«Elogio de la desigualdad» - Rubén Calderón Bouchet (1918-2012)
Por pedido de algunos lectores, a partir del presente
artículo pondremos a su disposición, al pie de la página, el texto
correspondiente de cada publicación, en PDF y listo para descargar e imprimir.
Nada más claro, ni más
contundente y, sin embargo, nada más embrollado ni menos preciso. La noción de
igualdad es una noción matemática, se da, inexorablemente, en el terreno de los
entes de razón que son los números y las figuras geométricas, imposible
trasladarla sin otras cautelas, al ámbito de las cosas reales y mucho menos
todavía al de los seres vivientes en donde sólo la semejanza actúa en la
instalación de un cotejo comparativo. Quien no distingue a un caballo de otro
mejor, que se dedique a montar palos de escobas y no presuma de su condición de
jinete.
El hombre y la mujer son
distintos y esa distinción natural tiende a acentuarse gracias a los estímulos
de una cultura, que la toma en consideración y trata de construir sobre ella
las bases de una sociedad bien diferenciada y prolijamente acentuada en las diferencias
básicas.
Sin desigualdad en los elementos
constitutivos no hay orden, porque faltaría el entrecambio fecundo en las
relaciones de prioridad y posterioridad que debe existir entre las cosas
ordenadas para una finalidad determinada.
Nada en el proceso de una
civilización nace por generación espontánea y muchas veces las causas que
provocan un error deben ser buscadas en algunas virtudes que, salidas de su
quicio, producen lamentables consecuencias. El cristianismo está en el
fundamento espiritual de nuestra civilización y nada se ha producido en ella
que no tuviera al cristianismo como base de su inspiración y aún aquellos
movimientos espirituales, aparentemente opuestos al cristianismo, son el
resultado de una idea cristiana enloquecida, arrancada de su marco sobrenatural
e hipertróficamente crecida en detrimento de la salud del todo. La Iglesia es
una sociedad de personas y sólo se pertenece a ella, en el sentido propio del
término, cuando la santificación ha cerrado el ciclo de nuestro crecimiento y
entramos para siempre en la posesión definitiva de su gloria. Antes no somos más
que precarios postulantes y siempre en peligro de perdernos. Esta idea
cristiana de una sociedad de personas se ha metido en el seno de nuestros
hábitos políticos y ha inspirado el error de pensar la sociedad civil como si
fuera también una sociedad de personas, a la que perteneceríamos también por
una suerte de decisión voluntaria y de la que nos podemos separar cuando no se
cumplen las cláusulas del contrato social.
Por supuesto una sociedad
formada por un contrato es una sociedad de iguales y en la que hombres y
mujeres entran a formar parte, sin que se especifique, en cada caso, las
diferencias que impone la naturaleza. El contrato es un artilugio jurídico que
establece las bases de una asociación comercial en la que se entra por libre
decisión de las partes y en una relación de igualdad a los efectos de los
beneficios que considere el contrato.
Desde este punto de mira el varón
y la mujer son iguales y como el cristianismo enseña que ambos son también
personas y destinados a una igual participación en la bienaventuranza eterna,
el corolario de su igualdad es una conclusión perfectamente legítima fundada en
principios cristianos, sacados de sus marcos espirituales y sometidos al
manoseo de la concupiscencia secular.
Es verdad que los ángeles no
tienen sexo y que los bienaventurados serán como ángeles con respecto a su
inmunidad ante la concupiscencia sexual. ¿Pero la Virgen María no es una mujer
y Jesús Nuestro Señor no es un hombre? ¿Han dejado de serlo por el hecho de que
uno y otra no estén afectados por los movimientos naturales de la carne? Si
tengo la dicha de lograr mi salvación eterna, ¿no me encontraré en el cielo con
mi madre y con mi esposa por las connotaciones femeninas que tiene uno y otro
título? Yo creo que sí y es precisamente en la sublimación espiritual de la
feminidad y la masculinidad donde se realiza la plenitud de lo que está
anunciado en las diferencias sexuales.
El macho y la hembra son para la
tierra, pero el hombre y la mujer incoados en esas distinciones están hechos
para el cielo, pero como hombre y como mujer respectivamente, es decir en esa
perfección espiritual que es obra de la Gracia y de la naturaleza conjunta y en
solidario abrazo.
El alma de nuestra civilización
es el cristianismo tal como lo enseñó y lo propagó la Iglesia Católica,
Apostólica y Romana, y nada importante se ha hecho en el seno de nuestra
cultura que no lleve, así sea deformada, la impronta espiritual de la fe
católica. Todo el mundo moderno y la revolución, su corolario inevitable, están
impregnados de principios espirituales cristianos, secularizados y convertidos
en protervos animadores de una caricatura laica que es el mismo Cristo que vio
Isaías, desfigurado por los sufrimientos impuestos en la crucifixión.
Hacer de la mujer un hombre es
la obra propia del demonio y trae el sello inconfundible de esa inversión que
el maligno impone a la naturaleza cuando trata de presentarla, ante los ojos
del hombre, como algo absurdo e irrisorio para poder confiscar en su provecho
toda la desesperación y la rebeldía que despierta el asco que se siente ante
una sucia presentación de la propia realidad.
El marimacho es, indudablemente,
una figura grotesca, pero mucho peor es, en su comicidad repugnante, la
presencia paródica del marica. Ese varón que llora para que se le reconozca
como normal una deformidad que está inscripta en sus gestos, en su voz, en la
lascivia de sus movimientos degenerados.
Si lo que sufre es una desdicha
de la que no es personalmente culpable, cosa que debe examinarse con rigor, que
trate de vencer su mal y no lo ostente como si fuera el resultado de una
conquista perfectiva y el principio de un proselitismo liberador.
En el varón la pérdida de la
masculinidad se traduce muy pronto en una deformación que afecta todas las
dimensiones de su existencia. En la mujer ese proceso no sigue el movimiento de
una desfiguración tan acentuada y puede conservar muchos rasgos de su
femineidad normal y no perder totalmente la vocación propia del sexo. De
cualquier modo, una civilización que tiende a borrar los rasgos de las
diferencias naturales entre el hombre y la mujer es una civilización condenada
a una disociación en cadena, a una ruptura inevitable del matrimonio monogámico
y a una degeneración del instinto sexual convertido en una simple unión
placentera que se puede hacer de cualquier modo, con cualquiera y en cualquier
parte.
Lo que tal vez fuera conveniente
añadir a estas reflexiones un tanto fragmentarias, es que el feminismo es un
triunfo de la lógica masculina cuando crece sin la contrapartida de la
influencia más orgánica y conservadora de la mujer. Las culturas exclusivamente masculinas, como la de Esparta, el Islam y el moderno
economicismo consumista, son espiritualmente infecundas e incapaces de
proyectar sobre la vida un sentido que explique y justifique el dolor, el
sacrificio y el deterioro de la vejez. Son paidocracias y cuando pasa el
esplendor de la juventud se agotan en el resentimiento de los que no saben qué
hacer con sus vidas.
* En «Revista Cabildo» - Diciembre
2001/Enero 2002, 3ª época - Año III - n° 21.
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