«Cuento de Noche Buena» - Rubén Darío (1867-1916)
«Los gentiles vendrán hacia tu luz, y reyes a ver el resplandor de tu nacimiento... Muchedumbre de camellos te inundará, dromedarios de Madián y Efá. Todos ellos vienen de Sabá, trayendo oro e incienso, y pregonando las glorias de Yahvé» (Is. LX, 3,6). ¡Muy feliz fiesta de la Epifanía del Señor!
Avino, pues, que un día de
Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea…; pero ¿no os he dicho nada del
convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy
distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio,
había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas
cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos
del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches
o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros…, era
el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba
sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando
el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto,
impulsando a su caballería paciente y filosófica:
–¡Desgraciado de mí! ¡Si
mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! ¡Cómo
estarán aguardándome en el monasterio!
Era ya entrada la noche, y el
religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las
sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra
en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que
habitasen gigantes y demonios.
Y fue el caso que Longinos, anda
que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa
que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en
los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando
percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa
estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un
delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor
por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta
Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz
de hombre mortal: «Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes
has sido señalado para un premio portentoso».
No bien había acabado de oír
esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir
por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de
admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e
insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera
larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de
piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía
sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de
riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodíaco. Era el rey Gaspar,
caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también
negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los
bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía
vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él,
con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro
de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas
cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un
camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro
negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los
rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento,
iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor.
Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado
trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia,
desgranaba las cuentas de su largo rosario.
Y sucedió que –tal como en los
días del cruel Herodes– los tres coronados magos, guiados por la estrella
divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la
reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el
buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche.
Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras
preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros
ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes…
Entonces, desde el fondo de su
corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
–Señor, yo soy un pobre siervo
tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste
de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma,
señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de
Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones,
cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos
copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de
la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de
un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el
techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista… ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza… De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar… resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia…
El hermano Longinos de Santa
María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su
cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una
tumba especial labrada en mármol.
* En «Cuentos completos», Editorial Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1ª edición, 1950, p. 222.
Otra publicación anterior sobre el mismo tema, puede descargarse aquí
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