«La gruta de Belén» - P. Agustín Berthe C.Ss.R. (1830-1907)
Con la presente publicación «Decíamos
ayer...» desea para sus lectores una muy feliz y santa Navidad.
Pero ¿cómo se cumpliría esta
predicción, ya que María, domiciliada en Nazaret, no tenía motivo alguno para
trasladarse a Belén? Un hombre fue, sin saberlo, el instrumento elegido por la
Providencia para resolver esta dificultad; y a fin de manifestar al mundo que
los potentados de la tierra no son más que meros ejecutores de sus eternos
decretos, Dios quiso que este hombre fuera el mismo Emperador.
Augusto reinaba entonces en el
Oriente y en el Occidente. Naciones antes
tan orgullosas de su independencia
como Italia, España, África, Grecia, la Galia, Gran Bretaña, Asia Menor,
transformadas en simples provincias del
imperio, soportaban la ley del vencedor. Durante largo tiempo, esforzáronse estos
pueblos por sacudir el yugo; pero, ni el Africano protegido por el mar, ni el
Germano oculto tras el baluarte de sus impenetrables bosques, ni el Bretón
perdido en el Océano, pudieron resistir a las legiones de la invencible Roma.
Todos depusieron sus armas y el emperador en señal de paz universal, hizo
cerrar el templo de Jano[2].
Considerado como un dios, se le elevaron templos, se le discernieron apoteosis
y se le llamó «la salud del género humano»[3].
En la época en que debía nacer el verdadero Salvador del mundo, quiso el gran
Emperador conocer con exactitud la extensión de sus dominios y el número de sus
súbditos. Con este fin, un edicto imperial mandó hacer un censo general de la
población, tanto en los reinos tributarios como en los pueblos incorporados al
imperio.
La Judea debía también cumplir
este edicto, porque el reino de Herodes, simple feudo revocable a voluntad, dependía
del gobierno de Siria. En diciembre de 749[4],
Cirino, que gobernaba juntamente con Sextio Saturnino, llegó a Palestina para
presidir las operaciones del empadronamiento. Dióse orden a los jefes de
familia, a mujeres y niños, de inscribir en los registros públicos su nombre, edad,
familia, tribu, estado de fortuna y otros detalles que debían servir de base al
impuesto de capitación. Además de esto, cada uno debía inscribirse, no en el
lugar de su domicilio, sino en la ciudad de donde era originaria su familia, porque
allí se conservaban los títulos genealógicos que establecían, con el orden de
descendencia, el derecho de propiedad y de herencia.
Esta última prescripción obligó a
José y María, ambos de la tribu de Judá y de la familia de David, a trasladarse
de Nazaret a Belén, lugar del nacimiento de David su progenitor.
Al atravesar las montañas de
Judea, María, próxima ya a ser madre, admiraba cómo Dios mismo la conducía al
lugar en que debía nacer el Mesías, y cómo un edicto imperial ponía en
movimiento a todos los pueblos del universo, a fin de que la profecía
hecha siete siglos antes por un Vidente de Israel tuviera exacto cumplimiento.
Los dos viajeros llegaron a
Belén agobiados por las fatigas, después de veintidós leguas de camino. Los
últimos rayos del sol iluminaban la ciudad de David, sentada como una reina en
la cima de una colina circundada de risueños olivares y viñedos. Era Belén la casa
del pan, la ciudad de ricas mieses; Efrata, la fértil, lugar de
abundantes pastos. En aquellas alturas vivía la bella Noemí cuando el hambre la
obligó a desterrarse al país de Moab; en los campos vecinos, Rut la Moabita,
recogía las espigas olvidadas por los segadores de Booz; en aquellos valles
solitarios, David, niño aún, apacentaba sus rebaños cuando el profeta envió a
buscarlo para consagrarlo rey de Israel. Hollando aquel suelo bendito, los
santos viajeros evocaban los piadosos recuerdos de su nación, o más bien, de su
familia. Desde las casas de la ciudad, desde las montañas y los valles salían
voces que les hablaban de sus antepasados y sobre todo del gran rey cuyos
últimos vástagos eran ellos.
Pero en aquella época ¿quién
conocía a la Virgen de Nazaret y a José el carpintero? Al entrar en la ciudad, encontráronse
como perdidos en medio de los extranjeros llegados de todos los puntos del
reino para hacerse inscribir. En vano golpearon a todas las puertas en demanda de
un asilo en que pasar la noche; ninguna se abrió para recibirlos. Llenos de
parientes y amigos, los Belenitas rehusaron hospedar a esos desconocidos que
además tenían las apariencias de gente pobre y humilde. José y María se
dirigieron entonces a la posada pública en que de ordinario se detenían las
caravanas; pero allí mismo encontraron tan gran número de viajeros y bestias de
carga, que les fue imposible instalarse.
Rechazados de todas partes, los
dos santos viajeros salieron de la ciudad por la puerta de Hebrón. Apenas
habían dado algunos pasos en esta dirección, cuando divisaron una
sombría caverna abierta en los flancos de una roca.
El Espíritu de Dios les inspiró
el pensamiento de detenerse allí. Penetrando en aquel triste recinto,
reconocieron que era un establo en que se refugiaban los pastores y los rebaños.
Allí había paja y un pesebre para los animales, y la hija de David, después de
largo y penoso viaje, reclinóse sobre una gran piedra.
Pronto el bullicio cesó: un silencio solemne reinó en la ciudad entregada al reposo. Sola en aquella gruta abandonada, María velaba y derramaba su corazón delante del Eterno. De repente, hacia la media noche, el Verbo encarnado sale milagrosamente del seno de su madre y aparece ante sus ojos atónitos como un rayo de sol que deslumbra. María lo adora como a su Dios, tómalo en sus brazos, envuélvelo en pobres pañales y lo estrecha a su corazón de madre; y luego, ocupando el pesebre en que los animales tomaban su alimento, lo recostó sobre un poco de paja.
En aquella noche misteriosa,
algunos pastores guardaban sus rebaños en un valle vecino al establo en que
había nacido el Hijo de Dios.
Como los pastores de los
primeros tiempos Abraham, Isaac y Jacob, complacíanse en meditar los divinos
oráculos. Muchas veces con los ojos fijos en el cielo, habían suplicado á
Jehová que enviara por fin al Libertador cuyo próximo advenimiento anunciaban
los sabios de Israel. El Señor se dignó recompensar la fe de aquellos humildes
pastores. Iluminando la oscura noche que cubría montañas y valles, una claridad
divina se esparció súbitamente alrededor de ellos y un ángel del cielo apareció
ante sus ojos deslumbrados. A la vista de aquel espectáculo, sintiéronse
poseídos de temor, pero el ángel los tranquilizó diciéndoles: «No temáis, vengo
a anunciaros un gran gozo para vosotros y para todo el pueblo. Hoy día, en la
ciudad de David, os ha nacido un Salvador; es el Cristo, es el Señor que
esperáis. He aquí la señal con que le reconoceréis: hallaréis un niño pequeño
envuelto en pañales y recostado en el pesebre de un establo».
Cuando el ángel hubo pronunciado
estas palabras, multitud de espíritus celestes se unieron a él y juntos
alabaron al Señor. «Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, exclamaron, y
paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Luego, las voces se
apagaron, desaparecieron los ángeles y se extinguieron las celestes claridades.
Entonces los pastores asombrados
por lo que acababan de ver y de oír, dijéronse los unos a los otros:
«Vamos a Belén a ver con
nuestros ojos el gran prodigio que los ángeles nos han anunciado», y
dirigiéndose a toda prisa hacia el establo, encontraron allí, efectivamente, a
José y María, y al Niño recostado en el pesebre. Al verlo, reconocieron en él
al Salvador y, prosternados a sus pies, dieron gracias a Dios por haberles
llamado a adorarle.
Los pastores dejaron la gruta
glorificando al Señor por las maravillas verificadas ante sus ojos. Bien pronto
publicaron, con gran sorpresa de sus compatriotas, lo que habían visto y oído;
y el eco de las montañas repitió en todo Judá las palabras evangélicas: «Gloria
a Dios, paz en la tierra». Y desde entonces, cuando cada año llega aquella noche,
entre todas venturosa, los discípulos del Cristo entonan de nuevo y con amor,
el himno de los ángeles: «Gloria in excelsis». Entretanto María, testigo
atenta de los hechos maravillosos con que el Señor manifestaba al mundo la
divinidad del Niño, grababa fielmente en su corazón tan dulces y tiernos
recuerdos.
Así apareció en medio de sus súbditos
el Cristo-Rey, cuatro años antes de terminar el cuarto milenario, el año 749 de
la fundación de Roma; cuadragésimo del reinado de Augusto y treinta y seis del
gobierno de Herodes rey de Judea. ¡Cuán lejos estaría de imaginarse el
Emperador que aquel día, primero de la nueva era, sus oficiales inscribirían en
los registros del empadronamiento un nombre más grande que el suyo; que un niño
nacido en un establo fundaría un reino más extenso que su dilatado imperio; y
que en fin, la humanidad, sustraída a la tiranía de los Césares, contaría sus
fastos gloriosos, no ya desde la fundación de Roma, sino desde la Natividad del
Cristo Redentor!
* En «Jesucristo, su vida, su pasión, su triunfo», Turnhout (Bélgica), Establecimientos Brepols SA – 1925; pp. 41-46.
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