«La Catedral» - Luis Gillet (1876-1943)

Puede ser ortodoxa y llamarse Nuestra Señora de Kiev o Nuestra Señora de Kazán, bajo un grupo de cápsulas de cobre sostenidas por linternas semejantes a los vasitos de vidrio de una lámpara de mezquita; puede ser bizantina y llamarse Santa Sofía de Constantinopla o San Marcos de Venecia, que corona una fastuosa nube de esferas. Es a menudo románica y presenta el gran cofre unido y feudal de las catedrales de Salerno o de Amalfi, con sus naves apacibles formadas de hileras de columnas antiguas, cubiertas por un techo de armadura, y precedidas de un pórtico descansando sobre leones; o bien puede ofrecer, a guisa de frontón, un triángulo festoneado por arquerías toscanas, y formar entre su baptisterio y su campanil aéreo, junto a un Camposanto, el paisaje sobrenatural y el grupo de monumentos divinos que flotan, como un espejismo de nácar y de ópalo, sobre los Campos Elíseos de la Pradera de Pisa.

Pero siempre, en ese grave concilio, hay un grupo, un coro que se destaca con los caracteres de una raza homogénea; es la gran familia de Occidente que, además de Italia, abarca casi toda la antigua Europa, y lo que en otro tiempo fue el Imperio del Vicario de Cristo.

De Sevilla a Upsala, de las praderas de Viena a la roca de Edimburgo y del Guadalquivir al Rhin y al Danubio, casi todo lo que hay más allá de los Alpes, al Oeste y al Norte del curso del Ródano, pertenece a esa familia; ha cubierto de monumentos la inmensa llanura de los Países Bajos y de la Germania, el archipiélago escandinavo, las Islas Británicas, España, Portugal, las Baleares, colonizado el fondo del Mediterráneo hasta las lejanas islas de Rodas y de Chipre.

Si se levantara este mapa obtendríase una imagen bastante semejante a la que ofrecen ciertas fotografías de cometas o nebulosas; veríanse vedijas, regueros de humo más o menos denso en los bordes, con un grupo de puntos más compactos que son la cabeza o núcleo del sistema. Este centro se colocaría sobre el mapa en alguna parte entre el Somme y el Oise, en la región media y septentrional de la cuenca parisién, allí donde varios ríos, entre la Picardía, la Champaña y la Normandía, dibujan los contornos del pequeño territorio que lleva el nombre de la Isla de Francia.

Allí está la cuna de esa familia tan noble y tan fecunda, la familia de las catedrales, y de la residencia de las más bellas. Desde allí irradia sobre el mundo, durante cuatrocientos años, la arquitectura gótica.

[...]

En lo sucesivo sabremos que la catedral gótica es la Francia misma, y la Francia más bella. Ocupa en nuestra historia el mismo lugar que ocupa todavía en el paisaje. Ha llegado a ser, y no solamente para nosotros, la forma de la espiritualidad; quien dice catedral al punto piensa en esa forma, a la par la más francesa de todas y la más universal, en esa figura única, múltiple y maravillosa, en esa silueta de naves y de torres que durante tan largo tiempo ha sido el signo de la Cristiandad.

Para nosotros, franceses, sigue siempre recordándonos Notre-Dame. Está ahí hace tanto tiempo que nos sentimos habituados por cotidiana costumbre a esa presencia maternal. Y no es solamente la costumbre, ni lo que hay de tierno y exclusivo en el espíritu de campanario, como quien no conoce nada más bello que su madre o que su pueblo; sabemos nosotros hoy, y lo sabemos por experiencia, después de muchos viajes y comparaciones, que ese es el tipo más completo de catedral; que es, por decirlo así, la catedral «en sí», que ninguna otra se aproxima a ella por la originalidad de las formas y la riqueza inagotable de las significaciones.

Esa catedral del tiempo de San Luis es aún lo más bello que Francia ha hecho y una de las cosas más bellas salidas de la mano del hombre. Es el tesoro de nuestros más profundos pensamientos, el lugar de nuestras veneraciones. En ella nuestros padres depositaron todos sus secretos y todo el sentido de nuestros destinos, todas las ideas que se hacían de la tierra y del cielo.

Reconocemos aún en ella nuestra verdadera religión y la más alta imagen que podemos hacernos de nosotros mismos. Es el gran testigo de toda nuestra historia, el juez de los siglos rápidos que pasan a sus pies. De una vez para siempre hemos tomado en ella la medida del hombre. Nada nos satisface que no pueda llenar esas cúpulas, dilatada por los hombres de antaño hasta la altura de su anhelo hacia el infinito.

Familiar y sublime[1], maciza y delicada, durante todo el día cincelada en sus innumerables esculturas por la sombra y el sol, en su capa color de tiempo, ahí está, como un gigante de piedra, en actitud heroica, tal como la vio Juana de Arco y como la conocieron Pascal y Bossuet. Su ábside ha recibido la luz de millares de mañanas, y sus pórticos el adiós de millares de ocasos; en torno a esa Parca se tejen nuestros días.

Visitadora tranquila, su sombra, como una bendición, circula suavemente sobre los techos domésticos, y deja allí, como un vuelo de palomas sobre las tejas, el sonido de las campanas del Angelus. Por sobre el cerco de los muros puntiagudos de las ciudades y de los azules humos de los hogares cuenta a lo lejos sus parroquias, los pueblos de alrededor, como un pastor cuenta sus ovejas. Vigila los pequeños campanarios repartidos en el llano, que dicen la misa en las campiñas, como una madre atenta cuida de que los niños, antes de dormirse, recen sus oraciones.

Según lo ha hecho con nuestros padres, nos acompaña desde la cuna al sepulcro. Nos es imposible dar un paso que escape a sus miradas. Todas las distancias itinerarias siguen partiendo de Notre-Dame. No dejamos su sombra sino para entrar en la de otra, como si, al abandonarnos, nos confiase a las manos de una hermana. De etapa en etapa, sobre todas nuestras rutas, las catedrales se relevan y se encomiendan al viajero: piedras miliares de la Europa cristiana, mojones del camino de la Eternidad.

Catedral de Chartes
De este modo el peregrino puede marchar con confianza, emprender ese viaje, esa «vía» como decía Joinville, esa vía láctea de las catedrales: por Chartres, por Vendôme y San Martín de Tours hasta el lejano Santiago de Galicia, o por Le Mans, Bayeux, Coutances, hasta el glorioso Monte San Miguel, o bien por Sens, Auxerre, Vézelay, hasta Lyón y desde allí hasta Roma y hasta Bari, desde donde se hace a la vela para la Tierra Santa; o, en fin, por Senlis y Soissons hasta Reims, la ciudad de los reyes; en todas las direcciones nos invitan las catedrales. Por todas partes caminamos sobre una tierra de santidad.

Y por rica que sea vista de cerca, en su prodigioso detalle y en la abundancia y emoción de sus esculturas, en el lujo de sus símbolos, obra maestra compuesta de cien obras maestras, y tan grandiosa que al aparecer en medio del dédalo de una ciudad, súbita, al volver de una esquina, semeja una alta roca escarpada, es acaso de lejos desde donde resulta más bella, pequeña forma resumida que sabemos tan grande, reducida al estado de signo y de rúbrica en el paisaje.

Quizá es entonces, simplificada, purificada, delicado joyel que prende como los pliegues de una falda todas las líneas del horizonte y las une con la región móvil de las nubes, cuando su papel y su importancia nos conmueven; entonces percibimos ese acorde que forma con la creación y con nuestra sensibilidad. No es ya entonces más que promesa y presentimiento; grano de ámbar que perfuma el espacio y lo puebla de un pensamiento, que hace de él algo espiritual y de la misma esencia de nuestra alma.

Acaso bajo esta forma, que exalta mejor que ninguna nuestras potencias de sentimiento, nos imaginamos la felicidad; entonces comprendemos cómo el hombre honra y ennoblece la tierra. Nada vale lo que esas aproximaciones, esos avances por donde se hace reconocer desde lejos una figura conocida: una silueta, un perfil, una imagen de miniatura que se pinta allá lejos y al punto se colma de todo el recuerdo, como una simiente que, al igual que el humilde grano de mostaza de que habla el Evangelio, se desarrollara instantáneamente, por una especie de milagro, y se trasmutara de repente, en un abrir y cerrar de ojos, en un cedro cargado de siglos. Así, Chartres nunca es más bello que cuando sus flechas brotan semejantes a las dos espigas más altas de un mar de mieses; Beauvais, cuando desde lo alta de las colinas de Noailles se ve flotar su alto despojo, como un cisne herido, en medio de un circo de bosques y de colinas; Laon cuando en pie sobre su pedestal, eleva en el umbral de los llanos de la Champaña su silueta más heráldica que la de Toledo, y Amiens cuando sus dos torres se dibujan en el cuadro, firmado por Corot, del valle de la Celle, viniendo de Moreuil. 

* En «La Catedral viva», Ed. Sol y Luna – EPESA, 1946, pp.27-33.


[1] Esta magnífica descripción que sigue, ha sido citada y transcripta por Henry Bordeaux en una excelente página de su biografía de San Luis Rey, que hemos publicado hace tiempo en este mismo blog, y puede verse AQUÍ.
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