«La Catedral» - Luis Gillet (1876-1943)
Pero siempre, en ese grave
concilio, hay un grupo, un coro que se destaca con los caracteres de una raza
homogénea; es la gran familia de Occidente que, además de Italia, abarca casi
toda la antigua Europa, y lo que en otro tiempo fue el Imperio del Vicario de
Cristo.
Si se levantara este mapa
obtendríase una imagen bastante semejante a la que ofrecen ciertas fotografías
de cometas o nebulosas; veríanse vedijas, regueros de humo más o menos denso en
los bordes, con un grupo de puntos más compactos que son la cabeza o núcleo del
sistema. Este centro se colocaría sobre el mapa en alguna parte entre el Somme
y el Oise, en la región media y septentrional de la cuenca parisién, allí donde
varios ríos, entre la Picardía, la Champaña y la Normandía, dibujan los
contornos del pequeño territorio que lleva el nombre de la Isla de Francia.
Allí está la cuna de esa familia
tan noble y tan fecunda, la familia de las catedrales, y de la residencia de
las más bellas. Desde allí irradia sobre el mundo, durante cuatrocientos años,
la arquitectura gótica.
[...]
En lo sucesivo sabremos que la
catedral gótica es la Francia misma, y la Francia más bella. Ocupa en nuestra
historia el mismo lugar que ocupa todavía en el paisaje. Ha llegado a ser, y no
solamente para nosotros, la forma de la espiritualidad; quien dice catedral al
punto piensa en esa forma, a la par la más francesa de todas y la más
universal, en esa figura única, múltiple y maravillosa, en esa silueta de naves
y de torres que durante tan largo tiempo ha sido el signo de la Cristiandad.
Para nosotros, franceses, sigue
siempre recordándonos Notre-Dame. Está ahí hace tanto tiempo que nos sentimos
habituados por cotidiana costumbre a esa presencia maternal. Y no es solamente
la costumbre, ni lo que hay de tierno y exclusivo en el espíritu de campanario,
como quien no conoce nada más bello que su madre o que su pueblo; sabemos
nosotros hoy, y lo sabemos por experiencia, después de muchos viajes y
comparaciones, que ese es el tipo más completo de catedral; que es, por decirlo
así, la catedral «en sí», que ninguna otra se aproxima a ella por la
originalidad de las formas y la riqueza inagotable de las significaciones.
Esa catedral del tiempo de San
Luis es aún lo más bello que Francia ha hecho y una de las cosas más bellas
salidas de la mano del hombre. Es el tesoro de nuestros más profundos
pensamientos, el lugar de nuestras veneraciones. En ella nuestros padres
depositaron todos sus secretos y todo el sentido de nuestros destinos, todas
las ideas que se hacían de la tierra y del cielo.
Reconocemos aún en ella nuestra
verdadera religión y la más alta imagen que podemos hacernos de nosotros
mismos. Es el gran testigo de toda nuestra historia, el juez de los siglos
rápidos que pasan a sus pies. De una vez para siempre hemos tomado en ella la
medida del hombre. Nada nos satisface que no pueda llenar esas cúpulas,
dilatada por los hombres de antaño hasta la altura de su anhelo hacia el
infinito.
Familiar y sublime[1],
maciza y delicada, durante todo el día cincelada en sus innumerables esculturas
por la sombra y el sol, en su capa color de tiempo, ahí está, como un gigante
de piedra, en actitud heroica, tal como la vio Juana de Arco y como la
conocieron Pascal y Bossuet. Su ábside ha recibido la luz de millares de
mañanas, y sus pórticos el adiós de millares de ocasos; en torno a esa Parca se
tejen nuestros días.
Visitadora tranquila, su sombra,
como una bendición, circula suavemente sobre los techos domésticos, y deja
allí, como un vuelo de palomas sobre las tejas, el sonido de las campanas del Angelus. Por sobre el cerco de los muros puntiagudos de las ciudades y de los
azules humos de los hogares cuenta a lo lejos sus parroquias, los pueblos de
alrededor, como un pastor cuenta sus ovejas. Vigila los pequeños campanarios
repartidos en el llano, que dicen la misa en las campiñas, como una madre
atenta cuida de que los niños, antes de dormirse, recen sus oraciones.
Según lo ha hecho con nuestros
padres, nos acompaña desde la cuna al sepulcro. Nos es imposible dar un paso
que escape a sus miradas. Todas las distancias itinerarias siguen partiendo de
Notre-Dame. No dejamos su sombra sino para entrar en la de otra, como si, al
abandonarnos, nos confiase a las manos de una hermana. De etapa en etapa, sobre
todas nuestras rutas, las catedrales se relevan y se encomiendan al viajero:
piedras miliares de la Europa cristiana, mojones del camino de la Eternidad.
Catedral de Chartes |
Y por rica que sea vista de
cerca, en su prodigioso detalle y en la abundancia y emoción de sus esculturas,
en el lujo de sus símbolos, obra maestra compuesta de cien obras maestras, y
tan grandiosa que al aparecer en medio del dédalo de una ciudad, súbita, al
volver de una esquina, semeja una alta roca escarpada, es acaso de lejos desde
donde resulta más bella, pequeña forma resumida que sabemos tan grande,
reducida al estado de signo y de rúbrica en el paisaje.
Quizá es entonces, simplificada,
purificada, delicado joyel que prende como los pliegues de una falda todas las
líneas del horizonte y las une con la región móvil de las nubes, cuando su
papel y su importancia nos conmueven; entonces percibimos ese acorde que forma
con la creación y con nuestra sensibilidad. No es ya entonces más que promesa y
presentimiento; grano de ámbar que perfuma el espacio y lo puebla de un
pensamiento, que hace de él algo espiritual y de la misma esencia de nuestra
alma.
Acaso bajo esta forma, que exalta mejor que ninguna nuestras potencias de sentimiento, nos imaginamos la felicidad; entonces comprendemos cómo el hombre honra y ennoblece la tierra. Nada vale lo que esas aproximaciones, esos avances por donde se hace reconocer desde lejos una figura conocida: una silueta, un perfil, una imagen de miniatura que se pinta allá lejos y al punto se colma de todo el recuerdo, como una simiente que, al igual que el humilde grano de mostaza de que habla el Evangelio, se desarrollara instantáneamente, por una especie de milagro, y se trasmutara de repente, en un abrir y cerrar de ojos, en un cedro cargado de siglos. Así, Chartres nunca es más bello que cuando sus flechas brotan semejantes a las dos espigas más altas de un mar de mieses; Beauvais, cuando desde lo alta de las colinas de Noailles se ve flotar su alto despojo, como un cisne herido, en medio de un circo de bosques y de colinas; Laon cuando en pie sobre su pedestal, eleva en el umbral de los llanos de la Champaña su silueta más heráldica que la de Toledo, y Amiens cuando sus dos torres se dibujan en el cuadro, firmado por Corot, del valle de la Celle, viniendo de Moreuil.
* En «La Catedral viva», Ed. Sol y Luna – EPESA, 1946, pp.27-33.
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