al mismo tiempo, la voz
interior que les había impelido a este viaje, les manifestó que bajó los pobres
pañales que cubrían al niño, se ocultaba el Hijo de Dios hecho hombre. Con los
ojos humedecidos en lágrimas se prosternaron a sus pies y le adoraron. Reyes de
las tribus del Oriente, declaráronse vasallos del gran Rey y le ofrecieron el
homenaje de sus coronas. Y cuando sus servidores hubieron descargado a las
bestias de las valiosas ofrendas que conducían, ofrecieron oro a su Rey,
incienso a su Dios y mirra al Redentor que venía a dar su vida por la salvación
del mundo.
Así se cumplían de la manera más
inesperada las palabras del profeta: «Levántate Jerusalén; la gloria del Señor ha
brillado sobre ti. Las naciones marchan a tu luz y los reyes al resplandor de
tu sol. Te verás inundada de camellos y dromedarios de Madián y de Efa. Vendrán
de Saba trayendo el oro y el incienso y cantando las alabanzas del Señor. Desde
aquel día, Jehová no será sólo el Dios de Israel; traerá a los pies de su Hijo,
a los Judíos y a los gentiles, a los pastores de Belén y a los reyes del
Oriente».
Embriagados de divinos
consuelos, los magos hubieran querido prolongar su permanencia cerca del divino
Niño; pero, avisados por el cielo, se alejaron rápidamente de Belén. Dios les
reveló en sueños los proyectos homicidas de Herodes y como ellos habían
prometido, al tirano darle cuenta de lo que supiesen referente al nuevo rey de
los Judíos, dióseles la orden de no volver a Jerusalén, sino regresar a su país
por distinto camino. Dóciles a la voz del Señor, tomaron por el sur el camino
de la Arabia, salvaron en pocas horas los confines de la Judea y continuaron su
viaje costeando las extremidades del desierto. Mensajeros de Dios, no cesaban de
referir, a su paso, lo que habían visto y oído; de manera que en Oriente como
en las montañas de Judá se esparció la buena nueva: «El Cristo esperado desde
tantos siglos, ha nacido en Belén».
* En «Jesucristo, su vida, su pasión, su triunfo», Turnhout (Bélgica), Establecimientos Brepols SA – 1925; pp. 51-56.