«La gruta de Belén» - P. Agustín Berthe C.Ss.R. (1830-1907)

Con la presente publicación «Decíamos ayer...» desea para sus lectores una muy feliz y santa Navidad.

Mientras aguardaba el nacimiento del divino Niño, María recorría en su memoria los textos sagrados relativos al advenimiento del Mesías. Iniciada en el conocimiento de las Escrituras, no ignoraba la célebre profecía de Miqueas: «Belén Efrata, tú eres, muy pequeña entre las numerosas ciudades de Judá y sin embargo de tu seno saldrá el dominador de Israel, El que existe desde el principio y cuya generación remonta hasta la eternidad»[1]. Según estas textuales palabras, los doctores afirmaban unánimemente que el Cristo nacería en Belén como David su abuelo.

Pero ¿cómo se cumpliría esta predicción, ya que María, domiciliada en Nazaret, no tenía motivo alguno para trasladarse a Belén? Un hombre fue, sin saberlo, el instrumento elegido por la Providencia para resolver esta dificultad; y a fin de manifestar al mundo que los potentados de la tierra no son más que meros ejecutores de sus eternos decretos, Dios quiso que este hombre fuera el mismo Emperador.

Augusto reinaba entonces en el Oriente y en el Occidente. Naciones antes tan orgullosas de su independencia como Italia, España, África, Grecia, la Galia, Gran Bretaña, Asia Menor, transformadas en simples provincias del imperio, soportaban la ley del vencedor. Durante largo tiempo, esforzáronse estos pueblos por sacudir el yugo; pero, ni el Africano protegido por el mar, ni el Germano oculto tras el baluarte de sus impenetrables bosques, ni el Bretón perdido en el Océano, pudieron resistir a las legiones de la invencible Roma. Todos depusieron sus armas y el emperador en señal de paz universal, hizo cerrar el templo de Jano[2]. Considerado como un dios, se le elevaron templos, se le discernieron apoteosis y se le llamó «la salud del género humano»[3]. En la época en que debía nacer el verdadero Salvador del mundo, quiso el gran Emperador conocer con exactitud la extensión de sus dominios y el número de sus súbditos. Con este fin, un edicto imperial mandó hacer un censo general de la población, tanto en los reinos tributarios como en los pueblos incorporados al imperio.

La Judea debía también cumplir este edicto, porque el reino de Herodes, simple feudo revocable a voluntad, dependía del gobierno de Siria. En diciembre de 749[4], Cirino, que gobernaba juntamente con Sextio Saturnino, llegó a Palestina para presidir las operaciones del empadronamiento. Dióse orden a los jefes de familia, a mujeres y niños, de inscribir en los registros públicos su nombre, edad, familia, tribu, estado de fortuna y otros detalles que debían servir de base al impuesto de capitación. Además de esto, cada uno debía inscribirse, no en el lugar de su domicilio, sino en la ciudad de donde era originaria su familia, porque allí se conservaban los títulos genealógicos que establecían, con el orden de descendencia, el derecho de propiedad y de herencia.

Esta última prescripción obligó a José y María, ambos de la tribu de Judá y de la familia de David, a trasladarse de Nazaret a Belén, lugar del nacimiento de David su progenitor.

Al atravesar las montañas de Judea, María, próxima ya a ser madre, admiraba cómo Dios mismo la conducía al lugar en que debía nacer el Mesías, y cómo un edicto imperial ponía en movimiento a todos los pueblos del universo, a fin de que la profecía hecha siete siglos antes por un Vidente de Israel tuviera exacto cumplimiento.

Los dos viajeros llegaron a Belén agobiados por las fatigas, después de veintidós leguas de camino. Los últimos rayos del sol iluminaban la ciudad de David, sentada como una reina en la cima de una colina circundada de risueños olivares y viñedos. Era Belén la casa del pan, la ciudad de ricas mieses; Efrata, la fértil, lugar de abundantes pastos. En aquellas alturas vivía la bella Noemí cuando el hambre la obligó a desterrarse al país de Moab; en los campos vecinos, Rut la Moabita, recogía las espigas olvidadas por los segadores de Booz; en aquellos valles solitarios, David, niño aún, apacentaba sus rebaños cuando el profeta envió a buscarlo para consagrarlo rey de Israel. Hollando aquel suelo bendito, los santos viajeros evocaban los piadosos recuerdos de su nación, o más bien, de su familia. Desde las casas de la ciudad, desde las montañas y los valles salían voces que les hablaban de sus antepasados y sobre todo del gran rey cuyos últimos vástagos eran ellos.

Pero en aquella época ¿quién conocía a la Virgen de Nazaret y a José el carpintero? Al entrar en la ciudad, encontráronse como perdidos en medio de los extranjeros llegados de todos los puntos del reino para hacerse inscribir. En vano golpearon a todas las puertas en demanda de un asilo en que pasar la noche; ninguna se abrió para recibirlos. Llenos de parientes y amigos, los Belenitas rehusaron hospedar a esos desconocidos que además tenían las apariencias de gente pobre y humilde. José y María se dirigieron entonces a la posada pública en que de ordinario se detenían las caravanas; pero allí mismo encontraron tan gran número de viajeros y bestias de carga, que les fue imposible instalarse.

Rechazados de todas partes, los dos santos viajeros salieron de la ciudad por la puerta de Hebrón. Apenas habían dado algunos pasos en esta dirección, cuando divisaron una sombría caverna abierta en los flancos de una roca.

El Espíritu de Dios les inspiró el pensamiento de detenerse allí. Penetrando en aquel triste recinto, reconocieron que era un establo en que se refugiaban los pastores y los rebaños. Allí había paja y un pesebre para los animales, y la hija de David, después de largo y penoso viaje, reclinóse sobre una gran piedra.

Pronto el bullicio cesó: un silencio solemne reinó en la ciudad entregada al reposo. Sola en aquella gruta abandonada, María velaba y derramaba su corazón delante del Eterno. De repente, hacia la media noche, el Verbo encarnado sale milagrosamente del seno de su madre y aparece ante sus ojos atónitos como un rayo de sol que deslumbra. María lo adora como a su Dios, tómalo en sus brazos, envuélvelo en pobres pañales y lo estrecha a su corazón de madre; y luego, ocupando el pesebre en que los animales tomaban su alimento, lo recostó sobre un poco de paja.

Y desde aquel establo que le servía de abrigo, desde aquel pesebre convertido en su cuna y desde aquella paja que lastimaba sus delicados miembros, el Niño decía a su Padre celestial: «Vos no habéis querido sangre de animales, me habéis dado esta carne formada por vuestras manos; héme aquí, pues, Dios mío, pronto a inmolarme a vuestra voluntad»[5]. De esta manera el Redentor ofrecía a la majestad divina las primicias de sus sufrimientos y humillaciones. Arrodillados a su lado José y María, con los ojos anegados en lágrimas, se unían a su oblación.

En aquella noche misteriosa, algunos pastores guardaban sus rebaños en un valle vecino al establo en que había nacido el Hijo de Dios.

Como los pastores de los primeros tiempos Abraham, Isaac y Jacob, complacíanse en meditar los divinos oráculos. Muchas veces con los ojos fijos en el cielo, habían suplicado á Jehová que enviara por fin al Libertador cuyo próximo advenimiento anunciaban los sabios de Israel. El Señor se dignó recompensar la fe de aquellos humildes pastores. Iluminando la oscura noche que cubría montañas y valles, una claridad divina se esparció súbitamente alrededor de ellos y un ángel del cielo apareció ante sus ojos deslumbrados. A la vista de aquel espectáculo, sintiéronse poseídos de temor, pero el ángel los tranquilizó diciéndoles: «No temáis, vengo a anunciaros un gran gozo para vosotros y para todo el pueblo. Hoy día, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador; es el Cristo, es el Señor que esperáis. He aquí la señal con que le reconoceréis: hallaréis un niño pequeño envuelto en pañales y recostado en el pesebre de un establo».

Cuando el ángel hubo pronunciado estas palabras, multitud de espíritus celestes se unieron a él y juntos alabaron al Señor. «Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, exclamaron, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Luego, las voces se apagaron, desaparecieron los ángeles y se extinguieron las celestes claridades.

Entonces los pastores asombrados por lo que acababan de ver y de oír, dijéronse los unos a los otros:

«Vamos a Belén a ver con nuestros ojos el gran prodigio que los ángeles nos han anunciado», y dirigiéndose a toda prisa hacia el establo, encontraron allí, efectivamente, a José y María, y al Niño recostado en el pesebre. Al verlo, reconocieron en él al Salvador y, prosternados a sus pies, dieron gracias a Dios por haberles llamado a adorarle.

Los pastores dejaron la gruta glorificando al Señor por las maravillas verificadas ante sus ojos. Bien pronto publicaron, con gran sorpresa de sus compatriotas, lo que habían visto y oído; y el eco de las montañas repitió en todo Judá las palabras evangélicas: «Gloria a Dios, paz en la tierra». Y desde entonces, cuando cada año llega aquella noche, entre todas venturosa, los discípulos del Cristo entonan de nuevo y con amor, el himno de los ángeles: «Gloria in excelsis». Entretanto María, testigo atenta de los hechos maravillosos con que el Señor manifestaba al mundo la divinidad del Niño, grababa fielmente en su corazón tan dulces y tiernos recuerdos.

Así apareció en medio de sus súbditos el Cristo-Rey, cuatro años antes de terminar el cuarto milenario, el año 749 de la fundación de Roma; cuadragésimo del reinado de Augusto y treinta y seis del gobierno de Herodes rey de Judea. ¡Cuán lejos estaría de imaginarse el Emperador que aquel día, primero de la nueva era, sus oficiales inscribirían en los registros del empadronamiento un nombre más grande que el suyo; que un niño nacido en un establo fundaría un reino más extenso que su dilatado imperio; y que en fin, la humanidad, sustraída a la tiranía de los Césares, contaría sus fastos gloriosos, no ya desde la fundación de Roma, sino desde la Natividad del Cristo Redentor!

* En «Jesucristo, su vida, su pasión, su triunfo», Turnhout (Bélgica), Establecimientos Brepols SA – 1925; pp. 41-46.

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[1] Miqueas, 5, 2.
[2] Este templo, uno de los más célebres de Roma, cerrado en tiempo de paz, permanecía abierto en tiempo de guerra. Suetonio hace notar (In Aug.2) que, desde la fundación de Roma hasta Augusto, no estuvo cerrado sino dos veces.
[3] En las monedas acuñadas con le efigie de Augusto, se leía esta inscripción: Salus generis humani (Suet. In Aug.).
[4] El edicto con fecha del año 746, tuvo su aplicación en Judea tres años más tarde.
[5] Ad Hebr. 10, 9.

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