«Elogio de la desigualdad» - Rubén Calderón Bouchet (1918-2012)

Por pedido de algunos lectores, a partir del presente artículo pondremos a su disposición, al pie de la página, el texto correspondiente de cada publicación, en PDF y listo para descargar e imprimir.

Se suele reprochar al Antiguo Régimen el haber desconocido el papel protagónico de la mujer en eso que se llama, sin ser demasiado precisos, la promoción de la cultura, e inmediatamente se presenta a la consideración del interesado, las diversas actividades sociales en las que interviene la mujer moderna y que antes pertenecían a la exclusiva disposición de los varones. El hecho es ése y no se entra a discutir para nada si la intervención de la mujer en las faenas privativas del hombre ha mejorado las condiciones de la vida o las ha empeorado. Se parte de un postulado que, como todos los de su especie, tiene la fijeza normativa de un punto de partida indiscutible. El hombre y la mujer son iguales, las distinciones y diferencias existentes están marcadas por el consenso cultural y por lo tanto son artificios impuestos por los que dirigen el proceso de una civilización.

Nada más claro, ni más contundente y, sin embargo, nada más embrollado ni menos preciso. La noción de igualdad es una noción matemática, se da, inexorablemente, en el terreno de los entes de razón que son los números y las figuras geométricas, imposible trasladarla sin otras cautelas, al ámbito de las cosas reales y mucho menos todavía al de los seres vivientes en donde sólo la semejanza actúa en la instalación de un cotejo comparativo. Quien no distingue a un caballo de otro mejor, que se dedique a montar palos de escobas y no presuma de su condición de jinete.

El hombre y la mujer son distintos y esa distinción natural tiende a acentuarse gracias a los estímulos de una cultura, que la toma en consideración y trata de construir sobre ella las bases de una sociedad bien diferenciada y prolijamente acentuada en las diferencias básicas.

Sin desigualdad en los elementos constitutivos no hay orden, porque faltaría el entrecambio fecundo en las relaciones de prioridad y posterioridad que debe existir entre las cosas ordenadas para una finalidad determinada.

Nada en el proceso de una civilización nace por generación espontánea y muchas veces las causas que provocan un error deben ser buscadas en algunas virtudes que, salidas de su quicio, producen lamentables consecuencias. El cristianismo está en el fundamento espiritual de nuestra civilización y nada se ha producido en ella que no tuviera al cristianismo como base de su inspiración y aún aquellos movimientos espirituales, aparentemente opuestos al cristianismo, son el resultado de una idea cristiana enloquecida, arrancada de su marco sobrenatural e hipertróficamente crecida en detrimento de la salud del todo. La Iglesia es una sociedad de personas y sólo se pertenece a ella, en el sentido propio del término, cuando la santificación ha cerrado el ciclo de nuestro crecimiento y entramos para siempre en la posesión definitiva de su gloria. Antes no somos más que precarios postulantes y siempre en peligro de perdernos. Esta idea cristiana de una sociedad de personas se ha metido en el seno de nuestros hábitos políticos y ha inspirado el error de pensar la sociedad civil como si fuera también una sociedad de personas, a la que perteneceríamos también por una suerte de decisión voluntaria y de la que nos podemos separar cuando no se cumplen las cláusulas del contrato social.

Por supuesto una sociedad formada por un contrato es una sociedad de iguales y en la que hombres y mujeres entran a formar parte, sin que se especifique, en cada caso, las diferencias que impone la naturaleza. El contrato es un artilugio jurídico que establece las bases de una asociación comercial en la que se entra por libre decisión de las partes y en una relación de igualdad a los efectos de los beneficios que considere el contrato.

Desde este punto de mira el varón y la mujer son iguales y como el cristianismo enseña que ambos son también personas y destinados a una igual participación en la bienaventuranza eterna, el corolario de su igualdad es una conclusión perfectamente legítima fundada en principios cristianos, sacados de sus marcos espirituales y sometidos al manoseo de la concupiscencia secular.

Es verdad que los ángeles no tienen sexo y que los bienaventurados serán como ángeles con respecto a su inmunidad ante la concupiscencia sexual. ¿Pero la Virgen María no es una mujer y Jesús Nuestro Señor no es un hombre? ¿Han dejado de serlo por el hecho de que uno y otra no estén afectados por los movimientos naturales de la carne? Si tengo la dicha de lograr mi salvación eterna, ¿no me encontraré en el cielo con mi madre y con mi esposa por las connotaciones femeninas que tiene uno y otro título? Yo creo que sí y es precisamente en la sublimación espiritual de la feminidad y la masculinidad donde se realiza la plenitud de lo que está anunciado en las diferencias sexuales.

El macho y la hembra son para la tierra, pero el hombre y la mujer incoados en esas distinciones están hechos para el cielo, pero como hombre y como mujer respectivamente, es decir en esa perfección espiritual que es obra de la Gracia y de la naturaleza conjunta y en solidario abrazo.

El alma de nuestra civilización es el cristianismo tal como lo enseñó y lo propagó la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y nada importante se ha hecho en el seno de nuestra cultura que no lleve, así sea deformada, la impronta espiritual de la fe católica. Todo el mundo moderno y la revolución, su corolario inevitable, están impregnados de principios espirituales cristianos, secularizados y convertidos en protervos animadores de una caricatura laica que es el mismo Cristo que vio Isaías, desfigurado por los sufrimientos impuestos en la crucifixión.

Hacer de la mujer un hombre es la obra propia del demonio y trae el sello inconfundible de esa inversión que el maligno impone a la naturaleza cuando trata de presentarla, ante los ojos del hombre, como algo absurdo e irrisorio para poder confiscar en su provecho toda la desesperación y la rebeldía que despierta el asco que se siente ante una sucia presentación de la propia realidad.

El marimacho es, indudablemente, una figura grotesca, pero mucho peor es, en su comicidad repugnante, la presencia paródica del marica. Ese varón que llora para que se le reconozca como normal una deformidad que está inscripta en sus gestos, en su voz, en la lascivia de sus movimientos degenerados.

Si lo que sufre es una desdicha de la que no es personalmente culpable, cosa que debe examinarse con rigor, que trate de vencer su mal y no lo ostente como si fuera el resultado de una conquista perfectiva y el principio de un proselitismo liberador.

En el varón la pérdida de la masculinidad se traduce muy pronto en una deformación que afecta todas las dimensiones de su existencia. En la mujer ese proceso no sigue el movimiento de una desfiguración tan acentuada y puede conservar muchos rasgos de su femineidad normal y no perder totalmente la vocación propia del sexo. De cualquier modo, una civilización que tiende a borrar los rasgos de las diferencias naturales entre el hombre y la mujer es una civilización condenada a una disociación en cadena, a una ruptura inevitable del matrimonio monogámico y a una degeneración del instinto sexual convertido en una simple unión placentera que se puede hacer de cualquier modo, con cualquiera y en cualquier parte.

Lo que tal vez fuera conveniente añadir a estas reflexiones un tanto fragmentarias, es que el feminismo es un triunfo de la lógica masculina cuando crece sin la contrapartida de la influencia más orgánica y conservadora de la mujer. Las culturas exclusivamente masculinas, como la de Esparta, el Islam y el moderno economicismo consumista, son espiritualmente infecundas e incapaces de proyectar sobre la vida un sentido que explique y justifique el dolor, el sacrificio y el deterioro de la vejez. Son paidocracias y cuando pasa el esplendor de la juventud se agotan en el resentimiento de los que no saben qué hacer con sus vidas.

* En «Revista Cabildo» - Diciembre 2001/Enero 2002, 3ª época - Año III - n° 21.
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