«Yo fundo el orden...» - Antoine de Saint- Exupéry (1900-1944)

Yo fundo el orden, decía mi padre. Pero no según la simplicidad y la economía. Porque no se trata de ganarle al tiempo. Qué me importa saber si los hombres serán más gordos si construyen graneros en vez de templos y acueductos en vez de instrumentos de música; porque al despreciar una humanidad mezquina y vanidosa, aunque sea opulenta, me importa conocer primero de qué hombre se tratará. Y aquel que me interese será el que se haya bañado largamente en el tiempo perdido del templo, y contemplado ociosamente la vía láctea que ensancha, y haya ejercitado su corazón en el amor por el ejercicio de la plegaria que no tuvo respuesta (porque si la respuesta pagara la plegaria el hombre sería aun más mezquino) y en quien haya resonado a menudo el poema.

Porque el tiempo que economizo en la construcción del templo, que es navío que se dirige a algún lado, o en el embellecimiento del poema que hace resonar el corazón de los hombres, será preciso que lo emplee en ennoblecer antes que en engordar la especie humana. Y, por consiguiente, inventaré los poemas y los templos.

De este modo, sabiendo el tiempo que se pierde en funerales, porque los hombres cavan la tierra para encerrar en ella los despojos del muerto, y hubieran podido consumir ese tiempo en arar y cosechar, prohibiré sin embargo las hogueras donde se queman los cadáveres; pues poco me importa el tiempo ganado si pierdo con él el amor por los muertos. Porque no he encontrado una imagen más bella para servirles que la tumba, donde los allegados van buscando a paso lento su piedra entre las piedras, y sabiéndolo devuelto a la tierra como una vendimia y hecho otra vez pasta natural sabiendo, sin embargo, que queda de él algo, una reliquia en su osario, la forma de una mano que ha acariciado, el hueso del cráneo, ese cofre de tesoros, vacío sin duda, pero que estuvo lleno de tantas maravillas.

Y ordené que se construya, cuando sea posible, aun más costosa e inútil, una casa para cada muerto; para que se pueda despertar en ella los días de fiesta y comprender, no con su sola razón, sino con todos los movimientos del alma y del cuerpo, que muertos y vivos están unidos y no forman sino un solo árbol que crece. Teniendo por costumbre ver el mismo poema, la misma curva de carena, la misma columna que atraviesa las generaciones embelleciéndose y purificándose, porque ciertamente, el hombre es perecedero si miramos de frente, como miopes que se acercan demasiado, no la sombra que proyecta sino el reflejo que queda de él. Y si economizo el tiempo perdido en amortajar cadáveres y en construirles una morada, y deseo que ese tiempo perdido sirva para anudar la cadena de las generaciones, para que a través de ella la creación suba derecho hacia el sol como un árbol, si decreto que esta ascensión es más digna del hombre que el desarrollo del volumen del vientre, entonces luego de haber pesado bien su utilidad, haré que el tiempo ganado de que dispongo sirva para amortajar a los muertos.

El orden que fundo, decía mi padre, es el de la vida. Porque digo que un árbol está en orden, a pesar de que sea a la vez raíces y tronco y ramas y hojas y frutos; y digo que un hombre está en orden, a pesar de que tenga un espíritu y un corazón, y no esté reducido a una sola función, como sería la de arar o la de perpetuar la especie, sino que a la vez ara y reza, ama y resiste al amor y trabaja y descansa y escucha las canciones de la noche.

Pero algunos reconocieron que los imperios gloriosos estaban en orden. Y la estupidez de los lógicos, de los historiadores y los críticos les hizo creer que el orden de los imperios era madre de su gloria, mientras yo afirmo que tanto su orden como su gloria eran fruto de su solo fervor. Para crear el orden creo un rostro que amar. Pero ellos se proponen el orden como un fin en sí, y tal orden, cuando se lo discute y se lo perfecciona, se transforma ante todo en economía y simplicidad. Y se elude lo que es difícil de enunciar; pues nada de lo que importa verdaderamente puede enunciarse; no he encontrado aún un profesor que supiera decirme simplemente por qué amaba yo el viento en el desierto bajo las estrellas. Y están de acuerdo sobre lo usual porque es cómodo el lenguaje que expresa lo usual. Y se puede decir, sin temer un desmentido, que valen más tres sacos de cebada que uno. Si bien pienso que aporto más a los hombres cuando los obligo simplemente a beber ese brebaje que dilata cuando a veces se marcha de noche bajo las estrellas, en el desierto.

El orden es el signo de la existencia y no su causa. Lo mismo que el plan del poema es signo de que está acabado y marca de su perfección. No trabajas en nombre de un plan, sino que trabajas para obtenerlo. Pero ellos dicen a sus alumnos: ved esta gran obra y el orden que muestra. Fabricadme primero un orden, así vuestra obra será grande; cuando en ese caso la obra será esqueleto sin vida y detritus de museo.

Fundo el amor del dominio, y todo queda ordenado: la jerarquía de los colonos, de los pastores y de los cosechadores con el padre a la cabeza. Como se ordenan las piedras alrededor del templo cuando les impones que sirvan para glorificar a Dios. Entonces el orden nacerá de la pasión de los arquitectos.

No tropieces, pues, en tu lenguaje. Si impones la vida fundas el orden, y si impones el orden impones la muerte. El orden por el orden es caricatura de la vida.

* En «Ciudadela», Cap. LXV, Editorial y Librería Goncourt, Buenos Aires, 1966, pp.184-187.
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