«Charles de Foucauld» - Santiago de Estrada (1908-1985)

En el día de la celebración del Beato Carlos de Foucauld, vaya esta publicación en su memoria.

Cargado de pecados, desembarcó un día en las playas africanas el joven oficial Charles de Foucauld. Era francés y de noble estirpe. Sus antepasados habían contribuido a forjar el reino cristiano de los Capetos, y, cuando las turbas fanatizadas por los falsos profetas de la Revolución impía pretendieron hacer de la «Fillie aimée de l’Eglise» la «Maitresse de Satan», la sangre de los Foucauld corrió como la del justo Abel. Pero el ambiente sensual y corrompido de fines del ochocientos estaba a punto de asfixiar al noble Charles, que, entregado a los placeres de la carne, parecía no conservar ni siquiera la memoria de las virtudes de su estirpe. Y así, su primer encuentro con el desierto no produjo más resultado que poner de manifiesto el grado de podredumbre moral a que había llegado.

No por ello lo abandonó el Señor. Quedaba aún un dejo de auténtica nobleza en el corazón de Charles: al saber que sus antiguos camaradas de armas, a quienes había abandonado por una mujer, se hallaban en peligro, y con ellos su bandera y sus ideales, volvió a empuñar las armas en tierra africana. Inició de esta manera el largo proceso de purificación: lento y laborioso en sus comienzos, pero al que no renunciaría ya más, puesto que hasta el final de su vida encontraría algo de qué desprenderse. No sospechaba, por cierto, que al dejar esa mujerzuela había respondido desde lejos, desde muy lejos todavía, al llamado insistente de la Gracia.

Quiso asomarse más de cerca al desierto, y, libre de las ataduras militares, pudo realizar un arriesgado viaje a Marruecos. Tomó notas, escribió apuntes de interés evidente para la obra colonizadora que consideraba reservada para Francia, y llegó a convencerse de haber encontrado el camino de su vocación... En realidad, recién después de varios años podría darse cuenta cabal de lo que el Señor se había propuesto al llevarlo a través de los extraños senderos marroquíes enteramente desconocidos a los europeos de su tiempo.

Más limpio ahora de cuerpo y de alma, fija en su mente la visión de cuanto había visto y meditado en su larga peregrinación entre las arenas del desierto y los pueblos infieles, estaba en condiciones de admirar las viejas virtudes cristianas de su nación. Porque fue en París, precisamente en París, esa ciudad que los pecadores del mundo pretenden para sí, en donde Charles de Foucauld encontró la Verdad que lo libró para siempre del poder del enemigo. No sucedió ello en seguida, pero el constante alternar con gentes cuyas vidas le hablaban de la serena paz del hombre cristiano, iba como envolviéndolo en las redes que la gracia le tendía. El toque definitivo fue una verdadera estocada contra la que no encontró fuerzas para oponer: quiso «conversar» con el abate Huvelin, a quien tratara en salones de sus parientes, y el abate, sacerdote del Altísimo, no pudo retener el torrente de la Gracia con que el Señor había dispuesto colmar al noble Charles.

La vida sacramental lo transformó de inmediato. No era Foucauld de aquellos que se detienen en el camino aunque más no sea para contemplar lo andado; el afán de cada día le hacía dar un paso más en su progreso espiritual. Así como otrora renunciara a sus vicios, y más tarde dejara la milicia y hasta sus exploraciones, ahora abandonaría los estudios profanos, sus reuniones con gente del siglo y los bienes heredados de sus mayores. Había aceptado de veras la invitación formulada por el Señor a los jóvenes de su casta: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo: y ven, sígueme». ¡Ah! Foucauld no padeció la amarga tristeza de aquel mancebo que no prestara oídos al llamado divino.

En Francia y en Oriente, Charles, monje trapense, fue modelo de humildad y de obediencia. Pero el Señor le tenía señalado un destino que él aun no acertaba a ver. Para verlo mejor redobló en humildad y en obediencia, con lo cual evidentemente no podía errar. No tardaron en abrírseles las puertas de la clausura, y pudo así, no por fervor novicio sino amaestrado tras largas pruebas en el Monasterio y perfectamente adiestrado con el trato de muchos a combatir al demonio (como quiere el Santo Patriarca de los Monjes), seguir los pasos de San Jerónimo en su vida de anacoreta llevada en los santos lugares que habitara el Señor en su paso por la Tierra.

No debía detenerse, sin embargo, allí. Era menester que renunciara también a esa vida de dulce abyección de Tierra Santa; porque, si bien es cierto que la vía purgativa jamás debe abandonarse del todo en este mundo, era llegado el momento para él en que había de prevalecer la vía iluminativa: el ermitaño tenía que recibir las sagradas órdenes y ser hecho depositario y administrador de los divinos misterios. Regresó pues a Occidente para ser Sacerdote.

En África había caído en la cuenta de la fealdad del pecado, en Europa había apreciado la grandeza de la Fe, y en Oriente, habíase abandonado a la vida de unión con Dios. Una vez ordenado sacerdote, ya estaba entonces en condiciones para enfrentar de nuevo a los nómades del desierto y ser entre ellos el Apóstol desde siglos esperado. El desierto era por otra parte el mejor espejo para su alma de asceta y las tribus errantes la más adecuada imagen de su espíritu de peregrino infatigable.

Su apostolado no fue como el de San Francisco Javier: jamás se creyó llamado a convertir muchedumbres de infieles. Su misión era como la del Bautista, porque era menester que por medio de su voz, clamante en el desierto, los gemidos inenarrables del Espíritu purificaran esas comarcas de miseria moral y de pecado, para que un día, aún esperado, la raza de San Agustín y de Santa Mónica sea incorporada al seno de la Iglesia. En sus ermitas de Beni-Abbes, In-Salah y Tamanrasset, escalas de su penetración al Sahara, al par que testigos de sucesivos desprendimientos, el Padre Foucauld postrado ante el Santísimo Sacramento ofrecía al Señor una alabanza que hasta entonces nadie le había tributado; y el Señor, llevado corporalmente por mano de su humilde sacerdote se anticipaba a los misioneros que habrían de seguirle.

¡Tamanrasset! Última escala del servidor de Cristo. En su camino de renunciamientos ha debido despojarse hasta lo indecible, pues ya ni siquiera puede ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa con la frecuencia que ansía su alma sacerdotal. No le queda ya más que la Fe como luz de la inteligencia, fe tan viva que deja entrever las maravillas de la Visión; y no cuenta ya más que con el Señor sacramentado como compañero en sus horas de soledad y de silencio. Los ecos lejanos de la guerra desatada en Europa parecería turbar a veces la paz de su alma, pero en realidad la angustia de entrever que quizá ese desborde de pasiones alcance a los nómades que pronto estarían maduros para recibir el Evangelio, y también el temor ¿por qué negarlo? que con Francia fuesen domeñados los auténticos valores cristianos que su patria terrena, a pesar de los locos esfuerzos de sus malos conductores, aún abrigaba.

No se equivocaba del todo. En el desierto comenzaron los síntomas alarmantes. El ermitaño tuvo que construir un fortín para proteger a sus tuaregs. Bandoleros rapaces recorrían el Sahara, y no faltaban fanáticos árabes que consideraban llegado el momento de reconstruir el Islam... El 1° de diciembre de 1916 moría cobardemente asesinado el Padre Carlos de Foucauld.

He aquí la vida de un servidor de Dios a quien no sabemos si un día veneraremos entre los Santos[1], pero, eso sí, una vida a través de cuyos pasos se nos muestra el poder de la Gracia, el valor de la penitencia y hasta dónde puede llegarse por el camino de la Cruz, aun en este siglo afeminado y superficial que, por eso mismo, debe ser el siglo de los grandes heroísmos y de la liquidación definitiva del apego a las comodidades del mundo y las delicias de la carne.

* En Revista «Nuestro Tiempo», Año 1, n° 23, 1 de diciembre de 1944; y reproducido en «Santos y Misterios», Colección CRIBA Grupo de Editoriales Católicas, Buenos Aires – 1945. 


[1] Durante el papado de Benedicto XVI, el 13 de noviembre de 2005 fue proclamado beato y, con el reconocimiento, en mayo de 2020, de un milagro a él atribuido, se encuentra abierto oficialmente el camino hacia su canonización. (Nota de «Decíamos ayer...»).

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